miércoles, 19 de noviembre de 2014

Terapia para Rachel, ella confronta a su psiquiatra

Habiendo llegado al día siguiente con dos horas de anticipación, recorrí las áreas del hospital y el vecindario que lo rodeaba, escuchando las melancólicas notas de Supertramp, tratando de que mi más reciente descubrimiento cobrara sentido. Concedido, siempre había sabido que era diferente, con muchas alteraciones, pero ¿mentalmente enferma? El pensamiento era abrumador. Tenía que ver al Dr. Padgett inmediatamente. No soportaba tener que esperar un minuto más.

Para cuando comenzó la sesión, mi incertidumbre y mi confusión se habían convertido en furia. Inmediatamente caminé hacia mi silla, inclinándome intencionalmente hacia adelante y cruzando mis brazos con mucha tensión. Era el momento de la confrontación. No necesité tiempo para organizar mis pensamientos, comencé inmediatamente.

“Usted me mintió, no puedo creer que me haya mentido”.

“¿Mentí?” el Dr. Padgett tenía la mirada inocente de alguien que sinceramente no tenía idea de lo que yo decía.

“¿Sabe qué estuve haciendo hasta las cuatro de la mañana? ¿Lo sabe? Estuve leyendo I hate you, don’t leave me. No es una frase que un loquero acuñó, mentiroso. Es un libro, sobre un diagnóstico del que usted no tuvo los tamaños para decirme”.

Él asintió. Ahora sabía exactamente de qué estaba hablando.

“Trastorno límite de la personalidad”, dijo.

“Sí, trastorno límite de la personalidad. Estoy enferma como el demonio. Soy un maldito caso mental, demencial. Probablemente estaré entrando y saliendo de este maldito hospital por el resto de mi vida, sentándome aquí por 120 dólares la hora, hasta el infinito. Y usted me lo iba a ocultar, ¿no es así, pendejo? Continuaría extrayendo el dinero de la pequeña jodida hasta que se retirara”.

“No mentí”, dijo él, mostrando una calma en la misma medida en que yo estaba agitada. “El diagnóstico estaba en el plan de tratamiento, de manera muy abierta. Tú lo leíste, tú lo firmaste. No te he mentido acerca de nada”.

Hice girar mis ojos, tamborilee en la mesa y comencé a mover la silla de atrás hacia adelante. Quería estrangularlo, quería correr. Maldita sea, quería correr  sin detenerme jamás.

“Pendejadas. Estas son pendejadas. Firmé tanta basura en el hospital, llené tantas formas. ¿Quién lee todo lo que firma? Un montón de papeles plagados de sinsentidos psicológicos, puras pendejadas. Usted es basura, es lo que es, basura. Desde la primera sesión, cuando no tuvo los tamaños para darme los resultados del examen, simplemente me entregó un maldito informe por escrito cuando iba saliendo. Y ahora tengo una enfermedad mental psiquiátrica. Lo desprecio. Desearía jamás haberlo conocido”.

Ahora el tamborileo había alcanzado intensidad pico, la silla no nada más se movía hacia los lados sino también hacia atrás y hacia adelante, mis pies golpeaban el suelo, mi cuerpo temblaba listo para explotar.

“Rachel, eres un adulto. No estás loca y puedes controlar tus movimientos corporales. Deja de golpear con los pies, deja de mover tus pies y la silla, cálmate y escucha”.

Sin levantar la voz en lo más mínimo, había dado la orden con clara autoridad. Todavía enfurecida, dejé de moverme.

“Primero que nada, conoces las reglas. No podemos trabajar con tus sentimientos intensos cuando los actúas físicamente. Necesitamos usar palabras”.

“De acuerdo, entonces. Váyase al diablo”.

“No es eso de lo que hablo y lo sabes. Maldecirme es otra manera de actuar tus sentimientos. No me dice lo que sientes o por qué lo sientes”.

Eso me devolvió a mi lugar. Era la primera vez que él había censurado mi discurso y le había llamado “actuar los sentimientos”. Sentí el golpe frío que correspondía a haber traspasado la línea. Pude sentir cómo me sonrojaba  y me callé.

“¿Escuchas ahora? ¿Ahora estás lista para mirar este asunto? ¿Tiene el control el adulto?”

Asentí.

“Okay.” Incluso la pantalla blanca dejaba ver su irritación, pero bajo las circunstancias, la ocultaba muy bien. “No traté de ocultarte ningún diagnóstico. Estaba en el plan de tratamiento que tú firmaste; eso no es ocultarlo. Hemos estado tratando asuntos bastante importantes. El diagnóstico es un asunto en sí mismo, pero no creo que sea tan relevante como otros de los que hemos hablado”.

“¿Usted no cree que el trastorno límite de la personalidad es relevante? Mire… ¿cómo puedo decir esto? De veras estoy tratando de controlarme. Estuve despierta hasta las cuatro de la mañana leyendo este libro sobre lo que parece ser una enfermedad muy seria. Satisfago los criterios. Tengo que decir que no veo una enorme diferencia entre tener TLP y ser un pendejo manipulador. ¿Puede culparme por perder el control?”

“Es un diagnóstico de una categoría muy amplia y general, tal vez demasiado general, en mi opinión. TLP abarca a toda clase de gente con todas las variedades de comportamiento. No te define”.

“¿Entonces está usted diciendo que en realidad no lo tengo? ¿Qué en realidad no es tan grave? ¿Tal vez el mío es un caso más leve?

“No, no estoy diciendo eso. Tú satisfaces los criterios, y estás en una situación muy seria”.

“Así que estoy enferma”.

“Sí, estás enferma. Nunca dije nada que contradijera eso. Siempre he dicho que la terapia es un asunto de vida o muerte para ti. Pero tú no eres una mala persona, Rachel. En el fondo eres una buena persona que ha enfrentado circunstancias muy adversas”.

Afirmaciones sentimentaloides. Ya conocía ese argumento, todos son buenos en el fondo. El abogado defensor elocuente pinta un retrato conmovedor hasta las lágrimas del “niño de la calle” que ha sido desatendido y víctima de abuso. El abogado despierta empatías, toca fibras del corazón y tuerce todo hasta que de alguna manera el violador o asesino se convierte en la víctima. Tal vez la historia del abogado sobre desatención y abuso sea cierta. Triste, tal vez. Pero para mí, nunca cuenta como excusa. La persona que murió es la víctima y el asesino es el asesino.

