miércoles, 6 de agosto de 2025

El motivo de este escrito referente a las malas acciones de una psicóloga. Primera parte

 

Iniciaré esta entrada a blog señalando algo muy importante. La intención al escribir sobre este asunto, la violencia perpetrada en mi contra por burócratas del sector salud, no es Marcela. Esa psicóloga me atendió desde enero de 2008 —mi padre, un narcisista maligno, psicópata, había muerto unas semanas antes, un viernes 14 de diciembre de 2007, yo no fui a su funeral, me negué a asistir a las exequias del peor enemigo que tuve jamás.

A partir de la fecha en que murió mi padre, comencé a hacer uso de ese servicio de orientación emocional, vía telefónica, prácticamente todos los días, de lunes a domingo, porque la afectación por la violencia que él y mi madre (con la participación de muchísimas personas) había dado lugar a una afectación muy grave. Mi hermana menor, había muerto el último día de abril de 2006, tres días después de que yo cumplí 42 años de edad. Es decir, ella murió un año y siete meses antes que nuestro padre.

Esa hermana menor, de nombre Verónica (1972-2006) y yo, fuimos dos de los cuatro hijos, en quienes se concentró la violencia perpetrada por nuestro padre psicópata; ella no sobrevivió.

La afectación de la tortura psicológica que mi padre perpetró contra mí durante no menos de 40 años (yo contaba con 43 años y siete meses de edad cuando él murió) había dañado tanto mi salud mental que provocó un trastorno muy grave, a la que muchos hombres no habrían sobrevivido.

Vivir con hambre, no contar si quiera con el dinero suficiente para comprar alimento y satisfacer mi necesidad de ingesta calórica, me provocaba un sufrimiento terrible. Vivía en soledad desde hacía años, sin atención médica, en un aislamiento muy anómalo, patológico. Habiéndome convertido en un deportista a los 16 años, (cerca de 28 años antes), no practicaba mi deporte (el ciclismo de ruta) porque ello habría acelerado mi metabolismo, lo cual habría incrementado mi sufrimiento por esa carencia de alimento.

Lo más doloroso después de esa pobreza inmerecida (porque me había esforzado mucho durante años, convirtiéndome en un autodidacta para superar mis graves deficiencias académicas y aprender matemáticas, física y materias de ingeniería y así convertirme en un individuo productivo, útil a la sociedad), lo más doloroso, era esa soledad. Necesitaba alguien a quien amar.

La psicóloga Marcela comenzó a atenderme cada día de lunes a viernes durante la tarde, vía telefónica al comenzar ese año 2008. Su horario era de 14:30 a 21 h, los días mencionados. Se dio una relación terapéutica en que psicóloga y paciente se tomaron ciertas libertades y manifestaron una atracción mutua. Marcela me dijo en algún momento, cuando yo me expresaba bien de una compañera suya —que trabajaba turnos de noche, tres días por semana, de las 20 h de un día a las 8 h del día siguiente— me voy a poner celosa.

Ahí comenzó un romance telefónico. Marcela y yo nos vimos una sola vez, en persona, en esa institución pública de salud mental. Fue el martes 29 de abril de 2008, dos días después de que yo cumplí 44 años de edad. Al día siguiente, miércoles 30 de abril, se cumplirían dos años de la muerte de mi hermana Verónica, uno de los acontecimientos más traumáticos de mi historia de vida.

Ella se incapacitó unas semanas después por una lesión en un pie, regresó al cabo de un tiempo breve, habiéndole dado un giro de 180 grados a su postura. Me dijo que ya no me iba a atender, a menos que se tratara de una crisis, que yo me encontrara en una situación de malestar muy severo, incluso en peligro de atentar contra mi vida.

Mujer carente de principios, de ética e incluso de pudor, Marcela manejó el asunto con la deshonestidad que la caracteriza. Su reputación en esa institución era muy mala, porque habiendo sido la asistente del primer director —un psiquiatra de nombre Benjamín Becerra Rodríguez, de muy mala reputación— tal vez durante seis años, había cometido todo tipo de abusos.

Yo la busqué con desesperación, busqué su número telefónico en un directorio (todavía existía) y le llamé a su casa. Al escuchar mi voz, ella colgó. Esto sucedió un sábado 28 de junio de 2008. Horas más tarde, sonó mi teléfono celular (básico). Al identificarme, el cónyuge de esta psicóloga, me dijo quién era y me amenazó. Ella lo había manipulado, haciéndose la víctima de acoso, induciendo a su esposo a cometer un delito. Por supuesto, no le informó del romance telefónico que había mantenido conmigo, mucho menos que me había planteado la posibilidad de iniciar una relación de pareja y me había preguntado si estaría dispuesto a tener un hijo con ella.

Yo reporté esto a esa institución pública de salud mental el lunes siguiente, 30 de junio de 2008. Denuncié en la procuraduría del estado el delito de amenazas, ratifiqué mi denuncia meses más tarde y se me ofreció atención como víctima de delito en trabajo social (que no necesitaba), en atención psicológica (que ya había iniciado, poco tiempo antes en una unidad de Cruz Verde) y atención psiquiátrica, que acepté.

Se me brindó esa atención psiquiátrica como víctima de delito entre noviembre de 2008 y noviembre de 2009. De ahí, se me canalizó a una institución pública enorme, el Hospital Civil Fray Antonio Alcalde. Esa es otra historia.

El nombre de la médico psiquiatra que me atendió en el Instituto Jalisciense de Ciencias Forenses durante ese periodo de doce meses, noviembre de 2008 a noviembre de 2009, es Georgina Quezada Luna. Ahí mismo se evaluó la afectación a mi salud mental por el delito cometido en mi contra por esa psicóloga y su cónyuge. La institución pública de salud mental donde sucedió todo eso, encubrió lo que hizo esa psicóloga, algo que no sorprende a nadie que conozca la realidad de mi país, y de la mayor parte del resto del mundo.

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