El sábado 15 de Julio de 1995, me levanté temprano y salí de la casa a las seis para hacer un recorrido de tres horas en bicicleta. Tenía 31 años de edad y estaba viviendo el peor año de mi vida.
Durante la noche había tenido un sueño en el que me veía sufriendo un accidente. Durante el tiempo de recorrido, tuve la sensación de que la bicicleta iba a sufrir un desperfecto que provocaría una caída. Curiosamente, mi bicicleta estaba perfectamente bien.
Cerca de las nueve de la mañana, cuando ya venía de regreso, circulaba por Av. Vallarta, dirección periférico-los cubos, cuando al pasar casi por el lugar donde está Wal-Mart y Sams, tomé la lateral (venía muy rápido) y no vi un charco de aceite de motor. Un carro venía saliendo de una calle transversal a Vallarta, pero no se me atravesó, frenó para cederme el paso. Cuando mis llantas pisaron el aceite, mi bicicleta cambió de dirección y fui a estrellarme contra ese auto.
Los ocupantes del auto bajaron y me ayudaron a levantarme. Dejé mi golpeada bicicleta en casa de un amigo que vivía a una cuadra de allí, y en el vehículo contra el que choqué, me llevaron a una unidad de Cruz Verde, en Las Águilas, escoltados por un agente de tránsito en motocicleta.
El golpe se sentía muy aparatoso y yo sabía que estaba fracturado. La radiografía mostró la clavícula rota, pero sin que yo lo supiera, me había roto también los ligamentos del hombro derecho. Me enteraría de esto seis semanas más tarde, cuando dejé el cabestrillo porque me clavícula había sanado.
Tres días después de este desafortunado incidente, el martes 18 de julio, viendo un noticiero de televisión, me enteré de que un ciclista había muerto en el Tour de Francia. Pensé entonces que yo con mi accidente no grave tenía solo una fractura simple y me consideré afortunado.
Fabio Casartelli, ciclista italiano, campeón olímpico en 1992 en Barcelona, ganador de la prueba de ruta ahora convertido en profesional y corriendo con el equipo Motorola (en el que militaba Lance Armstrong antes del cáncer y del doping), había muerto a tres semanas de cumplir 25 años.
Esta es su historia.
Padezco un trastorno de personalidad, el límite, también conocido como borderline. Había perdido la voluntad de vivir pero es posible que empiece a recuperarla; ya no soy joven, pero todavía estoy a tiempo.
miércoles, 4 de diciembre de 2013
lunes, 3 de junio de 2013
Cambios drásticos en mi existencia cotidiana
Desde principios de noviembre del 2012, dejé de vivir solo porque el esposo de mi hermana Yolanda llegó a vivir a mi casa. Un mes y cacho más tarde, llegó el resto de su familia, es decir, mi hermana con dos de sus tres hijos y mi mamá y dos perros miniatura (Chihuahua).
Indudablemente, ha sido un cambio positivo porque vivir solo implicaba vivir con dificultades muy serias, principalmente por mi escasez de recursos, por la naturaleza de mi trabajo (que no abunda), y por la soledad que implicaba tener 48 años carente de pareja y un círculo social. Me he dado cuenta de que mi problema de salud mental me ha llevado a cometer suicidio social.
Ahora, mi pobreza material es menor e incluso tengo televisión privada e internet en casa, si bien, si he de hablar con la verdad, diría que si me dieran a escoger entre internet y televisión privada, preferiría tener libros. Libros que en este momento no puedo comprar por mi falta de recursos.
Y si de hablar con la verdad se trata, debo confesar que mi vida no tiene rumbo, no va a ninguna parte. Hace años me di por vencido, no sé exactamente cuándo y he vivido esperando que se acabe mi existencia. Pero lo que quería expresar, es que durante estos días se ha intensificado una situación incómoda en mi casa, que involucra a mi hermana, su esposo y mi mamá. En menor medida involucra también a Paola, la mayor de mis dos sobrinas.
