sábado, 20 de septiembre de 2014

Terapia para Rachel, pesadillas estando hospitalizada

La pequeña cuna de roble con el patito pintado en un lado. Mi cuna, la cuna de Jeffrey, la cuna de Melissa. Inconfundible.

Mamá está desesperada, enloquecida. Ella grita: “¡cállate, deja de llorar!”

Tengo hambre, tengo mucha hambre. Tengo tanta hambre que me duele.

“No puedo darte de comer, todavía no es hora. ¡Deja de llorar! ¡Cállate!”

Miradas de furia, manos que me buscan. Las veo. Me alejo de ellas.

¡Estoy volando! Veo la pared. ¡Estoy volando!

Todo se hace negro.

Estaba hiperventilando y gritando otra vez. La transpiración y el horror se habían convertido en un ritual nocturno. Había resistido una semana de esto. Estaba tan exhausta que apenas podía mantenerme despierta, y al mismo tiempo demasiado horrorizada como para poder dormir. Cuando el agotamiento me vencía y cerraba los ojos, las pesadillas me invadían con fiera intensidad, el inconsciente tomaba el control. Era un infierno en la tierra sin escapatoria, ni siquiera durante el sueño. Embotada durante el día, poseída durante la noche, una secuencia interminable de pesadillas me azotaban con su furia. Yo especulaba respecto a lo que sucedía, pero nunca podía llegar a ninguna conclusión. ¿Qué era simbólico y qué era un recuerdo real? Una cosa era segura: si mis padres me habían hecho estas cosas realmente, jamás lo admitirían, ni siquiera en su lecho de muerte.


La mayoría de las enfermeras, incluso aquellas que yo había agraviado antes, me apoyaron en este trance. Se daban cuenta de que esta vez estaba haciendo un verdadero intento. Cuando era presa de estas pesadillas y lloraba angustiada, las enfermeras hacían lo más que podían para consolarme y calmarme, pero sólo el Dr. Padgett y yo entendíamos la intensidad de nuestra terapia y lo que estos sueños podían estar expresando.

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