En algún momento, en el año 1993, con 29 años de edad, decidí buscar atención psiquiátrica porque sospechaba que algo no andaba bien conmigo. Mi realidad seguía siendo anormal pues no trabajaba e incluso había dejado de estudiar como autodidacta y mis únicas ocupaciones eran pasear a mis perros y hacer ejercicio en mi bicicleta.
Gustavo Marín me reconoció a medias, ahora en su consultorio en Lázaro Cárdenas, cerca de la calle Tonatzin y continuamos el tratamiento médico. Seguí tomando antidepresivos y medicamentos que no sé para qué son, como el transmetil y el haldol de canoas. Lo que sí sé, es que no eran los indicados para mi trastorno de personalidad que se componen de un estabilizador del estado de ánimo y un antipsicótico además de un antidepresivo si hace falta. Ese año, en agosto, se casó una de mis hermanas y con motivo de la boda, nos visitó en casa una prima diez años más joven que yo a la que no había visto en muchos años. Su visita me llevó a confesarle a mis padres que había abandonado la universidad (privada) sin haber concluido mi licenciatura, cosa que antes consulté con mi médico psiquiatra.
Mi padre accedió a facilitarme el dinero para concluir mis estudios y en enero de 1994, a tres meses de cumplir 30 años, regresé a las aulas. Los siguientes tres semestres, fueron de fracasos progresivos (al principio no muy evidentes) y en verano de 1995, con 31 años, abandoné por segunda vez mis estudios sin siquiera haber pagado la colegiatura del último semestre.
Le reclamé a este psiquiatra incompetente y él se mostró muy interesado en seguirme tratando. Para ese entonces, ya había tenido serios problemas con él por informaciones falsas que había dado a mi madre y actitudes absolutamente reprobables en un psiquiatra. En julio de ese año, comencé a ver a otro médico psiquiatra, Flavio Miramontes Montoya y la misma semana que lo vi por primera vez, sufrí un accidente en la bicicleta y me rompí la clavícula por segunda vez.
La atención de Flavio Miramontes no me resultaba satisfactoria y en octubre acudí otra vez a Marín una tarde de viernes, con ideas suicidas y desesperado por un asunto romántico con una paciente de él. Gustavo Marín me dejó irme a mi casa en un estado lamentable y la siguiente semana acudí con mi madre a su consultorio a reclamarle. Después de unos veinte minutos de discutir con este individuo horrendo, salí del consultorio y me fui, cometiendo el grave error de dejar a mi madre con él. Gustavo Marín Pérez, le dijo a mi madre que yo tenía intenciones de atacar físicamente y asesinar a un vecino con el que había tenido problemas (la verdad es que yo no tenía ni siquiera intenciones de agarrarme a golpes con él y soy el tipo de personas que solamente mata moscas y cucarachas), y que ella iba a ser responsable penalmente cuando eso ocurriera.
En Gustavo Marín Pérez, el psiquiatra horrendo, afloró entonces su perversidad y le dio a mi mamá un papel en el que afirmaba que yo padecía una psicosis que me convertía en un individuo peligroso para que me internara en el psiquiátrico de San Juan de Dios en Zapopan, a donde él iría a medicarme. Por supuesto, mi mamá no le hizo caso y cambié de médico psiquiatra.
No me parece descabellado imaginar que Gustavo Marín Pérez me quería inerme como paciente, para someterme a su maldad y a su perversidad como un paciente atendido por un individuo perverso y maldito.
Me parece que este señor es una amenaza y sus problemas psicológicos causados por su fealdad no justifican que intente ocasionar daños irreparables a sus pacientes.
Padezco un trastorno de personalidad, el límite, también conocido como borderline. Había perdido la voluntad de vivir pero es posible que empiece a recuperarla; ya no soy joven, pero todavía estoy a tiempo.
lunes, 29 de abril de 2013
Gustavo Marín Pérez, el problema de la fealdad
Acudí por primera vez a este médico psiquiatra cuando tenía su consultorio en Marsella, detrás de una gasolinera muy cerca de la glorieta de Niños Héroes, a mediados de 1990. Yo contaba con 26 años y mi realidad era muy difícil, pues no trabajaba y pasaba el tiempo encerrado en mi habitación estudiando materias de ingeniería e inglés, con intención de regresar a la universidad a concluir mi licenciatura.