Mi hermana cumplirá en agosto 20 años de casada. Veinte años que han sido más bien de pobreza porque se casó con un individuo sin estudios, que no sabe trabajar y que ni le gusta ni le interesa ser productivo, asumir el papel de hombre y ganarse la vida y mantener a su familia. Durante sus casi veinte años de matrimonio, este señor ha trabajado unos dos (es decir, la décima parte), y el resto del tiempo ha estado viviendo del trabajo de mi hermana. Es un cínico y si eso no fuera suficiente, le gusta la intriga y carece del mínimo sentido de lo que es la decencia.
Mi hermana llegó hoy de trabajar, con el cansancio que implica su horario (de capacitación en este momento) de ocho de la mañana a seis de la tarde, y después de salir a hacer milagros con el poquísimo dinero con que cuenta, regresó a comer y lavar los trastes, porque su esposo no hizo nada en casa; nada productivo, quiero decir. No hizo nada que no fuera meterse a internet a sus redes sociales y ver la televisión y dormitar y hacerse pendejo.
El esposo de mi hermana le ha fallado a su familia miserablemente y no satisfecho con eso, cuando mi hermana llega le da quejas de mi mamá, que son en el mejor de los casos exageraciones, o en el peor de los casos, falsedades.
Es natural que a mi madre le duela ver a una hija de casi 45 años rompiéndose la espalda, llevando ella sola la carga económica de una familia, mientras su esposo vive en la irresponsabilidad, en la holganza y en la falta de vergüenza. Mi mamá no tendría porque disimular su disgusto por un yerno mantenido y vividor y si ese señor tuviera tantita vergüenza, se pondría a trabajar y dejaría de hacerse el digno.
No puedo sentir nada más que desprecio por un miserable como el esposo de mi hermana, muy hábil cuando se trata de intrigar contra otras personas a las que no puede engañar.
Indudablemente, ha sido un cambio positivo porque vivir solo implicaba vivir con dificultades muy serias, principalmente por mi escasez de recursos, por la naturaleza de mi trabajo (que no abunda), y por la soledad que implicaba tener 48 años carente de pareja y un círculo social. Me he dado cuenta de que mi problema de salud mental me ha llevado a cometer suicidio social.
Ahora, mi pobreza material es menor e incluso tengo televisión privada e internet en casa, si bien, si he de hablar con la verdad, diría que si me dieran a escoger entre internet y televisión privada, preferiría tener libros. Libros que en este momento no puedo comprar por mi falta de recursos.
Y si de hablar con la verdad se trata, debo confesar que mi vida no tiene rumbo, no va a ninguna parte. Hace años me di por vencido, no sé exactamente cuándo y he vivido esperando que se acabe mi existencia. Pero lo que quería expresar, es que durante estos días se ha intensificado una situación incómoda en mi casa, que involucra a mi hermana, su esposo y mi mamá. En menor medida involucra también a Paola, la mayor de mis dos sobrinas.
Mi hermana cumplirá en agosto 20 años de casada. Veinte años que han sido más bien de pobreza porque se casó con un individuo sin estudios, que no sabe trabajar y que ni le gusta ni le interesa ser productivo, asumir el papel de hombre y ganarse la vida y mantener a su familia. Durante sus casi veinte años de matrimonio, este señor ha trabajado unos dos (es decir, la décima parte), y el resto del tiempo ha estado viviendo del trabajo de mi hermana. Es un cínico y si eso no fuera suficiente, le gusta la intriga y carece del mínimo sentido de lo que es la decencia.
Mi hermana llegó hoy de trabajar, con el cansancio que implica su horario (de capacitación en este momento) de ocho de la mañana a seis de la tarde, y después de salir a hacer milagros con el poquísimo dinero con que cuenta, regresó a comer y lavar los trastes, porque su esposo no hizo nada en casa; nada productivo, quiero decir. No hizo nada que no fuera meterse a internet a sus redes sociales y ver la televisión y dormitar y hacerse pendejo.