Era escéptica respecto a la filosofía de la bondad interior porque se usaba tan frecuentemente como una débil justificación para cualquier cosa. ¿Para qué servían los principios, qué valor había en el carácter si cualquier cosa podía ser culpa de un pasado de adversidad? ¿Todo lo que no tenía disculpa se basaba en una infancia difícil?

Tenía estos fuertes sentimientos y así se lo dije al Dr. Padgett, esperando totalmente que mostrara desacuerdo, tal vez atribuyendo estos pensamientos al legado de mi padre. El doctor me sorprendió.

“No estoy en desacuerdo en absoluto con lo que tú dices. De hecho, creo que hay una línea bien definida entre el bien y el mal y que hay gente que cruza esa línea y merece ser castigada y enfrentar las consecuencias. Y no importa lo que haya sucedido en su infancia. Creo en la pena de muerte en ciertos casos.

“Pero tú no has cruzado esa línea. Tal vez hayas hecho algunas cosas en tu vida que lamentas, tal vez has hecho cosas que debes lamentar. Pero has pagado un alto precio por ellas y te has castigado a ti misma mucho más de lo que merecías.

“No estoy en contra de nada de lo que has concluido de tu lectura. Sí, hay muchos pacientes borderline que jamás se van a recuperar. Pero creo que tú eres una de esas personas que pueden superar esto. No sólo controlarlo, sino cambiar fundamentalmente y liberarte de ello. Si no creyera eso, no te habría comprometido para recibir terapia. No te habría elegido”.

No me habría elegido. Palabras que habría escuchado con escepticismo antes eran lo que necesitaba oír en este momento.

“Lo que estoy tratando de decir, es que el trastorno límite de la personalidad es una categoría demasiado amplia para sacar conclusiones que se puedan aplicar a todos. La mayoría de los psiquiatras piensan que Adolfo Hitler era borderline, pero piensan que también lo fue Marilyn Monroe. ¿Puedes ver la diferencia? No voy a restarle importancia a lo serio que es para ti. Es grave. Pero los matices y diferencias en el trastorno límite de la personalidad son como las estaciones en un radio. Un radio puede estar a todo volumen, a los máximos decibeles de intensidad, pero las piezas musicales que oyes cuando cambias de una estación a otra pueden ser completamente diferentes”.

Cuando la sesión terminó, me sentí recuperada, si bien sólo temporalmente. La noción de trastorno límite de la personalidad todavía era abrumador para mí, y algo con lo que tendría que contender por un largo tiempo. Pero el Dr. Padgett todavía creía en mí, sin importar lo negativo que el pronóstico pudiera ser.

Tal vez algún día, pensé, pueda creer en mí misma tanto como él parece hacerlo.


miércoles, 22 de octubre de 2014

Deporte como mecanismo de evasión pero también como salvación, como inspiración

Como he mencionado tantas veces en este blog, padezco un trastorno de personalidad, soy borderline. En abril cumplí 50 años, ya no soy joven y he perdido la voluntad de vivir porque mi vida hasta cierto punto está arruinada. Pero no totalmente.

Las últimas dos semanas y media, estuve haciendo traducciones técnicas, pero siendo un free-lance, de repente me encuentro sin trabajo y no hago nada que no sea estar muchísimas horas en redes sociales (twitter @oscarmadrid_sl) además de hacer ejercicio. He perdido la costumbre de leer, en fin.

Parte de la sintomatología del trastorno borderline es el posible abuso de sustancias tales como alcohol o drogas ilícitas. Algo muy afortunado es que yo jamás busqué alivio a mi sufrimiento en abusar del alcohol. Las drogas eran algo absolutamente prohibido, pero independientemente de eso, siempre tuve conciencia de lo destructivas que son y de alguna manera, siempre me quise a mí mismo, por lo menos en cierta medida. Nunca las usé.

A los 16 años, en 1980 vi los Juegos Olímpicos de Moscú en televisión, mismos que se convirtieron en una gran inspiración para mí. Recuerdo que una noche me bañé y observé parte de mi anatomía y me prometí llegar a unos juegos y ser campeón olímpico, ignorando que eso no era posible. Comencé a correr todas las mañanas y me convertí en un buen corredor aficionado, práctica que continuaría durante años hasta que las lesiones por correr en superficies duras me obligaron a abandonar ese deporte. Como a los 24 años comencé a usar mi bicicleta de 10 velocidades para hacer condición física y con el paso del tiempo, comencé a salir a carretera y a hacer amistad con ciclistas y a competir. Me habría gustado ser de alto rendimiento, pero no tengo las características físicas que se requieren para eso.

Sin embargo, el deporte ha sido para mí una fuerte motivación y en la actualidad, estoy retomando el ciclismo, ese bello deporte. En internet encuentro imágenes que me sirven como motivación para mantenerme activo. El deporte se convirtió para mí en un mecanismo de evasión, pero al mismo tiempo me ayudó a llevar una vida sana en lo referente a mi salud física y contribuyó a reducir el deterioro de mi salud mental.

Gracias a este trabajo de traductor, he contado con dinero para comprar refacciones y dispositivos para mi bicicleta, cuadro de aluminio hecho en México, con componentes Shimano y de otras marcas. A principios de septiembre compré un manubrio nuevo con el poste y un velocímetro, también llamado cyclocomputer. Este dispositivo electrónico de alta precisión me ha ayudado a incrementar la duración y la distancia, en consecuencia a contar con mejor forma física y a perder peso.


Vivo esperando que se acabe mi existencia, pero el ejercicio aeróbico, específicamente el ciclismo sigue siendo una gran motivación para mí.

Mi cuñado Enrique, mantenido, vividor, remedo de padrote

Como uno de los síntomas de mi trastorno de personalidad, tiendo a idealizar a las personas, eso hice con mi hermana Yolanda, cuatro años más joven que yo. Craso error.
                             
Ahora que he tenido dificultades tan serias con ella, me doy cuenta de la clase de persona que en realidad es. En diciembre de 2012, vino de Tepic para radicar en Guadalajara y se trajo a su familia con ella, para que vivieran conmigo en casa de mis padres. A Yolanda le resulta imposible entender que una vez que una persona se casa, se va del hogar paterno para ya no volver. En todo caso, si le dieran la oportunidad de regresar, sería sola, sin cónyuge y sin hijos.

