martes, 31 de octubre de 2017

Enterarme de algo grave, de la mujer que amo


Me resulta difícil entender cómo alguien pudo haber participado en un hecho violento —de hecho un homicidio— y recordarlo y ser capaz de narrarlo sin sentimiento alguno, como si hubiera partido un tronco con un hacha.

¿Y el castigo? En circunstancias normales sería homicidio calificado y no sé qué más pues no soy jurista y no sé prácticamente nada de leyes.

Saber que en este país cerca del 100 % de los hechos delictivos quedan sin castigo hace más fácil aceptar que alguien mató a otro ser humano sin enfrentar ninguna consecuencia por ello.

Ahora que me encuentro tan cerca de esa persona, de esa mujer (que por añadidura es joven y hermosa) debería sentirme intranquilo, como si mi seguridad o mi integridad física estuvieran en riesgo.

Curiosamente esto no sucede. Haberme enterado de que esta bella mujer privó de la vida a otra persona (algo que sucedió hace menos de 24 horas, enterarme quiero decir) me ha hecho reflexionar sobre mí mismo, sobre la clase de persona que soy y cuál es la razón por la que yo no he cometido un homicidio.

No sé cuántos años más voy a vivir, pero casi tengo la seguridad de que cuando mi vida haya terminado, me habré ido sin haber privado de la vida a ninguna otra persona. La pregunta es por qué.

Motivos no me han faltado. La violencia ha dominado mi vida casi desde el principio y de hecho, cuando tenía poco más de 20 años pensé muy seriamente en la necesidad más que en la posibilidad de matar a una persona muy cercana a mí, ante el peligro de que ese mal individuo me matara a mí o me condujera a perder la razón, a volverme loco. Sobra decir que no lo hice.

No creo en Dios, no creo que exista un infierno ni que la gente sea castigada por ningún ser superior cuando hace algo malo, pero de alguna manera pienso que cuando un individuo hace algo malo, tendrá que enfrentar consecuencias y no podrá escapar de ello. Aclaro que mi motivación para no matar no es el miedo, pues como mencionaba antes, hay buenas posibilidades de salir impune, sino más bien, una certeza de que obrar mal no es otra cosa que una señal de debilidad y hacer lo contrario, optar por el bien, constituye una señal de fortaleza.

Mientras escribo esto me viene a la mente la obra de Dostoyevsky “Crimen y castigo”, si bien no sé por qué, pues jamás la he leído; pero estoy divagando más de la cuenta, volvamos a esa mujer con la que ahora estoy profundamente involucrado.

Cuando la miraba con una admiración y un afecto que me resultaba imposible disimular, en el camión al regresar a casa del trabajo, sabía que había algo en ella que la hacía diferente de otras mujeres jóvenes, o de cualquier edad, pero no podía definir qué era. Al bajar del camión, después de haber dormitado (esto sucedía con mucha frecuencia), Ana miraba a su alrededor buscando orientarse y una vez que sabía bien dónde estaba comenzaba a caminar muy rápidamente hacia el puente peatonal para ascender muy ágilmente mientras yo proseguía mi camino.

En sus movimientos se percibía una coordinación de alta eficiencia, como la que se observa en deportistas de alto rendimiento. De hecho, si alguien me hubiera dicho que se trataba de una atleta profesional, la idea me habría parecido plausible.

Yo caminaba detrás de ella, más rápidamente de lo acostumbrado para contemplarla el mayor tiempo posible (que de todos modos no pasaba de dos o tres minutos) y al verla subir los peldaños del puente, miraba hacia arriba buscando su rostro y nuestras miradas se cruzaban un instante. Yo no sabía cómo interpretar su mirada. ¿Proyectaba molestia, simpatía o indiferencia?

Respecto al homicidio en el que participó, sé todavía menos. La víctima fue un mal individuo (me parece fácil creerlo), uno de esos lacras que no tienen la inteligencia para entender que así como ellos pueden lastimar a otros, ellos mismos pueden ser un día objetivo de la furia o la crueldad de otra persona. No siento empatía por esa persona, a quien no dudaría en llamar basura humana, y al escuchar el relato de Ana (por demás sobrio y carente de detalles) creo ser capaz de comprender esa mirada suya cuando éramos un par de desconocidos: una ausencia total de sentimiento. Esta hermosa mujer cuya belleza me deslumbraba me miraba como a un objeto, sin sentirse molesta por mi admiración, ni amenazada aunque tampoco halagada.