El esposo de mi hermana le ha fallado a su familia miserablemente y no satisfecho con eso, cuando mi hermana llega le da quejas de mi mamá, que son en el mejor de los casos exageraciones, o en el peor de los casos, falsedades.
Es natural que a mi madre le duela ver a una hija de casi 45 años rompiéndose la espalda, llevando ella sola la carga económica de una familia, mientras su esposo vive en la irresponsabilidad, en la holganza y en la falta de vergüenza. Mi mamá no tendría porque disimular su disgusto por un yerno mantenido y vividor y si ese señor tuviera tantita vergüenza, se pondría a trabajar y dejaría de hacerse el digno.
No puedo sentir nada más que desprecio por un miserable como el esposo de mi hermana, muy hábil cuando se trata de intrigar contra otras personas a las que no puede engañar.
viernes, 10 de mayo de 2013
10 de mayo, día de las madres
Ser madre implica una gran responsabilidad. Eso parece una obviedad, pero tiene tantas vertientes.
Una mujer que tiene hijos, tiene la obligación de identificar a un mal esposo, a un mal padre, a un compañero que ejerce la violencia intrafamiliar y actuar en consecuencia. Si no lo hace, se convierte en cómplice y el daño que hace es por lo menos tan grande como el que hace su esposo, el padre de sus hijos, si no mayor.
Una de las consecuencias más grandes que han tenido los libros de Carlos Cuauhtémoc Sánchez (la última oportunidad, volar sobre el pantano, un grito desesperado; todas esas porquerías) es difundir la idea de que la violencia intrafamiliar no existe, que es la voluntad de Dios que el hombre asuma el papel de jefe de familia. Asumir tal papel no implica atropellar los derechos de sus hijos y mucho menos dañarlos irremediablemente.
Todo esto viene a cuento porque en días como hoy, 10 de mayo, si bien se celebra a muchas mujeres que lo merecen por lo mucho que hacen por sus hijos, se pierde de vista que muchas otras (lo que se llama muchas), al no asumir su responsabilidad ante un esposo violento y abusivo, contribuyen a perpetuar un daño que pasa de generación en generación y asegura la continuación de un muy destructivo sistema familiar misógino, de una cultura patriarcal que destruye las vidas de muchos que involuntariamente se ven involucrados.
Una mujer que tiene hijos, tiene la obligación de identificar a un mal esposo, a un mal padre, a un compañero que ejerce la violencia intrafamiliar y actuar en consecuencia. Si no lo hace, se convierte en cómplice y el daño que hace es por lo menos tan grande como el que hace su esposo, el padre de sus hijos, si no mayor.
Una de las consecuencias más grandes que han tenido los libros de Carlos Cuauhtémoc Sánchez (la última oportunidad, volar sobre el pantano, un grito desesperado; todas esas porquerías) es difundir la idea de que la violencia intrafamiliar no existe, que es la voluntad de Dios que el hombre asuma el papel de jefe de familia. Asumir tal papel no implica atropellar los derechos de sus hijos y mucho menos dañarlos irremediablemente.
Todo esto viene a cuento porque en días como hoy, 10 de mayo, si bien se celebra a muchas mujeres que lo merecen por lo mucho que hacen por sus hijos, se pierde de vista que muchas otras (lo que se llama muchas), al no asumir su responsabilidad ante un esposo violento y abusivo, contribuyen a perpetuar un daño que pasa de generación en generación y asegura la continuación de un muy destructivo sistema familiar misógino, de una cultura patriarcal que destruye las vidas de muchos que involuntariamente se ven involucrados.
lunes, 29 de abril de 2013
Gustavo Marín Pérez, perverso de fealdad repulsiva
En algún momento, en el año 1993, con 29 años de edad, decidí buscar atención psiquiátrica porque sospechaba que algo no andaba bien conmigo. Mi realidad seguía siendo anormal pues no trabajaba e incluso había dejado de estudiar como autodidacta y mis únicas ocupaciones eran pasear a mis perros y hacer ejercicio en mi bicicleta.