Yolanda trajo a vivir aquí a su esposo y sus dos hijas y no quiso ver el problema gigantesco que era que su esposo Enrique viviera aquí. Pasó la mayor parte del año 2013 sin trabajar e incluso se dedicó a intrigar en contra de mi madre (que es la dueña de esta casa) y en mi contra, también.
 
Yolanda se casó con esta basura hace 21 años, sabiendo que su escolaridad es primaria. 

Mi hermana tiene problemas psicológicos muy graves para haberse casado con semejante pendejo, en lugar de haber contraído nupcias con un profesionista, alguien que estuviera dispuesto a trabajar y a mantener una familia. Se casó con un individuo cuyo narcisismo le hace imaginar que es insoportablemente bello, hermoso, que todas las mujeres del mundo quieren seducirlo. Mi cuñado Enrique se casó para que lo mantuvieran.

Esto no sería de mi incumbencia, si este señor no se hubiera dedicado a atacarme desde que se casó con mi hermana, el 14 de agosto de 1993, día en que mi monstruoso padre cumplió 56 años. Para acabar de completarla, este vividor, mantenido, remedo de padrote vivió en mi casa de diciembre de 2012 a junio de 2014, es decir, casi 18 meses y eso a mí me afectó muchísimo.
 
Ahora mi hermana Yolanda está muy enojada conmigo y su esposo pirujo se dedica a alimentarle ese odio.

Este señor, que dice llamarse Enrique, vino en su infancia con sus padres a mi país con una identidad falsa. No es quien dice ser. Ha vivido con documentos apócrifos, tales como acta de nacimiento, certificado de primaria, CURP, credencial del IFE, RFC, acta de matrimonio, etc.

Si las autoridades de mi país llegaran a descubrir eso, este remedo de padrote iría a parar a la cárcel y cuando cumpliera su condena, sería expulsado del país sin posibilidad de regresar jamás.

No me provoques, jodido sinvergüenza; no seas más pendejo de lo que te hizo Dios.


lunes, 22 de septiembre de 2014

Terapia para Rachel, ella descubre su diagnóstico

Estaba de regreso en casa, de mi estancia en el hospital, desempacando mi maleta, cuando vi una hoja de papel rosa. Era una forma con el logo del hospital titulada “Plan de tratamiento para el paciente”. Habían varias rúbricas en la parte inferior, incluyendo las del Dr. Padgett, una enfermera que asumí era la autoritaria, y la mía. No recordaba haberla firmado, pero lo había hecho con muchos papeles durante mi estadía. Antes de arrojarla a la basura, me pregunté qué había firmado.
                              
Contenía muchos términos especializados sobre ideación suicida. Una escala de estrés, lo que significara eso, mostraba ansiedad abrumadora. Reconocí la caligrafía del Dr. Padgett en la sección marcada “médico”. Sin embargo, él había escrito el diagnóstico, anorexia nerviosa. Eso no era  sorpresa, pero esta vez había un segundo diagnóstico: trastorno límite de la personalidad.

¡Trastorno límite de la personalidad! ¿Qué demonios era eso? Jamás en mi vida había escuchado el término, pero sonaba enfermo, torcido, demencial―loco.  El Dr. Padgett había mencionado un número de términos psiquiátricos en el curso de la terapia pero jamás había mencionado este. Y sin embargo, aquí estaba de su propio puño y letra. ¿Cómo pude firmar ese papel sin haberme dado cuenta?

Dejé de empacar y me dirigí directamente a la biblioteca pública y al quiosco de microfichas. Bajo la categoría “materia―trastorno límite de la personalidad”, se listaban tres libros y uno captó mi atención inmediatamente: Te odio, no me dejes.

Estas eran las palabras que el Dr. Padgett había usado para describir este odio-amor alterno de mis relaciones en blanco y negro. No era sólo una frase que había acuñado, sino el título de un libro―un libro dedicado enteramente a un diagnóstico del que el doctor, por alguna razón, no me había informado. ¿Por qué no me lo había dicho?

Manejé hasta la librería con la impresión de computadora en mano. I Hate You, Don’t Leave Me: Understanding the Borderline Personality Disorder de Jerold J. Kreisman, M.D., y Hal Straus. Encontré un ejemplar de la edición rústica en el anaquel de psicología y pasé el resto de la tarde y la mañana siguiente devorándolo.

Era una lectura irresistible, un retrato exhaustivo de una enfermedad mental severa―una que podía tener consecuencias dañinas no sólo a los que la padecen, sino también a sus seres queridos.

“Borderlines”, como se les llamaba, tenían una inclinación abrumadora a autodestruirse. El diez por ciento de los borderlines cometían suicidio; todavía más se involucraban en comportamiento impulsivo, peligroso, autodestructivo. Las adicciones químicas y el abuso marcaban el trastorno, al igual que el manejo peligroso y los trastornos alimenticios.

Claramente el Dr. Padgett había estado diciendo la verdad al afirmar que la terapia era un asunto de vida o muerte. No sólo el trastorno límite de personalidad (TLP) era serio, de acuerdo con los autores, sino también excepcionalmente difícil de tratar.

Los borderlines estaban representados fuera de proporción en la población psiquiátrica interna y eran propensos a un conjunto de episodios de otras enfermedades mentales: depresión mayor, dependencia química y anorexia, por nombrar algunos. Frecuentemente lo más que se podía esperar era tratar estos episodios conforme ocurrían y posiblemente controlar algún comportamiento relacionado con TLP tal como explosiones de ira, manipulación dañina, y actos compulsivos de autodestrucción. Controlar, pero no curar.

El pronóstico era sombrío y un número significativo de borderlines estaba destinado a llevar vidas de turbulencia; vidas entrando y saliendo de pabellones psiquiátricos, prisiones e instituciones. Los casos de recuperación significativa eran raros y siempre involucraban varios años de psicoterapia intensiva.

No podía ser mi caso, ¿verdad? Tenía que haber algún error. Para descubrir la respuesta por mí misma, revisé de cerca los criterios para TLP de la American  Psychiatric Association’s Diagnostic and Stadistical Manual of Mental Disorders (DSM), el grueso libro que los psiquiatras usan para determinar un diagnóstico de enfermedad mental.

Criterios de diagnóstico para el trastorno límite de la personalidad: un patrón frecuente de inestabilidad en el estado de ánimo, relaciones interpersonales y autoimagen, comenzando en la temprana edad adulta y presente en una variedad de contextos, como lo indican por lo menos cinco de los siguientes:

(1)   Un patrón de relaciones inestables e intensas caracterizadas por alternar entre extremos de sobreidealización y devaluación. El pensamiento en blanco y negro, el fenómeno buena/mala persona que el Dr. Padgett había señalado. Un sí definitivo.