Conforme pase el tiempo y se desarrolle nuestra relación, tendré la oportunidad de averiguar si esa violencia letal que ya se manifestó por lo menos en una ocasión nació con ella, o fue inoculada por una existencia difícil.

Extrañamente, enterarme de este asunto tan grave en el pasado de Ana hace que crezca el amor que siento por ella.

lunes, 30 de octubre de 2017

Prosigue nuestra extraña relación


Han pasado más de seis años de que comencé a tomar el tratamiento farmacológico completo, que consiste en un estabilizador del estado de ánimo (primero valproato de magnesio, después topiramato), un antidepresivo (fluoxetina al principio, después sertralina, otra vez fluoxetina) y un antipsicótico (risperidona). Desde entonces (mediados de 2011, contaba yo con 47 años) mi libido sexual cayó a cero, o casi.

He vivido célibe la mayor parte de este tiempo, excepto por algunos encuentros casuales con mujeres que conocí durante mis épocas difíciles (de desempleo, pobreza y aislamiento), pero lo que anhelaba era amor más que sexo.

De pronto, sin que me lo esperara, aparece Ana, una mujer verdaderamente muy hermosa, mucho más joven que yo, y su sensualidad despierta mis instintos en estado de hibernación. El sexo entre ella y yo es indescriptible y en mucho se debe a la belleza de su anatomía, la perfección de sus formas y su conciencia sobre lo hermosa que es y el placer inconmensurable que la sola exhibición de su cuerpo puede proporcionar, ¿qué decir de las sensaciones que provoca tocar su piel, su cuerpo, la totalidad de su humanidad?

Al mismo tiempo, durante el transcurrir de la noche, escucho de forma fragmentada relatos de su vida y en mi mente comienza a formarse un collage sobre lo que ha sido su existencia.

Me sorprendió enterarme que Ana vivió un par de años con otra mujer, joven también. No tendría nada de particular si hubieran compartido una vivienda, pero no se limitaron a eso; tenían una relación de pareja. Enterarme fue al mismo tiempo un alivio, pues habría sido doloroso pensar que había pasado tiempo en la intimidad con un hombre que no era yo. Más tarde me habló sobre la violencia de género de que fue objeto en la escuela secundaria y el nivel de violencia al que tuvo que recurrir para resolver el problema, por lo menos en parte.

Ana también tuvo un padre atroz, la diferencia es que el suyo aún vive. Ella habla de las visitas periódicas a sus padres y algunos de sus comentarios me llevan a deducir que el viejo abusó de ella sexualmente, con complicidad de su madre.

Por mi parte, evito hablarle a la mujer que amo de mis conflictos familiares y del odio que siento por mi padre. Creo que ya he hablado demasiado de este asunto a demasiadas personas. No me atrevo a preguntarle por qué no se aleja para siempre de sus padres y se ocupa de perseguir sus metas y buscar su realización y su felicidad.

Ana presenció uno de mis arrebatos de furia, que derivó en violencia física y lo tomó como algo muy natural. No hizo ningún comentario, no pareció asustarse y si bien no pareció agradarle, tampoco se molestó conmigo. Hay una forma de comunicación en su mirada, en la expresividad de su rostro y en su comportamiento en apariencia distante que me hace pensar que esta bellísima mujer acepta la violencia y las consecuencias que pueda acarrear —sean las que fueren— como algo natural, inevitable, a lo que nadie puede escapar.

Más me llama la atención cómo personas cercanas a ella han muerto en fechas recientes, como me ha sucedido a mí, y ello le hace pensar que su propia vida podría terminar uno de estos días.

Tampoco le preocupa.

jueves, 26 de octubre de 2017

Ana


Vi a una bella joven bajarse del transporte que uso para ir al trabajo y me impresionó lo bonita que es. Inmediatamente asumí que muchos otros hombres percibían su belleza de la misma manera que me había sucedido a mí, lo más llamativo era su anatomía corporal, pero su dermis también es perfecta, al igual que los rasgos y la simetría de su rostro, su pelo abundante y muy oscuro y un aura que emana de esta mujer alta y delgada.

Pasaron días, que se convirtieron en semanas y una tarde, cuando regresaba a casa, esta hermosa dama se subió al camión y se sentó junto a mí. Yo procuré mirarla disimuladamente para no molestarla, pero esa precaución pereció innecesaria, pues ella llevaba los ojos cerrados, lo que me hizo pensar que llevaba muchas horas despierta, que debía levantarse muy temprano, posiblemente de madrugada.

