viernes, 19 de agosto de 2016

Viernes, termina la semana laboral y es día de pago; cansancio y hastío


Viernes 19 de agosto de 2016
Es la una de la tarde y la oficina se queda casi vacía porque mis compañeros salen a comer. Llevo seis horas en la oficina y ese parece un número suficiente para una jornada de trabajo, pero no soy yo quien decide la duración de la misma.

Faltan tres horas y media para que pueda retirarme y en ese tiempo no voy a trabajar mucho, traduciré unas pocas páginas más y trataré de hacer algo que me haga sentir bien. Dispongo de una hora para comer, normalmente de 2:30 a 3:30 pm, y mientras hago mi trabajo procuro plasmar con palabras mi estado anímico y físico.

El día de hoy siento un tremendo cansancio físico, tengo la sensación de que hay mucho tejido adiposo sobre mi cintura (sí lo hay, pero mi percepción es exagerada), siento que mi peso corporal es muy alto, siento cansancio muscular en los brazos y en las piernas y un malestar generalizado. Me preocupa un poco este cansancio pues no se debe a que me haya ejercitado mucho, de hecho he hecho muy poco uso de mi bicicleta de carreras y mi actividad consiste más bien en caminar una parte del trayecto de mi casa al trabajo y de regreso. He dejado de pasear a mis perritas Lola y Helga y eso me hace sentir mal, pues siento que les estoy fallando.

Tampoco puedo atribuir ese cansancio a falta de sueño, pues si bien no duermo las horas que yo quisiera (siete) tampoco duermo poco, el promedio debe andar arriba de seis horas diarias. Vivo pensando en mis enemigos, en David el individuo miserable y pendejo que me asestó una puñalada por la espalda hace 18 años, en mi difunto padre y la clase de basura que era y con una frecuencia creciente en Enrique, el esposo de mi hermana Yolanda.

Ese pedazo de pendejo escribió en su cuenta de twitter que la “lástima y conmiseración también tienen un límite”, refiriéndose a mí. Y no entiendo bien por qué me afecta tanto la expresión de locura de un despreciable vividor. La semana pasada pasé una hora y media platicando con Laura, mi querida amiga y le dije que este individuo no niega la cruz de su parroquia, que tiene el aspecto de un padrote. El domingo 14 de agosto, mi hermana Yolanda cumplió 23 años de casada y no sé qué pasa por su mente, ni tengo manera de averiguarlo, cuando mira hacia atrás y contempla casi la mitad de su vida en compañía de un individuo improductivo y estéril, mentalmente débil e incapaz de superar su pobreza intelectual, moral y económica. Yolanda me ha agredido y me ha lastimado, pero el afecto que siempre he sentido por ella todavía está presente.

Hace 26 años (la mitad de mi edad actual), mi hermana Verónica (que murió hace diez años) tenía 17 (se acercaba a los 18) y trajo a nuestra familia a esos hermanos Marlon y Enrique. Marlon (nombre ridículo en nuestra cultura) era su novio y con él se embarazó y en agosto de 1991 se fue del hogar paterno para tener a su bebé en Baja California. Mi sobrino Marlon (a quien afectuosamente llamo “Monstrillo”) nació en noviembre de 1991 cuando Verónica acababa de cumplir 19 años y ese evento llevó a Yolanda a conocer a Enrique. Es fácil darse cuenta de la devastación que causó la relación tan destructiva de nuestros padres en cada uno de sus hijos. En el caso de mi hermana Yolanda, a los 23 años que tenía en 1991, pese a tener una buena presencia física y haber sido muy buena estudiante durante todos sus años de escuela, carecía absolutamente de autoestima y se sentía “quedada, sola y amargada” por no tener pareja y por tanto no contar con posibilidades de casarse y formar una familia.

Fueron esos sentimientos de tristeza y desesperación lo que la llevaron a fijarse en Enrique, un individuo que no quiso estudiar más que primaria y que ni siquiera contaba con un empleo. El asunto es que yo no soy responsable de los problemas psicológicos de mi hermana Yolanda y mucho menos de los de su esposo, y durante 23 años he sido blanco de los ataques de ambos.

Mientras escribo esto, pienso en la posibilidad de que el cansancio crónico que siento pueda deberse a esa atención excesiva que le doy a las malas acciones de otras personas, en lugar de trazarme un proyecto de vida y ver la manera de ir en su búsqueda.

lunes, 1 de agosto de 2016

¿Habrá llegado el momento de sanar?