(2)   Impulsividad en al menos dos áreas que son potencialmente dañinas, por ejemplo, gasto, sexo, abuso de sustancias, robo, manejo peligroso, atracones de comida. (No incluir comportamiento suicida o de automutilación cubierto en (5). Había tenido sexo promiscuo con más parejas de las que podía recordar hasta que comenzó mi relación con Tim. Elevado consumo de alcohol y uso de drogas ilegales que había disminuido con los nacimientos de Jeffrey y Melissa pero que todavía estaba presente. Las carreras a media noche probablemente satisfacían este criterio. Ciertamente la anorexia sí. El Dr. Padgett siempre estaba trayendo a colación mi comportamiento fuera de control. Este también era un sí.

(3)    Inestabilidad afectiva: cambios marcados de comportamiento del estado de ánimo base a depresión, irritabilidad o ansiedad, usualmente con una duración de unas cuantas horas y rara vez más de unos días. Otro sí definitivo.


(4)    Furia inapropiada, intensa, o falta de control de esa furia, por ejemplo, expresiones frecuentes de temperamento, furia constante, peleas físicas recurrentes. Había batallado toda mi vida para mantenerlo bajo control, tratando de tomar en cuenta la advertencia de la hermana Luisa de años atrás respecto al poder dañino de las palabras. Sin embargo, las explosiones contra Tim se habían incrementado, y mi temperamento explosivo con Jeffrey, para empezar, me había llevado a buscar ayuda. El Dr. Padgett había debilitado mis defensas y así el control de mis emociones, había presenciado muchas veces esa furia  intensa e inapropiada. Tenía que admitir que este también era un sí definitivo.

(5)    Amenazas o gestos de suicido recurrentes, o comportamiento de automutilación. La ideación suicida y las amenazas eran tan frecuentes que habían provocado que el Dr. Padgett amenazara con internarme. Las dos carreras hacia el West Side, antes de y durante mi primera hospitalización, satisfacían este criterio. No estaba segura de que la anorexia encajara en esta categoría. Nunca había hecho un verdadero intento de suicidio, nunca tragué píldoras o puse un arma en mi cabeza, pero había pensado mucho en eso y había hablado de eso con frecuencia. Concluí que este también era un sí.

(6)   Alteración marcada y persistente de la identidad manifestada por incertidumbre respecto al menos dos de los siguientes: autoimagen, orientación sexual, metas a largo plazo o elección de carrera, tipos de amigos deseados, valores preferidos. Claramente me odiaba a mí misma, aunque en ocasiones era propensa a delirios de grandeza seguidos de bajones aplastantes. Ahora, lidiando con el concepto de fragmentación (partes de mí en conflicto), mi autoimagen definitivamente era un serio problema. En el área de orientación heterosexual versus homosexual, no había tenido duda, pero tenía dificultades muy serias al aceptar mi género. Las metas de largo plazo eran casi imposibles de contemplar, ya no se diga de sostener, siquiera brevemente. Este también tenía que ser un sí.

(7)   Sentimientos crónicos de vacío y aburrimiento. Había hecho intentos frenéticos por mantenerme ocupada para escapar de ellos, cosa que nunca pareció funcionar mucho tiempo. Este punto era un indudable sí, algo que había sabido acerca de mí misma mucho antes de entrar a terapia.

(8)   Esfuerzos frenéticos por evitar abandono real o imaginario. (No incluya comportamiento suicida o de automutilación cubierto en [5]). La ruda parte de mí me-importa-una-mierda resistía la identificación de este criterio, aborreciendo el concepto de dependencia, pero el Dr. Padgett había señalado los temores de abandono en varias ocasiones. Tuve que dar a este un sí, aunque habría preferido pensar de él como un sí con reservas.


El asunto ahora era mi diagnóstico. Ya había sido una paciente interna en tres ocasiones en menos de un año y asistía a tres sesiones de terapia a la semana. ¿Era esto lo que podía esperar para el resto de mi vida?

sábado, 20 de septiembre de 2014

Terapia para Rachel, infancia de abuso

Nunca le di mucha importancia a la teoría de los sueños, pensando simplemente que no eran más que entretenimiento aleatorio. Una mezcla de detalles y fragmentos de palabras, vistazos y sonidos. Sin significado. Una película mental de horror o fantasía que terminaba con la luz de la conciencia. Salir de la sala, y se acabó.

Pero las pesadillas en el hospital no terminaron con los créditos apareciendo en la pantalla. Yo era presa de esas pesadillas mucho tiempo después de haber despertado. No podía ignorar esos mensajes y no se detendrían hasta que los hubiera enfrentado. Mi mente inconsciente exigía ser escuchada.

La mayoría de mis sesiones de terapia durante mi estadía en el hospital e inmediatamente después de su terminación estaban dedicadas a los sentimientos que estos sueños traían consigo. ¿Cuál era el mensaje? ¿Era sustancia o simbolismo? ¿Verdad o ficción? ¿O ambas?

¿Cuáles pudieron haber sido los eventos? ¿Qué significaban las luces intermitentes y mi familia enojada e histérica? ¿Culpa? ¿Represalias? ¿Por qué? ¿Por qué estaban las dos pequeñas figuras que parecían de madera separadas del resto de la gente? ¿Fue por abuso? ¿Las cosas se habían puesto tan mal que alguien había llamado al departamento de bomberos?

En una familia que valoraba la secrecía sobre cualquier otra cosa, incluso en su interior, los detalles de mi temprana niñez eran incompletos. Mis padres rara vez hablaban de esa era de la vida de nuestra familia, aunque hablaban con libertad de años posteriores. ¿Era sólo una coincidencia, o estaban reteniendo oscuros recuerdos?

Yo sólo sabía que era un tiempo particularmente estresante para mis padres. Mi papá había estado trabajando semanas de ochenta horas para que despegara su negocio, y mi llegada (el quinto hijo en la familia) no fue planeada. Peor, fui niña.

Sabía que durante mi infancia, mi madre estuvo enferma mucho tiempo. Enfermedades psicosomáticas siempre la aquejaron en tiempos de gran estrés. Yo sabía que ella siempre fue el tipo de mamá que se queda en casa, pero por alguna razón, aunque mis hermanos mayores ya estaban en la escuela, contrataron una niñera para que me cuidara durante algunos años. ¿Por qué?