El día que lo conocí, acudí acompañado de mi madre porque unos días antes se había presentado una crisis muy dolorosa, sin que nadie de mi familia supiera que padecía de un trastorno de personalidad muy grave. En la primera cita, Gustavo Marín me dijo que era necesario que siguiéramos viéndonos esa semana pues mi estado era delicado. En los meses que siguieron, este señor me dijo que yo era un intelectual y cuando yo daba a entender que estaba mal, él preguntaba por qué y me insistía en que yo era normal; no contaba yo con ningún elemento para sospechar que este señor era un incompetente que no iba a servir para nada, pues mi trastorno de personalidad (que a todas luces él no identificó), está considerado como muy grave.
No me importó su fealdad física, pues como hombre, no le doy importancia a esos asuntos cuando trato con otros hombres; sin embargo, con el paso de los años, me di cuenta de que ese aspecto físico tan horrible de este señor, sería un factor decisivo en su mal desempeño y en su perversidad.
El señor presentaba una estatura mediana, con un cuerpo de una genética muy pobre en su morfología, en su escasa masa muscular y en su espalda angosta y su cintura inexistente. Además, siendo un hombre relativamente joven, presentaba una calvicie sobre un rostro horrendo, de ojos saltones y facciones equiparables a las de un reptil. He llegado a deducir que en su caso, como en el de muchos otros profesionales de la salud mental, los traumas ocasionados desde la más temprana infancia por el rechazo, las burlas y los ataques frecuentes de otras personas, llevaron a este individuo a desarrollar problemas psicológicos que no pudo enfrentar y superar y como una reacción, decidió estudiar medicina y especializarse en psiquiatría, en el estudio de las enfermedades mentales, obviamente sin tener conciencia de sus propias patologías, verdaderamente muy graves. La fealdad de este señor era ya repulsiva en ese entonces.
Después de unos meses de tratamiento fallido (porque los medicamentos que me daban no eran los indicados para tratar mi trastorno de personalidad), abandoné la terapia con este inútil porque entre otras cosas, a diferencia de antes que había afirmado numerosas veces que yo era un intelectual, comenzó a tratarme como a un embustero que afirma haber estudiado sin que eso sea cierto. El episodio de esa última consulta me dejó muy frustrado y con un mal recuerdo. Eso ocurrió a finales de 1990.
El día que lo conocí, acudí acompañado de mi madre porque unos días antes se había presentado una crisis muy dolorosa, sin que nadie de mi familia supiera que padecía de un trastorno de personalidad muy grave. En la primera cita, Gustavo Marín me dijo que era necesario que siguiéramos viéndonos esa semana pues mi estado era delicado. En los meses que siguieron, este señor me dijo que yo era un intelectual y cuando yo daba a entender que estaba mal, él preguntaba por qué y me insistía en que yo era normal; no contaba yo con ningún elemento para sospechar que este señor era un incompetente que no iba a servir para nada, pues mi trastorno de personalidad (que a todas luces él no identificó), está considerado como muy grave.
No me importó su fealdad física, pues como hombre, no le doy importancia a esos asuntos cuando trato con otros hombres; sin embargo, con el paso de los años, me di cuenta de que ese aspecto físico tan horrible de este señor, sería un factor decisivo en su mal desempeño y en su perversidad.
El señor presentaba una estatura mediana, con un cuerpo de una genética muy pobre en su morfología, en su escasa masa muscular y en su espalda angosta y su cintura inexistente. Además, siendo un hombre relativamente joven, presentaba una calvicie sobre un rostro horrendo, de ojos saltones y facciones equiparables a las de un reptil. He llegado a deducir que en su caso, como en el de muchos otros profesionales de la salud mental, los traumas ocasionados desde la más temprana infancia por el rechazo, las burlas y los ataques frecuentes de otras personas, llevaron a este individuo a desarrollar problemas psicológicos que no pudo enfrentar y superar y como una reacción, decidió estudiar medicina y especializarse en psiquiatría, en el estudio de las enfermedades mentales, obviamente sin tener conciencia de sus propias patologías, verdaderamente muy graves. La fealdad de este señor era ya repulsiva en ese entonces.
Después de unos meses de tratamiento fallido (porque los medicamentos que me daban no eran los indicados para tratar mi trastorno de personalidad), abandoné la terapia con este inútil porque entre otras cosas, a diferencia de antes que había afirmado numerosas veces que yo era un intelectual, comenzó a tratarme como a un embustero que afirma haber estudiado sin que eso sea cierto. El episodio de esa última consulta me dejó muy frustrado y con un mal recuerdo. Eso ocurrió a finales de 1990.
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