No sé si la experiencia de tenerla tan cerca de mí fue agradable o dolorosa, por no poder dirigirle la palabra, por la imposibilidad de expresarle que la encontraba hermosa y que desearía entablar algún tipo de relación con ella. Como había sucedido antes, nos apeamos de la unidad en el mismo lugar y ella caminó muy rápidamente —no como si llevara prisa, sino como si su motor interno se hallara permanentemente revolucionado— y siguiendo la misma trayectoria, yo caminé tras ella. Al llegar a un puente peatonal, ella subió y yo seguí mi camino.

Pasaron días en que no la vi abordar la unidad en la que yo viajaba, lo que por supuesto no me sorprendió, pues esa ruta cuenta con muchos carros, pero una tarde esta joven y yo volvimos a coincidir. Ella buscó con la mirada un asiento desocupado y lo encontró al otro lado del pasillo. Conociendo su costumbre de dormitar durante el trayecto, no disimulé y la miré con admiración y afecto. Esta vez no tuve duda, estar cerca de ella y poder contemplarla resultaba doloroso, pues no parecía haber ninguna manera de reducir la distancia.

Cuando nuestros caminos se cruzaron, supe que Ana sería una fuerte presencia en mi vida, si bien no de qué manera. Una tarde la vi rodeada de otras personas que tenían un aire de familiaridad, si bien físicamente no se parecían. En contraste con lo que había notado sobre su manera de caminar, ahora lo hacía con mucha lentitud incluso rodeada de personas jóvenes o que cuando mucho rozaban los tempranos cuarentas. Al reconocerme me saludó obsequiándome una sonrisa.

Cuando volví a verla, Ana respondió a la pregunta antes de que yo la formulara. Esas personas eran la familia que nunca tuvo. Por supuesto, yo no entendí esa aseveración y ella me dijo que con el paso del tiempo su significado se haría evidente.

Nuestros encuentros ya no son fortuitos ni esporádicos y es ella quien decide cuándo y dónde nos vemos y yo acepto las condiciones y las circunstancias de nuestra convivencia, pero entre más tiempo paso con ella, menos la conozco. Sé que tiene 29 años (lo que pone una brecha entre los dos), pero no conozco su pasado; no sé quiénes son sus padres, en caso de que los haya tenido; no sé cuál es su escolaridad o qué tipo de trabajo desempeña. Sé que es inteligente y perfectamente capaz de enfrentar la adversidad y el peligro, lo que me lleva a deducir que su existencia pudo haber estado plagada de violencia. No parece necesitar a nadie para hacer nada y no parece tener vínculos con ningún hombre, ni siquiera conmigo que soy su pareja sexual en este momento.

En sus ojos oscuros veo una calma absoluta, algo que no me tranquiliza. No sé cómo explicar esto, pero en tiempos recientes han muerto un cierto número de personas de diferentes edades y diferentes orígenes, que lo único que tenían en común es que tuvieron algún tipo de relación conmigo.

Ana parece representar la muerte, mas no sé si se trata de la mía o la de alguna otra persona a quien le ha llegado la hora.

Si se trata de mí no me preocupa, pues ya he vivido más de medio siglo.

lunes, 23 de octubre de 2017

Eliminar el topiramato, y el día tendrá más horas


En enero de este año que ya va muy avanzado, la residente de psiquiatría que me atiende en la institución pública a la que acudo tres veces al año, me cambió el estabilizador del estado de ánimo, de valproato de magnesio a topiramato.

En mayo tuve un accidente y pasé casi todo ese mes y la mitad del siguiente incapacitado. Poco después de que regresé a mi empleo cambié de horario, ahora de 8:30 a 18:00 horas pero sucedió algo bastante extraño: seguí yéndome a la temprano. Por supuesto, comencé a levantarme más tarde (a las seis horas), pero tomé por hábito acostarme a dormir a las 22 horas. De pronto sentí como si el día se hubiese hecho más corto, como si le hubieran quitado horas y eso ha sido un verdadero problema, pues siento que paso demasiado tiempo en mi trabajo (si bien es cierto que definitivamente el horario es muy largo) y entre semana no me queda tiempo para hacer otra cosa que no sea ejercitarme un poco y llevar a mis mascotas a dar un paseo no muy prolongado.

En entradas anteriores expresé la idea de dejar de tomar el antidepresivo, la fluoxetina y así lo hice durante algunas semanas, con muy malos resultados. La tristeza que me trajo provocó mucha furia y estallidos de furia muy frecuentes. Esto se debió en buena parte a los problemas laborales que enfrenté una vez que regresé de mi incapacidad provocados por una mujer de edad avanzada que lo único que ha hecho aquí es manipular idiotas con sus chismes y sus intrigas (y hacer un ridículo que ya la está alcanzando, poniéndola en una muy mala situación de vieja lunática).