Los encefalogramas, las imágenes de resonancia magnética y las tomografías computarizadas habían mostrado que yo tenía algún tipo de lesión y tejido de cicatrización en el hemisferio izquierdo del cerebro. Nunca llegamos a ninguna conclusión, pero ahora me encontré preguntándome por qué estaba ahí. ¿Era una aberración? ¿Una caída en el parque? ¿O era el legado del abuso?

Estas eran preguntas horribles. La posibilidad de abuso existía, pero las únicas personas que sabrían si había ocurrido o no eran mis padres. Y yo sabía que jamás podría estar segura de sus respuestas aún si los confrontaba directamente. Si la especulación era falsa, justificablemente la negarían; pero si era cierta, también la negarían. No había modo de que pudiera saber. Nada más ponderar la realidad de ese sueño constituía una acusación seria.

Después de descubrir muchos recuerdos reales de mi niñez, los que sabía que sí habían ocurrido, empezaba a sentir furia contra mis padres, la amarga rabia de la traición. Sin embargo, no podía condenarlos basándome en sueños incompletos sin evidencia firme, evidencia que nunca tendría.

El Dr. Padgett no dijo mucho esta vez. Era cauto en no llevarme en ninguna dirección―sueño simbólico o recuerdo. Con lo mucho que dependía de él, incluso unas pocas palabras podrían haber inclinado la balanza. En lugar de eso, se enfocó en una cosa que creía que era real en el sueño―los recuerdos de sentimientos. Siempre había estado convencido de que, independientemente de la forma que haya tomado, mi temprana infancia había estado caracterizada por el abuso en una proporción mucho mayor de lo que yo había imaginado. Determinar los detalles específicos, dijo, no era tan importante como hacerme a la idea de que había sido abusada y sobre todo, sentir las emociones que venían con esa revelación.

Alimentarme resultó muy difícil, pero el Dr. Padgett no mencionó el tema, a pesar de que yo no había ganado ni una onza de peso corporal. Él creía firmemente que si podía enfrentar estos temores, con el paso del tiempo la necesidad de ser anoréxica se disiparía.

Para mí ya no era un asunto de distorsión corporal anoréxica. Era el horror de estos sentimientos, el reconocimiento de que una realidad que me enfermaba tan nauseabunda que me ponía al borde del vómito.

Un día llegué al peligroso extremo de hacerlo en el piso del consultorio. Estaba retorciéndome, sintiendo náuseas, la bilis subía hacia mi garganta mientras yo batallaba con los demonios de estos recuerdos de sentimientos. Me sacudí y temblé―cada parte de mi cuerpo de alguna manera en movimiento. Agarré mi pelo y lo retorcí y mordí mis dedos en un movimiento cinético sin control. Estaba enloquecida, tratando de expulsar esos sentimientos de alguna manera.

“Siéntate con ellos”, dijo el Dr. Padgett tranquilamente pero con firmeza. “Siéntate con esos sentimientos. No hagas una escena con ellos, no huyas. Siéntelos. Puedes hacerlo, Rachel. Siéntate y convierte esos sentimientos en palabras o en lágrimas. Compártelos conmigo. Son sólo sentimientos. Ahora nadie puede hacerte daño. Yo estoy aquí contigo”.

Las palabras me eludían con frecuencia y yo sólo podía aullar de dolor―los gritos desgarradores de un niño que llama a su madre, donde quiera que esté, para que acuda a ayudar a su hijo. No existen palabras mágicas de alivio para esos gritos, y el Dr. Padgett no las intentó.

En lugar de eso, permaneció ahí sentado.

Escuchó.

Él estaba presente y me aceptaba incondicionalmente. Detrás de la pantalla en blanco yo podía ver el dolor en sus ojos al presenciar mi sufrimiento. Era un dolor que no creo que hubiera podido ocultar aun si hubiera querido. Estos sentimientos trascendían palabras y análisis. Simplemente, necesitaban ser sentidos, y el Dr. Padgett simplemente necesitaba estar ahí conmigo, sintiendo el dolor de un padre que mira a un hijo sufrir sabiendo que sólo el tiempo hará que se vaya el dolor.

Terminábamos estas sesiones de emoción impronta, primaria ―desprovistas de palabras porque los sentimientos eran tan tempranos en su origen― regresándome gentilmente a la adultez.

Después de una sesión particularmente intensa, eligió revelar algo de sí mismo. Tenía dos hijos ya adultos, un varón y una hija. El Dr. Padgett me relató historias de sus experiencias con sus hijos. Su hijita gateaba, haciendo barullo y riendo mientras él trataba de cambiarle el pañal, mientras él también reía. Caminaba silenciosamente hacia sus camas durante la noche, se paraba junto a la cuna, miraba y los contemplaba maravillándose con gratitud. Abrazaba a su pequeña mientras ella lloraba, su corazón se desgarraba mientras él deseaba que el dolor se fuera, pero teniendo cuidado de que la niña no pudiera ver su dolor porque la niña necesitaba que su padre se mostrara fuerte. Él amó, celebró y vio la belleza y el milagro en su hija tanto como en su hijo.

Mientras yo emergía de los recuerdos, todavía entre lágrimas apagadas, exhausta, me decía que esa era la niñez que yo debí tener. Si bien no podíamos reescribir el pasado, él podía satisfacer mi necesidad de amor y aceptación incondicional. Jamás podría ser un substituto, ni podría borrar el pasado, pero podía ayudarme a unificarme en el presente.


Escuché y fantasee respecto a cómo habría sido mi vida si el Dr. Padgett hubiera sido mi padre. Eran pensamientos reconfortantes, pero dolorosos también. La única manera como podía conjurarlos era sumergirme en las profundidades de la vulnerabilidad que sentí siendo una niña. Tanto como a él le resultó doloroso recordarme que jamás volvería a ser una niña, yo desee fervientemente que fuera posible. La distinción entre fantasía y realidad era una que yo evitaba hacer, desesperadamente.

Terapia para Rachel, pesadillas estando hospitalizada

La pequeña cuna de roble con el patito pintado en un lado. Mi cuna, la cuna de Jeffrey, la cuna de Melissa. Inconfundible.

Mamá está desesperada, enloquecida. Ella grita: “¡cállate, deja de llorar!”

Tengo hambre, tengo mucha hambre. Tengo tanta hambre que me duele.

“No puedo darte de comer, todavía no es hora. ¡Deja de llorar! ¡Cállate!”