Gustavo Marín me reconoció a medias, ahora en su consultorio en Lázaro Cárdenas, cerca de la calle Tonatzin y continuamos el tratamiento médico. Seguí tomando antidepresivos y medicamentos que no sé para qué son, como el transmetil y el haldol de canoas. Lo que sí sé, es que no eran los indicados para mi trastorno de personalidad que se componen de un estabilizador del estado de ánimo y un antipsicótico además de un antidepresivo si hace falta. Ese año, en agosto, se casó una de mis hermanas y con motivo de la boda, nos visitó en casa una prima diez años más joven que yo a la que no había visto en muchos años. Su visita me llevó a confesarle a mis padres que había abandonado la universidad (privada) sin haber concluido mi licenciatura, cosa que antes consulté con mi médico psiquiatra.
Mi padre accedió a facilitarme el dinero para concluir mis estudios y en enero de 1994, a tres meses de cumplir 30 años, regresé a las aulas. Los siguientes tres semestres, fueron de fracasos progresivos (al principio no muy evidentes) y en verano de 1995, con 31 años, abandoné por segunda vez mis estudios sin siquiera haber pagado la colegiatura del último semestre.
Le reclamé a este psiquiatra incompetente y él se mostró muy interesado en seguirme tratando. Para ese entonces, ya había tenido serios problemas con él por informaciones falsas que había dado a mi madre y actitudes absolutamente reprobables en un psiquiatra. En julio de ese año, comencé a ver a otro médico psiquiatra, Flavio Miramontes Montoya y la misma semana que lo vi por primera vez, sufrí un accidente en la bicicleta y me rompí la clavícula por segunda vez.
La atención de Flavio Miramontes no me resultaba satisfactoria y en octubre acudí otra vez a Marín una tarde de viernes, con ideas suicidas y desesperado por un asunto romántico con una paciente de él. Gustavo Marín me dejó irme a mi casa en un estado lamentable y la siguiente semana acudí con mi madre a su consultorio a reclamarle. Después de unos veinte minutos de discutir con este individuo horrendo, salí del consultorio y me fui, cometiendo el grave error de dejar a mi madre con él. Gustavo Marín Pérez, le dijo a mi madre que yo tenía intenciones de atacar físicamente y asesinar a un vecino con el que había tenido problemas (la verdad es que yo no tenía ni siquiera intenciones de agarrarme a golpes con él y soy el tipo de personas que solamente mata moscas y cucarachas), y que ella iba a ser responsable penalmente cuando eso ocurriera.
En Gustavo Marín Pérez, el psiquiatra horrendo, afloró entonces su perversidad y le dio a mi mamá un papel en el que afirmaba que yo padecía una psicosis que me convertía en un individuo peligroso para que me internara en el psiquiátrico de San Juan de Dios en Zapopan, a donde él iría a medicarme. Por supuesto, mi mamá no le hizo caso y cambié de médico psiquiatra.
No me parece descabellado imaginar que Gustavo Marín Pérez me quería inerme como paciente, para someterme a su maldad y a su perversidad como un paciente atendido por un individuo perverso y maldito.
Me parece que este señor es una amenaza y sus problemas psicológicos causados por su fealdad no justifican que intente ocasionar daños irreparables a sus pacientes.
Gustavo Marín me reconoció a medias, ahora en su consultorio en Lázaro Cárdenas, cerca de la calle Tonatzin y continuamos el tratamiento médico. Seguí tomando antidepresivos y medicamentos que no sé para qué son, como el transmetil y el haldol de canoas. Lo que sí sé, es que no eran los indicados para mi trastorno de personalidad que se componen de un estabilizador del estado de ánimo y un antipsicótico además de un antidepresivo si hace falta. Ese año, en agosto, se casó una de mis hermanas y con motivo de la boda, nos visitó en casa una prima diez años más joven que yo a la que no había visto en muchos años. Su visita me llevó a confesarle a mis padres que había abandonado la universidad (privada) sin haber concluido mi licenciatura, cosa que antes consulté con mi médico psiquiatra.
