Pasaron días, que se convirtieron en semanas y una tarde, cuando regresaba a casa, esta hermosa dama se subió al camión y se sentó junto a mí. Yo procuré mirarla disimuladamente para no molestarla, pero esa precaución pereció innecesaria, pues ella llevaba los ojos cerrados, lo que me hizo pensar que llevaba muchas horas despierta, que debía levantarse muy temprano, posiblemente de madrugada.
No sé si la experiencia de tenerla tan cerca de mí fue agradable o dolorosa, por no poder dirigirle la palabra, por la imposibilidad de expresarle que la encontraba hermosa y que desearía entablar algún tipo de relación con ella. Como había sucedido antes, nos apeamos de la unidad en el mismo lugar y ella caminó muy rápidamente —no como si llevara prisa, sino como si su motor interno se hallara permanentemente revolucionado— y siguiendo la misma trayectoria, yo caminé tras ella. Al llegar a un puente peatonal, ella subió y yo seguí mi camino.
Pasaron días en que no la vi abordar la unidad en la que yo viajaba, lo que por supuesto no me sorprendió, pues esa ruta cuenta con muchos carros, pero una tarde esta joven y yo volvimos a coincidir. Ella buscó con la mirada un asiento desocupado y lo encontró al otro lado del pasillo. Conociendo su costumbre de dormitar durante el trayecto, no disimulé y la miré con admiración y afecto. Esta vez no tuve duda, estar cerca de ella y poder contemplarla resultaba doloroso, pues no parecía haber ninguna manera de reducir la distancia.
Cuando nuestros caminos se cruzaron, supe que Ana sería una fuerte presencia en mi vida, si bien no de qué manera. Una tarde la vi rodeada de otras personas que tenían un aire de familiaridad, si bien físicamente no se parecían. En contraste con lo que había notado sobre su manera de caminar, ahora lo hacía con mucha lentitud incluso rodeada de personas jóvenes o que cuando mucho rozaban los tempranos cuarentas. Al reconocerme me saludó obsequiándome una sonrisa.
Cuando volví a verla, Ana respondió a la pregunta antes de que yo la formulara. Esas personas eran la familia que nunca tuvo. Por supuesto, yo no entendí esa aseveración y ella me dijo que con el paso del tiempo su significado se haría evidente.
Nuestros encuentros ya no son fortuitos ni esporádicos y es ella quien decide cuándo y dónde nos vemos y yo acepto las condiciones y las circunstancias de nuestra convivencia, pero entre más tiempo paso con ella, menos la conozco. Sé que tiene 29 años (lo que pone una brecha entre los dos), pero no conozco su pasado; no sé quiénes son sus padres, en caso de que los haya tenido; no sé cuál es su escolaridad o qué tipo de trabajo desempeña. Sé que es inteligente y perfectamente capaz de enfrentar la adversidad y el peligro, lo que me lleva a deducir que su existencia pudo haber estado plagada de violencia. No parece necesitar a nadie para hacer nada y no parece tener vínculos con ningún hombre, ni siquiera conmigo que soy su pareja sexual en este momento.
En sus ojos oscuros veo una calma absoluta, algo que no me tranquiliza. No sé cómo explicar esto, pero en tiempos recientes han muerto un cierto número de personas de diferentes edades y diferentes orígenes, que lo único que tenían en común es que tuvieron algún tipo de relación conmigo.
Ana parece representar la muerte, mas no sé si se trata de la mía o la de alguna otra persona a quien le ha llegado la hora.
Si se trata de mí no me preocupa, pues ya he vivido más de medio siglo.
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