Miradas de furia, manos que me buscan. Las veo. Me alejo de ellas.

¡Estoy volando! Veo la pared. ¡Estoy volando!

Todo se hace negro.

Estaba hiperventilando y gritando otra vez. La transpiración y el horror se habían convertido en un ritual nocturno. Había resistido una semana de esto. Estaba tan exhausta que apenas podía mantenerme despierta, y al mismo tiempo demasiado horrorizada como para poder dormir. Cuando el agotamiento me vencía y cerraba los ojos, las pesadillas me invadían con fiera intensidad, el inconsciente tomaba el control. Era un infierno en la tierra sin escapatoria, ni siquiera durante el sueño. Embotada durante el día, poseída durante la noche, una secuencia interminable de pesadillas me azotaban con su furia. Yo especulaba respecto a lo que sucedía, pero nunca podía llegar a ninguna conclusión. ¿Qué era simbólico y qué era un recuerdo real? Una cosa era segura: si mis padres me habían hecho estas cosas realmente, jamás lo admitirían, ni siquiera en su lecho de muerte.


La mayoría de las enfermeras, incluso aquellas que yo había agraviado antes, me apoyaron en este trance. Se daban cuenta de que esta vez estaba haciendo un verdadero intento. Cuando era presa de estas pesadillas y lloraba angustiada, las enfermeras hacían lo más que podían para consolarme y calmarme, pero sólo el Dr. Padgett y yo entendíamos la intensidad de nuestra terapia y lo que estos sueños podían estar expresando.

Terapia para Rachel, pesadilla reiterativa

Las luces intermitentes del camión de bomberos iluminan el paisaje suburbano. Los vapores de diesel me provocan náuseas.

Papá está muy enojado. Toma el control, exigiendo saber qué pasó.

La abuela mira hacia abajo, asomando su rostro entre las nubes con una horrible mueca de enojo en su rostro habitualmente sonriente. Mueve la cabeza y señala hacia abajo y grita: “¡Eres una madre terrible! ¡Me avergüenzo de ti!”

Mamá llora cubriéndose el rostro avergonzada. Papá y la abuela y los bomberos la recriminan sin piedad. Ella es el centro, la mártir de la escena.

Y en la distancia hay dos pequeñas cajas. Parecen ataúdes, no, figuritas de madera, inmóviles, abandonados, sin expresión facial, inmovilizadas por el horror. Nadie les presta ninguna atención.

Es mi hermano mayor, conmigo.

La enfermera autoritaria estaba parada al pie de mi cama. Esta vez me dio gusto verla. Eran las dos de la mañana y yo estaba empapada en sudor, todavía temblando e hiperventilando.

“Vamos, Rachel. Ya estás despierta. Fue sólo un sueño. Necesitas tranquilizarte”.

“¡Fue horrible!”, grité llorando, “¡horrible!” Los camiones de bomberos, y papá gritando, mamá llorando y la abuela mirando de entre los muertos señalándonos con el dedo. Y todos nos abandonaron ahí. ¿Qué pasó? ¿Qué hizo mi madre? ¿Por qué estábamos ahí? ¿Qué pasó? ¿Qué me hizo mi madre?”

“No puedo entender lo que me dices. Es una pesadilla, Rachel, una pesadilla. Puedes hablar de eso con tu doctor en la mañana. En este momento necesitas descansar”.

Ella me permitió dirigirme al salón a fumar un cigarrillo. Traté de volver a dormir, pero la misma pesadilla se volvió a presentar. Finalmente me di por vencida y permanecí despierta, esperando que las distracciones de la mañana se llevaran mi malestar.

martes, 16 de septiembre de 2014

Terapia para Rachel, su lucha interior

Yo pesaba 50 kg, la marca crítica. Dos partes mías en conflicto estaban en guerra virtual respecto a la aguja en la báscula, que tercamente se había aferrado a los 50 kg por más de dos semanas. Tal vez unos kilos por debajo de lo que debería ser, pensaba mientras me ponía de pie en la báscula―algo que ahora hacía varias veces al día― pero al menos estoy manteniendo mi peso. El episodio ha terminado y puedo seguir con la terapia. Pero otra parte de mí se estaba apoderando de esta parte racional de mi persona. Este “mí”, inquieto ante la marca inmovilizada en la báscula, consideraba esa meseta un fracaso. Este peso “normal” era una marca que había que superar. Sólo un incremento en mi dedicación a la dieta y el ejercicio podían llevarme a donde necesitaba llegar. Estaba consciente de las ramificaciones de vida o muerte de matarme de hambre a mí misma, pero mi álter ego estaba igualmente convencido de que perder más peso era una cuestión de vida o muerte.

Finalmente, esa otra parte comenzó a ganar, y volví a perder peso. Ocasionalmente me desmayaba, una vez en presencia de un cliente. Más de una vez sentí dolores intensos en el pecho, muy probablemente resultado de un ataque de pánico. Esos ataques me recordaron a la cantante Karen Carpenter que no había muerto propiamente de inanición, sino de un ataque cardiaco resultado de su dieta. Comencé a asustarme al darme cuenta de que esta dieta podía matarme. Era como estar en una lucha por la supervivencia contra un enemigo asesino, excepto que era yo la que luchaba por la supervivencia y era también yo el enemigo interior.

“Dr. Padgett”, supliqué con lágrimas en los ojos en una sesión a principios de Febrero, “esta niña interior, está tomando el control. ¿No puede hacer nada respecto a ella? Yo ya no puedo hacer nada. Sé que es peligroso, pero no puedo detenerla. Quiero dejar la dieta, de veras. Ayúdeme”.

“No puedo detener a nadie, Rachel”, contestó él. “Sólo tú puedes. Dices que quieres detenerte, pero una parte de ti no quiere detenerse. No hay una “ella”, sólo estás tú, y eres tú quien tiene el control de lo que está haciendo. No puedo ayudarte, tú tienes que ayudarte a ti misma”.

“¡Bien, bien entonces!” rugí, como si alguien hubiera activado un interruptor y me hubiera transformado en un ser completamente diferente al que había suplicado y pedido ayuda hacía apenas un momento. “¡Hijo de perra! No necesito su ayuda. ¡Quiero llegar a esa niña interior y estrangular a la perra!”

Ahora temblaba. Había mantenido la compostura con el Dr. Padgett durante docenas de sesiones. Sin embargo, aquí estaba ahora, ofendiéndolo, apareciendo la furia con creces. Estaba arruinando las cosas otra vez.