Mi padre accedió a facilitarme el dinero para concluir mis estudios y en enero de 1994, a tres meses de cumplir 30 años, regresé a las aulas. Los siguientes tres semestres, fueron de fracasos progresivos (al principio no muy evidentes) y en verano de 1995, con 31 años, abandoné por segunda vez mis estudios sin siquiera haber pagado la colegiatura del último semestre.
Le reclamé a este psiquiatra incompetente y él se mostró muy interesado en seguirme tratando. Para ese entonces, ya había tenido serios problemas con él por informaciones falsas que había dado a mi madre y actitudes absolutamente reprobables en un psiquiatra. En julio de ese año, comencé a ver a otro médico psiquiatra, Flavio Miramontes Montoya y la misma semana que lo vi por primera vez, sufrí un accidente en la bicicleta y me rompí la clavícula por segunda vez.
La atención de Flavio Miramontes no me resultaba satisfactoria y en octubre acudí otra vez a Marín una tarde de viernes, con ideas suicidas y desesperado por un asunto romántico con una paciente de él. Gustavo Marín me dejó irme a mi casa en un estado lamentable y la siguiente semana acudí con mi madre a su consultorio a reclamarle. Después de unos veinte minutos de discutir con este individuo horrendo, salí del consultorio y me fui, cometiendo el grave error de dejar a mi madre con él. Gustavo Marín Pérez, le dijo a mi madre que yo tenía intenciones de atacar físicamente y asesinar a un vecino con el que había tenido problemas (la verdad es que yo no tenía ni siquiera intenciones de agarrarme a golpes con él y soy el tipo de personas que solamente mata moscas y cucarachas), y que ella iba a ser responsable penalmente cuando eso ocurriera.
En Gustavo Marín Pérez, el psiquiatra horrendo, afloró entonces su perversidad y le dio a mi mamá un papel en el que afirmaba que yo padecía una psicosis que me convertía en un individuo peligroso para que me internara en el psiquiátrico de San Juan de Dios en Zapopan, a donde él iría a medicarme. Por supuesto, mi mamá no le hizo caso y cambié de médico psiquiatra.
No me parece descabellado imaginar que Gustavo Marín Pérez me quería inerme como paciente, para someterme a su maldad y a su perversidad como un paciente atendido por un individuo perverso y maldito.
Me parece que este señor es una amenaza y sus problemas psicológicos causados por su fealdad no justifican que intente ocasionar daños irreparables a sus pacientes.
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Gustavo Marín Pérez, el problema de la fealdad
Acudí por primera vez a este médico psiquiatra cuando tenía su consultorio en Marsella, detrás de una gasolinera muy cerca de la glorieta de Niños Héroes, a mediados de 1990. Yo contaba con 26 años y mi realidad era muy difícil, pues no trabajaba y pasaba el tiempo encerrado en mi habitación estudiando materias de ingeniería e inglés, con intención de regresar a la universidad a concluir mi licenciatura.
El día que lo conocí, acudí acompañado de mi madre porque unos días antes se había presentado una crisis muy dolorosa, sin que nadie de mi familia supiera que padecía de un trastorno de personalidad muy grave. En la primera cita, Gustavo Marín me dijo que era necesario que siguiéramos viéndonos esa semana pues mi estado era delicado. En los meses que siguieron, este señor me dijo que yo era un intelectual y cuando yo daba a entender que estaba mal, él preguntaba por qué y me insistía en que yo era normal; no contaba yo con ningún elemento para sospechar que este señor era un incompetente que no iba a servir para nada, pues mi trastorno de personalidad (que a todas luces él no identificó), está considerado como muy grave.
