La
pequeña cuna de roble con el patito pintado en un lado. Mi cuna, la cuna de
Jeffrey, la cuna de Melissa. Inconfundible.
Mamá
está desesperada, enloquecida. Ella grita: “¡cállate, deja de llorar!”
Tengo
hambre, tengo mucha hambre. Tengo tanta hambre que me duele.
“No
puedo darte de comer, todavía no es hora. ¡Deja de llorar! ¡Cállate!”
Miradas
de furia, manos que me buscan. Las veo. Me alejo de ellas.
¡Estoy
volando! Veo la pared. ¡Estoy volando!
Todo
se hace negro.
Estaba hiperventilando y gritando
otra vez. La transpiración y el horror se habían convertido en un ritual
nocturno. Había resistido una semana de esto. Estaba tan exhausta que apenas
podía mantenerme despierta, y al mismo tiempo demasiado horrorizada como para
poder dormir. Cuando el agotamiento me vencía y cerraba los ojos, las pesadillas
me invadían con fiera intensidad, el inconsciente tomaba el control. Era un
infierno en la tierra sin escapatoria, ni siquiera durante el sueño. Embotada
durante el día, poseída durante la noche, una secuencia interminable de
pesadillas me azotaban con su furia. Yo especulaba respecto a lo que sucedía,
pero nunca podía llegar a ninguna conclusión. ¿Qué era simbólico y qué era un
recuerdo real? Una cosa era segura: si mis padres me habían hecho estas cosas
realmente, jamás lo admitirían, ni siquiera en su lecho de muerte.
La mayoría de las enfermeras,
incluso aquellas que yo había agraviado antes, me apoyaron en este trance. Se
daban cuenta de que esta vez estaba haciendo un verdadero intento. Cuando era
presa de estas pesadillas y lloraba angustiada, las enfermeras hacían lo más
que podían para consolarme y calmarme, pero sólo el Dr. Padgett y yo
entendíamos la intensidad de nuestra terapia y lo que estos sueños podían estar
expresando.
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