“No puedes estrangular a esa niña interior”, señaló calmadamente. “Esa niña eres tú y la única manera de destruirla es destruyéndote a ti misma”.

“Bueno, ella me está destruyendo”, respondí enojada. “Pedacito de porquería manipuladora. ¿Por qué no puede salirse de esto y enfrentarlo como…” me detuve, no queriendo dar al Dr. Padgett una entrada.

¿Cómo un hombre? Eso es lo que ibas a decir, ¿no? ¿Quieres que ella se salga de esto y muestre valor como un hombre?”

No respondí, sólo me quedé ahí sentada, abriendo y cerrando los puños, golpeando el suelo con un pie, mirando al doctor enfurecida.

“Eso es lo que tu padre habría dicho, ¿no es así? Hasta la última palabra. A una niñita asustada, temerosa de defenderse. Habría querido que esa niña pequeña, que él veía como débil y manipuladora, se saliera de esto y actuara como un hombre”.

“Váyase al diablo, pendejo”.

“Ah, otra cosa que tu padre habría dicho”.

“Usted no puede diferenciar su trasero de un hoyo en el suelo. Usted no sabría qué es ser hombre si llegara y lo mordiera en el trasero. Usted es un loquero, maldita sea, bonita profesión”.

“Es tu padre el que habla otra vez”.

“¿Qué está tratando de hacer, Dr. Padgett? ¿Fastidiarme lo suficiente como para que lo estrangule? ¿Cree que no podría matar a su patético trasero? Piénselo otra vez, patético putito. Podría matarlo con las manos ahora mismo. Sé dónde vive, lo busqué en los registros de impuestos del condado. ¿Sorprendido? ¿Pensó que me engañaría con un número de teléfono no registrado en el directorio? Bueno, el condado tiene su nombre y su número y ahora lo tengo yo. Puedo ir a su casa durante la noche y matarlo a sangre fría, a su esposa y a sus hijos también. Usted no tiene idea de con quién se está enfrentando, no tiene idea en absoluto”.

Mis ojos quemaban, pero no podía detectar la menor reacción de temor, intimidación o siquiera furia. Todo lo que veía era tristeza.

“Yo no soy tu padre, Rachel. Lo que acabas de decir es lo que hubieras querido hacerle a él cuando abusaba de ti. Hubieras querido atacarlo o matarlo para detenerlo”.

“Puedo matarlo a él, a usted, o a quien yo quiera, estúpido. Podría salir a comprar una pistola y volarlos en pedazos en una sola tarde”.

“Posiblemente ahora podrías hacer eso, pero no hubieras podido hacerlo en ese entonces. Probablemente estabas lo bastante enojada, pero también eras muy vulnerable, demasiado joven y demasiado débil para poder vencerlo”.

“¡No se atreva a llamarme débil, Padgett! ¿Quiere pelear ahora mismo, pendejo? ¿Quiere ver quién ganaría? Le patearía las bolas y le sacaría las tripas por la garganta antes de que usted siquiera sintiera el dolor”.

Todavía no veía ninguna señal de temor o de furia en el hombre.

“Eras una niña, una niña a merced de sus padres. Él podía someterte si quería. No eras tú la que podía matar con sus manos, tú padre sí, y tú temías eso más que ninguna otra cosa. Totalmente vulnerable, tan enojada pero tan incapaz de hacer nada al respecto, y tan atemorizada”.

Permanecí callada.

“Si yo hubiera sido tu padre, no habrías tenido motivos para sentir miedo. Yo no te habría puesto un dedo encima para hacerte daño. La mayoría de los padres, la mayoría de los buenos padres no soñarían siquiera con dañar a sus hijos. Posiblemente tu padre era físicamente fuerte, pero como hombre, era terriblemente débil. No podía controlar sus emociones, así que, en su lugar la tomaba contra una niña pequeña como tú: demasiado pequeña y joven para defenderse”.

El tirano enojado me soltó, como si hubiera sido exorcizado, dejando en su lugar a la niña pequeña indefensa y suplicante.

“Ayúdeme por favor”, dije en voz muy baja. “Dr. Padgett, estoy tan asustada. No sé qué tomó control sobre mí, yo no quería decir esas cosas terribles. No quería lastimarlo o asustarlo. Lo necesito, Dr. Padgett, por favor ayúdeme. ¿Qué es lo que está mal conmigo? ¿De veras estoy loca? Ella está tomando el control”.

“¿Quién está tomando el control?”, respondió él gentilmente, como si le hablara a una niña.

“La otra, la mala. La que siempre dice cosas terribles y me mete en problemas. Esa parte de mí. Es ella la que trata de matarme de hambre y me está echando la culpa. No es justo”.

Me escuché hablando a mí misma, sorprendida. Verdaderamente, pensé, debo estar volviéndome loca.

“Sólo hay una tú, Rachel, sólo una. Estás fragmentando, disociando”.

“¿Qué significa eso?”

El Dr. Padgett procedió a explicar los términos. Fragmentar, o disociar, ocurre cuando una persona no tiene una personalidad totalmente integrada. Emergen diferentes aspectos de la personalidad, dependiendo de la situación. Es una manera parchada de conducirse.

Cuando me hallaba sobrecogida por el miedo, la persona abusiva con comportamiento rudo venía  a enfrentar la amenaza y reducir los sentimientos de indefensión y vulnerabilidad. Cuando me hallaba abrumada por la necesidad de estar cerca de alguien, emergía la niña que suplicaba. En muchas situaciones, la sensibilidad y racionalidad adultas están presentes, y por tanto, las personalidades están de alguna manera integradas y sometidas. Pero en momentos de sentimientos intensos, una de las otras dos personas aparecía, abrumándome.

No era la disociación del tipo trastorno de personalidad múltiple, explicó, porque yo siempre estaba consciente, por lo menos en cierto nivel, de lo que estaba haciendo y diciendo. Una persona con trastorno de personalidad múltiple, como Sybil, no tendría la conciencia que yo tenía.

Pero la disociación establecía la etapa para el fiero conflicto interno en que las dos personas interiores, como agua y aceite, luchaban una contra otra. Una, claramente femenina; una claramente masculina. Era el legado de abuso, de tratar de complacer tanto a un padre y a una madre que despreciaban la feminidad.