No me importó su fealdad física, pues como hombre, no le doy importancia a esos asuntos cuando trato con otros hombres; sin embargo, con el paso de los años, me di cuenta de que ese aspecto físico tan horrible de este señor, sería un factor decisivo en su mal desempeño y en su perversidad.
El señor presentaba una estatura mediana, con un cuerpo de una genética muy pobre en su morfología, en su escasa masa muscular y en su espalda angosta y su cintura inexistente. Además, siendo un hombre relativamente joven, presentaba una calvicie sobre un rostro horrendo, de ojos saltones y facciones equiparables a las de un reptil. He llegado a deducir que en su caso, como en el de muchos otros profesionales de la salud mental, los traumas ocasionados desde la más temprana infancia por el rechazo, las burlas y los ataques frecuentes de otras personas, llevaron a este individuo a desarrollar problemas psicológicos que no pudo enfrentar y superar y como una reacción, decidió estudiar medicina y especializarse en psiquiatría, en el estudio de las enfermedades mentales, obviamente sin tener conciencia de sus propias patologías, verdaderamente muy graves. La fealdad de este señor era ya repulsiva en ese entonces.
Después de unos meses de tratamiento fallido (porque los medicamentos que me daban no eran los indicados para tratar mi trastorno de personalidad), abandoné la terapia con este inútil porque entre otras cosas, a diferencia de antes que había afirmado numerosas veces que yo era un intelectual, comenzó a tratarme como a un embustero que afirma haber estudiado sin que eso sea cierto. El episodio de esa última consulta me dejó muy frustrado y con un mal recuerdo. Eso ocurrió a finales de 1990.
El día que lo conocí, acudí acompañado de mi madre porque unos días antes se había presentado una crisis muy dolorosa, sin que nadie de mi familia supiera que padecía de un trastorno de personalidad muy grave. En la primera cita, Gustavo Marín me dijo que era necesario que siguiéramos viéndonos esa semana pues mi estado era delicado. En los meses que siguieron, este señor me dijo que yo era un intelectual y cuando yo daba a entender que estaba mal, él preguntaba por qué y me insistía en que yo era normal; no contaba yo con ningún elemento para sospechar que este señor era un incompetente que no iba a servir para nada, pues mi trastorno de personalidad (que a todas luces él no identificó), está considerado como muy grave.
No me importó su fealdad física, pues como hombre, no le doy importancia a esos asuntos cuando trato con otros hombres; sin embargo, con el paso de los años, me di cuenta de que ese aspecto físico tan horrible de este señor, sería un factor decisivo en su mal desempeño y en su perversidad.
El señor presentaba una estatura mediana, con un cuerpo de una genética muy pobre en su morfología, en su escasa masa muscular y en su espalda angosta y su cintura inexistente. Además, siendo un hombre relativamente joven, presentaba una calvicie sobre un rostro horrendo, de ojos saltones y facciones equiparables a las de un reptil. He llegado a deducir que en su caso, como en el de muchos otros profesionales de la salud mental, los traumas ocasionados desde la más temprana infancia por el rechazo, las burlas y los ataques frecuentes de otras personas, llevaron a este individuo a desarrollar problemas psicológicos que no pudo enfrentar y superar y como una reacción, decidió estudiar medicina y especializarse en psiquiatría, en el estudio de las enfermedades mentales, obviamente sin tener conciencia de sus propias patologías, verdaderamente muy graves. La fealdad de este señor era ya repulsiva en ese entonces.
Después de unos meses de tratamiento fallido (porque los medicamentos que me daban no eran los indicados para tratar mi trastorno de personalidad), abandoné la terapia con este inútil porque entre otras cosas, a diferencia de antes que había afirmado numerosas veces que yo era un intelectual, comenzó a tratarme como a un embustero que afirma haber estudiado sin que eso sea cierto. El episodio de esa última consulta me dejó muy frustrado y con un mal recuerdo. Eso ocurrió a finales de 1990.
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