Amiga de la infancia, te estoy extrañando y separarme de ti es triste, pero también me siento feliz porque sé con absoluta certeza que me voy a recuperar. Dios no me castigó por no creer en Él. Si su sabiduría es infinita, sabe que el dolor y la tristeza con la que he vivido se han convertido en enojo, en furia, en ira porque para muchos —especialmente para los hombres— la tristeza resulta demasiado dolorosa y entonces preferimos —inconscientemente— enojarnos.
Dejar de creer en Dios fue una manera de reclamarle por la violencia en la que he vivido, porque he pagado lo que otros hicieron, cosas que sucedieron muchos años antes de que yo naciera, cuando mis padres ni siquiera se conocían.
Pero todo este sufrimiento no ha sido del todo destructivo. He aprendido también a ser más humano, más empático, a identificarme con los que sufren y a desarrollar una conciencia sobre la injusticia en la que vivimos y en interesarme en las doctrinas de grandes hombres y grandes mujeres y aprender de ellos.
Ahora aparece en mi vida, un bellísimo ser humano a quien dejé de ver en 1978, hace treinta y dos años, cuando vine con mi familia a vivir a Guadalajara. Esta mujer tan bella, por dentro y por fuera, me ha devuelto el interés en la vida, me ha ayudado a volver a creer en Dios y en el potencial humano.
La admiración que siento por ella radica principalmente en su capacidad de amar; habiendo sido violentada desde una edad muy temprana, tiene un carácter muy bonito, es la persona más generosa que conozco y hay una alegría en ella que no puede extinguirse de ninguna manera.
Ya no tengo que reprimir el afecto contigo, amiga de la infancia, ángel sin alas, alma gemela.
Te quiero mucho.