Iniciaré esta entrada a blog señalando algo muy
importante. La intención al escribir sobre este asunto, la violencia perpetrada
en mi contra por burócratas del sector salud, no es Marcela. Esa psicóloga me
atendió desde enero de 2008 —mi padre, un narcisista maligno, psicópata, había
muerto unas semanas antes, un viernes 14 de diciembre de 2007, yo no fui a su
funeral, me negué a asistir a las exequias del peor enemigo que tuve jamás.
A partir de la
fecha en que murió mi padre, comencé a hacer uso de ese servicio de orientación
emocional, vía telefónica, prácticamente todos los días, de lunes a domingo,
porque la afectación por la violencia que él y mi madre (con la participación
de muchísimas personas) había dado lugar a una afectación muy grave. Mi hermana
menor, había muerto el último día de abril de 2006, tres días después de que yo
cumplí 42 años de edad. Es decir, ella murió un año y siete meses antes que
nuestro padre.
Esa hermana menor,
de nombre Verónica (1972-2006) y yo, fuimos dos de los cuatro hijos, en quienes
se concentró la violencia perpetrada por nuestro padre psicópata; ella no
sobrevivió.
La afectación de
la tortura psicológica que mi padre perpetró contra mí durante no menos de 40
años (yo contaba con 43 años y siete meses de edad cuando él murió) había
dañado tanto mi salud mental que provocó un trastorno muy grave, a la que
muchos hombres no habrían sobrevivido.
Vivir con hambre,
no contar si quiera con el dinero suficiente para comprar alimento y satisfacer
mi necesidad de ingesta calórica, me provocaba un sufrimiento terrible. Vivía
en soledad desde hacía años, sin atención médica, en un aislamiento muy
anómalo, patológico. Habiéndome convertido en un deportista a los 16 años,
(cerca de 28 años antes), no practicaba mi deporte (el ciclismo de ruta) porque
ello habría acelerado mi metabolismo, lo cual habría incrementado mi
sufrimiento por esa carencia de alimento.
Lo más doloroso después
de esa pobreza inmerecida (porque me había esforzado mucho durante años,
convirtiéndome en un autodidacta para superar mis graves deficiencias
académicas y aprender matemáticas, física y materias de ingeniería y así convertirme
en un individuo productivo, útil a la sociedad), lo más doloroso, era esa
soledad. Necesitaba alguien a quien amar.
La psicóloga
Marcela comenzó a atenderme cada día de lunes a viernes durante la tarde, vía
telefónica al comenzar ese año 2008. Su horario era de 14:30 a 21 h, los días
mencionados. Se dio una relación terapéutica en que psicóloga y paciente se
tomaron ciertas libertades y manifestaron una atracción mutua. Marcela me dijo
en algún momento, cuando yo me expresaba bien de una compañera suya —que
trabajaba turnos de noche, tres días por semana, de las 20 h de un día a las 8
h del día siguiente— me voy a poner
celosa.
Ahí comenzó un
romance telefónico. Marcela y yo nos vimos una sola vez, en persona, en esa
institución pública de salud mental. Fue el martes 29 de abril de 2008, dos
días después de que yo cumplí 44 años de edad. Al día siguiente, miércoles 30
de abril, se cumplirían dos años de la muerte de mi hermana Verónica, uno de
los acontecimientos más traumáticos de mi historia de vida.
Ella se incapacitó
unas semanas después por una lesión en un pie, regresó al cabo de un tiempo
breve, habiéndole dado un giro de 180 grados a su postura. Me dijo que ya no me
iba a atender, a menos que se tratara de una crisis, que yo me encontrara en
una situación de malestar muy severo, incluso en peligro de atentar contra mi
vida.
Mujer carente de
principios, de ética e incluso de pudor, Marcela manejó el asunto con la
deshonestidad que la caracteriza. Su reputación en esa institución era muy
mala, porque habiendo sido la asistente del primer director —un psiquiatra de
nombre Benjamín Becerra Rodríguez, de muy mala reputación— tal vez durante seis
años, había cometido todo tipo de abusos.
Yo la busqué con
desesperación, busqué su número telefónico en un directorio (todavía existía) y
le llamé a su casa. Al escuchar mi voz, ella colgó. Esto sucedió un sábado 28
de junio de 2008. Horas más tarde, sonó mi teléfono celular (básico). Al identificarme,
el cónyuge de esta psicóloga, me dijo quién era y me amenazó. Ella lo había
manipulado, haciéndose la víctima de acoso, induciendo a su esposo a cometer un
delito. Por supuesto, no le informó del romance telefónico que había mantenido
conmigo, mucho menos que me había planteado la posibilidad de iniciar una
relación de pareja y me había preguntado si estaría dispuesto a tener un hijo
con ella.
Yo reporté esto a
esa institución pública de salud mental el lunes siguiente, 30 de junio de
2008. Denuncié en la procuraduría del estado el delito de amenazas, ratifiqué
mi denuncia meses más tarde y se me ofreció atención como víctima de delito en
trabajo social (que no necesitaba), en atención psicológica (que ya había
iniciado, poco tiempo antes en una unidad de Cruz Verde) y atención
psiquiátrica, que acepté.
Se me brindó esa
atención psiquiátrica como víctima de delito entre noviembre de 2008 y
noviembre de 2009. De ahí, se me canalizó a una institución pública enorme, el
Hospital Civil Fray Antonio Alcalde. Esa es otra historia.
El nombre de la
médico psiquiatra que me atendió en el Instituto Jalisciense de Ciencias
Forenses durante ese periodo de doce meses, noviembre de 2008 a noviembre de
2009, es Georgina Quezada Luna. Ahí mismo se evaluó la afectación a mi salud
mental por el delito cometido en mi contra por esa psicóloga y su cónyuge. La
institución pública de salud mental donde sucedió todo eso, encubrió lo que
hizo esa psicóloga, algo que no sorprende a nadie que conozca la realidad de mi
país, y de la mayor parte del resto del mundo.
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