Ser madre implica una gran responsabilidad. Eso parece una obviedad, pero tiene tantas vertientes.
Una mujer que tiene hijos, tiene la obligación de identificar a un mal esposo, a un mal padre, a un compañero que ejerce la violencia intrafamiliar y actuar en consecuencia. Si no lo hace, se convierte en cómplice y el daño que hace es por lo menos tan grande como el que hace su esposo, el padre de sus hijos, si no mayor.
Una de las consecuencias más grandes que han tenido los libros de Carlos Cuauhtémoc Sánchez (la última oportunidad, volar sobre el pantano, un grito desesperado; todas esas porquerías) es difundir la idea de que la violencia intrafamiliar no existe, que es la voluntad de Dios que el hombre asuma el papel de jefe de familia. Asumir tal papel no implica atropellar los derechos de sus hijos y mucho menos dañarlos irremediablemente.
Todo esto viene a cuento porque en días como hoy, 10 de mayo, si bien se celebra a muchas mujeres que lo merecen por lo mucho que hacen por sus hijos, se pierde de vista que muchas otras (lo que se llama muchas), al no asumir su responsabilidad ante un esposo violento y abusivo, contribuyen a perpetuar un daño que pasa de generación en generación y asegura la continuación de un muy destructivo sistema familiar misógino, de una cultura patriarcal que destruye las vidas de muchos que involuntariamente se ven involucrados.