Volviendo al asunto de esta entrada, seguí preocupado por mi situación actual en la que duermo mucho durante la noche (ocho horas) y al despertar, enfrento una situación difícil, pues salir de la cama parece un evento traumático. Significa sentirme cansado y con sueño y tener que tomar un poco de alimento para después bañarme y vestirme y salir de casa a caminar 20 minutos y abordar el transporte público para llegar a mi lugar de trabajo donde pasaré la mayor parte del día, en una situación no muy grata, rodeado de gente indiferente y hostil, si bien tengo algunos buenos compañeros.

He recordado mucho mis primeros meses en esta empresa, en que trabajaba en un horario de 11.00 a 20:00 horas y llegaba a casa a las nueve de la noche, cenaba tranquilamente para después llevar a caminar a mis mascotas y al otro día me levantaba sin necesidad de usar una alarma para ejercitarme en mi bicicleta de carreras y desayunar con toda la calma del mundo para después prepararme para irme a laborar. El día parecía durar mucho más tiempo.

Parece que esta vez he descubierto la causa de este periodo de sueño tan prolongado y de esta somnolencia que parece agravar mi depresión y provocarme una gran preocupación porque mi vida parece transcurrir sin que yo sea capaz de disfrutarla. El origen está en este medicamento estabilizador del estado de ánimo, el topiramato.

Pienso disminuir la dosis de 100 a 50 o a 25 mg diarios y cuando se haya terminado el medicamento que me queda, regresar al valproato de magnesio o posiblemente dejar de tomar este componente, el eutimizante y quedarme con el antidepresivo y el antipsicótico (risperidona) pues este me ayuda a conciliar el sueño.

viernes, 20 de octubre de 2017

Terminando una larga semana de trabajo


Viernes por la tarde, a una hora de terminar la última jornada laboral de la semana el cansancio y el hastío son excesivos, debido simple y llanamente a que la duración de la misma es excesiva: 47.5 horas divididas en cinco días. A ello hay que sumarle diez horas de trayecto de la casa al trabajo y recíprocamente.

Salí a comer a las cuatro de la tarde, como hago cotidianamente, actividad que me tomó unos veinte minutos y el resto los pasé dormitando en su mayor parte. No sé el porqué de esto. Duermo bastante por la noche, ocho horas y aun así amanezco cansado y me cuesta trabajo apresurarme con mi taza de café y mi tazón de avena y el baño con agua fría, lo cual me toma un poco más de una hora después de lo cual camino veinte minutos para abordar el camión que me trae a mi lugar de trabajo.

La jornada consta de nueve horas y media que transcurren en aislamiento, pues pese a estar rodeado de otras personas (detesto a un buen número de ellas, las más cercanas) evito la convivencia en la medida de lo posible y mientras trabajo traduciendo documentos, mi mente se mantiene ocupada con pensamientos repetitivos, mórbidos e improductivos. Las condiciones laborales van de mal en peor y en fecha reciente nos anunciaron que ya no se permitirá el uso de teléfono celular (en fecha reciente se había inhabilitado el uso de correo electrónico en internet) y ello acentuará mi aislamiento y que la jornada parezca más prolongada y ardua.

Camino a casa, la mayor parte de las veces tomo mi Smartphone y me meto a la red social twitter y pierdo el tiempo en ella. En ocasiones tomo la novela que estoy leyendo (todavía The Handmaid’s Tale) y esto me proporciona una satisfacción, un sentimiento de estar aprovechando el tiempo. Al llegar a casa, apresuradamente me cambio de ropa e inflo las llantas de mi bicicleta a la presión adecuada (120 psi) y comienzo el pedaleo, que dura unos 40 minutos. El kilometraje del odómetro avanza, mismo que registro en un cuaderno, alojando muy profundamente en el inconsciente el conocimiento de que esto no significa nada, pero viviéndolo como si esta numeración le diera sentido a mi vida.

He vuelto a llegar al millar de kilómetros, después de haberme olvidado del kilometraje tras romperme la clavícula a principios de mayo y haber dejado de usar el dispositivo que mide todas las variables asociadas a distancia, velocidad instantánea, velocidad promedio, duración del viaje, etc. Cuando sufrí el accidente, aquella tarde de sábado, acababa de llegar a esa misma cifra, que sumada a la que había borrado en marzo, cuando mi mascota Lola, estaba a punto de morir, sumaba unos 20 mil kilómetros. Entonces, ahora ando arriba de 21 mil kilómetros. ¿Y eso qué significa?