Sin embargo, no todo en mí era un infante. Algunos aspectos de mi carácter habían logrado crecer hasta alcanzar una etapa más avanzada de desarrollo que otros. Yo era capaz, en muchas ocasiones, de interactuar de manera muy funcional en situaciones adultas. Era importante explorar la persona de la infancia para comprenderla mejor y un día integrarlas, me dijo el Dr. Padgett, pero aún más importante era recordar que también era adulta. En la medida que lograra retener ese aspecto adulto mientas exploraba los otros, podría manejar la introspección y finalmente podría trabajar para convertirlo en un todo. Sin embargo, si perdía al adulto dentro de mí y dejaba que la persona infantil tomara el control completamente, los resultados podrían ser desastrosos.


lunes, 15 de septiembre de 2014

Terapia para Rachel, anorexia

Para cuando hube alcanzado mi meta de 55 kg, supe que mi “dieta” no era como las dos que había manejado exitosamente después de dar a luz. En su lugar, era un eco de mi anorexia de 1978: el aislamiento, la obsesión y el alejamiento de las relaciones optando en su lugar por actividad frenética. El número en la báscula me dijo que era el momento de volver a comer con regularidad. Sin embargo, un plato de comida que no pertenecía a la dieta me provocaba náusea. No podía obligarme a comerlo o probaba una pequeña porción y tiraba el resto, diciendo que estaba satisfecha. Comer una barra de caramelo me conducía a horas de recriminación insoportable al mirar mis muslos “expandirse” ante mis ojos. El único alivio venía de saltarme la siguiente comida y hacer una sesión triple de ejercicio. Era toda una penitencia; sólo una lectura igual o menor en la báscula me otorgaba la absolución.

Tim, al tanto de la historia de mi adolescencia y de mis dietas post embarazo, se hallaba preocupado. Comenzó a preguntar si no estaba llevando esto demasiado lejos, así que empecé a mentir vaciando platos de puré de papa en la basura cuando él no me veía, ocultándolo cuidadosamente detrás de una toalla de papel o una caja de cereal vacía. Afirmaba que tenía gripe o había comido un gran refrigerio justo antes de la cena. Mentiras.

Yo no necesitaba un psiquiatra que me dijera lo que era esto. No estaba en negación, tenía conciencia de mi problema, pero no podía controlarlo.

Sintiéndome a merced de algo más allá de mi control, continué con mi patrón de apertura con el Dr. Padgett y le comuniqué mi descubrimiento.

“Dr. Padgett,” dije, “sé que ahora mismo tengo un peso normal. No me veo emaciada o nada parecido y lo sé. Puedo recordar claramente la anorexia de aquella época y esto es exactamente lo mismo. ¿Qué hago?” Volvía a  entregarme. Era otra vez el humilde penitente ante el confesor. Esperaba la reacción amenazadora de mi padre, la insistencia de mis amigos, o el temor de Tim.

Tal vez el Dr. Padgett sabía cómo reaccionaría yo ante cualquiera de estos casos ―vería las amenazas como persecución, ignoraría la insistencia o le adjudicaría malos motivos, o disfrutaría el temor, así que no me respondió como había esperado. No me dijo que si había alguien que debía saber de esto era yo y que mejor “pusiera los pies en la tierra y comenzara a comer”.

En su lugar, vio la reemergencia de la anorexia como evidencia de que yo verdaderamente estaba reprimiendo a una niña interior. La solución a este problema más reciente no era dar sermones sobre hábitos de alimentación, sino explorar las emociones de mi niña interior. Este episodio anoréxico no era una coincidencia, sino la última forma de defensa. No querer comer estaba ligado a no querer sentir. “Piensa en tus temores sepultados y en tus sentimientos irracionales como esos bichitos gordos”, dijo él. “Tú sabes, los que se arrastran bajo las piedras. Cuando levantas una piedra y los expones a la luz, rápidamente forman una bolita de dura cubierta. Cuando la amenaza de exposición se ha ido, rápidamente corren hacia la roca más cercana”.

“Tienes sentimientos dolorosos y atemorizantes dentro de ti, tan atemorizantes que preferirías sufrir indefinidamente, algunas veces preferirías morir antes de verlos a la luz del día. Tus defensas son las piedras bajo las que te escondes. La terapia es un proceso que busca poner tus peores temores, los bichos gorditos, a la luz, que es exactamente lo que una parte de ti quiere hacer; la parte que  recientemente has estado mostrando aquí”.

“Pero no es la única parte de ti. La otra parte tiene tanto miedo que hará casi cualquier cosa para evitar el escrutinio. Así que encuentra más piedras bajo las que los bichos puedan esconderse, la roca de la ira, la roca de me-importa-un-bledo, la roca ‘jódete Dr. Padgett, te odio’, la roca de la ideación suicida; y ahora la roca más reciente: la roca de la anorexia. Esta no es una enfermedad aparte, Rachel: es sólo una roca más bajo la cual peden esconderse, un lugar más para evitar enfrentar los mismos sentimientos”.

¿Quién es esa otra parte? ¿Quién es esa niña interior de la que siempre está hablando? ¡Odio a esa niña! Me ha destruido en todo momento, con intención de sabotearme. Quiere matarme. Ahora está tratando de destruir la terapia justo cuando he recuperado el control y me he  estabilizado con trabajo arduo. Quiere matarme. Bueno, ¡ahora yo quiero matarla!

“Nunca dije que la terapia iba a ser fácil”, continuó el Dr. Padgett. “Nunca dije que no iba a ser frustrante, deteniéndose y arrancando otra vez yalgunas veces un paso hacia delante será seguido de dos pasos hacia atrás. Cada vez que levantamos una piedra y exponemos esos bichos, esos sentimientos―los bichos― correrán hacia otra roca a esconderse.”

“Pero un día, Rachel, no quedarán rocas. Un día habremos levantado la última roca. Sin un lugar donde esconderse, los bichos se dispersarán para siempre y tú experimentarás una vida que nunca creíste posible”.

“La roca de la anorexia es grande, muy intensa. Podría parecer que todo está perdido y que las cosas se están poniendo peor. Entre menos rocas hayan, más bichos encontraremos bajo las rocas que quedan. Pero nos estamos acercando a esos sentimientos, Rachel. Cada vez estamos más cerca. Juntos, nosotros dos vamos a levantar también esa roca, como ya hemos hecho con todas las otras. Este no es momento para huir, es momento para sentir”.


Sólo si esa malvada niña me lo permite, Dr. Padgett. Sólo si ella me lo permite.