En este momento peso 85 kg con 1.78 m de estatura (sin zapatos, con zapatos mido 1.80) y a mis 52 años tengo el mayor peso de toda mi vida, aunque curiosamente si tengo sobrepeso, este no es evidente. No tengo el abdomen plano, pero vestido esto no se nota.

Hace ocho o nueve años adopté al leopardo como mi álter ego, ahora lo he cambiado por el oso, parece ser más congruente con mi corpulencia actual y el hecho de que mi madre es un osito dormilón.

De alguna manera los últimos días transcurridos han sido más apacibles, pues he sentido una tranquilidad desacostumbrada que no implica solamente la ausencia de estallidos de furia, sino al mismo tiempo, el miedo (irracional y sin causa aparente la mayor parte del tiempo) no está presente y eso facilita mucho el transcurrir del tiempo y me da una mejor calidad de vida.

He sentido, sin poder explicar esto de una manera racional, que David, mi enemigo, ha muerto o que está arruinado para siempre, pero reconozco que muchas veces este tipo de vivencias no guardan ninguna relación con la realidad. Este mal individuo ha ocupado mis pensamientos durante los últimos 18 años porque al pegarme por la espalda inició un proceso que continuó mi padre y que estuvo muy cerca de destruirme y provocó pérdidas que han parecido gigantescas e imposibles de recuperar. El monstruo imbécil que tuve por padre me pegó por la espalda (como había hecho numerosas veces a lo largo de mis 34 años que tenía en ese entonces) pretendiendo que en esa ciudad a la que me fui buscando un empleo (Tijuana) sobreviviera lavando carros. La estupidez de ese mutante borracho no conocía límites.

El hecho es que ese empleo que perdí porque desperté la envidia de David, hiriendo su narcisismo, fue como una mutilación porque era una ocupación que me permitía ganarme la vida con un ingreso muy respetable (el de un profesionista) y era el resultado de muchos años de esfuerzo, no me había caído nada del cielo. Una vez que lo hube perdido, caí en una pobreza que provocaba un sufrimiento muy profundo porque no me permitía vivir como un adulto ni procurarme nada que no fuera la satisfacción de mis necesidades más básicas. Parte de lo más doloroso fue cómo me imposibilitó establecer una relación de pareja con una mujer, pues no tendría nada que ofrecerle.

Al mismo tiempo, vivir dependiendo de otra persona siendo un adulto, me colocaba en una situación vergonzosa y me obligaba a vivir mintiendo. Años más tarde traté de recuperar lo que había perdido regresando a la maquiladora electrónica entrando como operador, buscando una oportunidad en algo mejor una vez adentro, pero pese a que hice todo bien, todo salió mal. Por segunda vez en mi existencia, perdí la voluntad de vivir.

Ahora, teniendo más de medio siglo de vida, he conseguido un empleo que disfruto en muy buena medida, que tiene que ver con conocer un idioma extranjero, que tiene que ver con traducir y redactar y con conocimientos que adquirí cuando me esforcé tratando de convertirme en un ingeniero.

Mis ingresos son bajos y las probabilidades de que esto cambie no son muchas y esto me provocó recurrentes crisis en el pasado reciente (hace unos cuantos meses) pues me resultaba imposible no pensar en qué hubiera pasado si hubiera trabajado todos esos años en que no tuve un empleo y lo diferente que sería mi vida, toda la injusticia que no habría presente en mi vida y todo el sufrimiento que me hubiera ahorrado.

Mi padre me humilló desde mi más temprana infancia hasta el día que murió, que yo contaba con 43 años. Mi hermana menor murió hace diez años y mis hermanas Mónica y Yolanda me han atacado haciéndome sentir el dolor de vivir en la indefensión.

En este momento, a quince meses de haber conseguido este empleo que ha cambiado mi vida tengo ante mí una disyuntiva: prolongar el sufrimiento de una pesadilla que se prolongó muchos años, o despertar para empezar a llevar una vida plena. Si opto por lo segundo, deberé dejarle al destino que haga justicia, o que ponga las cosas en su lugar. Es curioso que ahora que ya no soy joven estoy bastante conforme con mi aspecto y con mi desempeño físico y en la edad madura no temo al paso del tiempo y a la ineludible llegada de la vejez, que podría ser una época de plenitud porque podría consolidarse lo que pueda haber aprendido en mi vida, que definitivamente no ha sido inútil.

Es posible que haya llegado el momento de sanar.