El martes pasado el cyclocomputer dejó de funcionar y después de un pedaleo muy energético comenzó a dar lecturas extrañas, a ratos se detenía, después daba velocidades de paso de tortuga y por intervalos daba velocidades que podían considerarse normales para el esfuerzo realizado. Ayer sucedió lo mismo, pero eso no me impidió alcanzar la cifra de los cuatro dígitos.

Pensé que tal funcionamiento podía deberse a que el dispositivo había dejado de funcionar, es decir, su vida útil había llegado a su fin, pero eso parece poco probable. Lo compré a principios de septiembre de 2014, es decir, hace tres años. Lo que ha de estar sucediendo, es que el sensor montado en un rayo (un imán) se haya movido y eso esté provocando que la señal no llegue con la regularidad requerida.

Me quedan unas horas del viernes, más el sábado y domingo completos para meditar seriamente sobre mi estado anímico actual, en el que me siento casi abrumado por el hastío y el tedio en mi trabajo, por la monotonía de mi existencia y por la rutina. Necesito un proyecto, algo que constituya una verdadera motivación y que pueda llevarse a cabo durante las horas del día, aun si coincide con las horas de trabajo, pero por supuesto, sin obstaculizarlo.

martes, 10 de octubre de 2017

Los tres hijos que quedamos


El pasado domingo estuve indispuesto, posiblemente debido a una leve intoxicación alimenticia por algo que comí la tarde del sábado, a lo que tal vez contribuyó un esfuerzo excesivo en la bicicleta que me hizo pensar equivocadamente que podía comer más de lo debido. Sea como fuere, soñé que discutía con mi madre sobre nuestro padre, que se hallaba a cientos de kilómetros en soledad, en un alojamiento del que no podía salir y sobre el que yo tenía poder de decisión.

En un momento determinado desperté y me di cuenta de que mi padre está muerto desde hace casi 10 años y que es absurdo que yo le siga reclamando a mi madre sobre lo que sucedió en el pasado, sobre su alianza con ese mal individuo, con ese monstruo y las consecuencias tan terribles que ello acarreó.

Al día de hoy, octubre de 2017, Mónica y yo tenemos 53 años y Yolanda 49. Esos somos los hijos que quedamos. Yo, Oscar, el hijo mayor soy un inadaptado ya en la edad madura que ha llegado verdaderamente muy tarde a la etapa productiva de la vida y su existencia transcurre en soledad, preso de la furia y el resentimiento.

Mónica contrajo nupcias hace prácticamente 16 años, algo muy extraño, pues esta arpía siempre ha destilado hiel por cada uno de los poros de su anatomía; pero la vida es extraña, así que eso no debería sorprenderme tanto. Para unirse en matrimonio, mi hermana gemela encontró un individuo religioso, mocho, santurrón, hipócrita, cobarde y traidor que encajó con la personalidad de ella como dos piezas de madera que han sido talladas para que ensamblen y formen una unión.

Hoy en la mañana recordé algo que sucedió en 1985, cuando mi hermana Yolanda tuvo una breve relación sentimental con Efraín, hijo de un compañero de nuestro padre de la Universidad y su esposa Nena. Yolanda y ese muchacho hacían largas llamadas telefónicas (cosa nada desacostumbrada entre adolescentes que andan quedando bien) y una se prolongó hasta la media noche. Mis padres no estaban en casa (debía ser fin de semana) y Mónica se dio cuenta y hecha una furia hizo que Yolanda colgara el teléfono, como si estuviera cometiendo un acto de lo más inmoral. Si yo me había dado cuenta, me había importado un cacahuate. Entonces Mónica, echando espumarajos por el hocico arremetió contra mí, diciéndome: “el hombrecito de la casa, ¡pendejo!”

Y esta arpía me acusa de haberla violentado y haberle hecho “bajezas”, repitiendo palabras textuales de nuestro padre.

Esta hermana siempre ha sido un perro rabioso y vive dándoselas de víctima, eso sí, muy religiosa, muy católica, muy golpe de pecho, igual que su despreciable marido.

Mi hermana Yolanda vive casada con un individuo verdaderamente muy pobre, con escolaridad primaria, incapaz de ganarse la vida y mantener a su familia, simple y sencillamente porque Yolanda es una mujer muy dominante. Unida a un hombre tan inferior, lo tiene totalmente sometido y el problema con eso es el daño que le está haciendo a sus hijos.

Pasados los cincuenta años me doy cuenta de todo esto.