lunes, 1 de septiembre de 2014

Reacción de Rachel al contenido del informe

Después de encontrar una silla en una esquina relativamente privada del lobby del hospital, procedí a leer el informe en su totalidad. No podría decir qué había esperado, pero no la andanada de etiquetas dolorosas que leí en ese informe. Podía haber manejado palabras como “ruda”, “incomprendida”, “errática”, o “rebelde”. En lugar de eso, esta prueba clínica hacía trizas mi carácter. Manipuladora. Seductora y promiscua. Excesivamente dramática. Exige ser el centro de atención. Excesivamente dependiente. Histriónica―en ocasiones histérica.  Oscilaciones extremas en el estado de ánimo. Claras tendencias suicidas así como sociopatológicas.

Necesité todo el autocontrol que pude conseguir, para no vomitar en el suelo. Estaba temblando, estaba en shock. Volví a revisar la portada para asegurarme de que el informe era mío y no de otra persona. Noté que había sido compilado por la misma psicóloga que había conducido la terapia de grupo, Weebles. Mi dolor se transformó en justa indignación. Weebles me había dañado porque sus sesiones de terapia eran festines de lloriqueos que no producían ningún efecto, porque era una perra prepotente que no quería escuchar a la gente que quería hablar e invadía la privacía de quienes no querían hacerlo. Lo había hecho sólo porque yo no iba a jugar con su grupo que se zambullía en una orgía de habladuría sensible. Por todo eso, había decidido vengarse y perjudicarme con los resultados de la prueba.  Había logrado que yo pareciera porquería. ¡Al diablo con ella!

Y comprendí que Padgett había estado de acuerdo, el hijo de perra. Me había mentido, me había conducido, me había traicionado. ¿Cómo había podido confiar en él? ¿Cómo había podido ser tan tonta como para creer que le importaba?

Todavía temblando, ahora con furia en vez de shock, me dirigí al teléfono de paga más cercano en el vestíbulo. Mientras batallaba buscando muy enojada la tarjeta del doctor y una moneda de 25 centavos, se rompió la correa de mi bolso y este cayó al suelo. Con la moneda y la tarjeta en mano, patee mi bolso, catapultándolo contra la otra pared, esparciendo su contenido sobre la alfombra. Finalmente puse la moneda en el teléfono y marqué.

“Oficina del doctor Padgett”.

“Necesito hablar con el Dr. Padgett, ¡ahora!”

“Lo siento. Está con un paciente en este momento. ¿Quiere dejar mensaje?”

Otro maldito paciente. ¿Qué tanto estaba jugando con la mente de ese? Los celos me inundaron al pensar que había alguien además de mí.

“¡Escuche. Necesito hablar con él ahora! No, no, espere un momento―maldita sea. Adelante, dele un mensaje. Dígale a ese bastardo que puede tomar su terapia y metérsela en el trasero. Ahora puede cancelar mis citas. He terminado con ese mentiroso hijo de perra, y puede decirle eso también.”

“Disculpe, señora. ¿Señora? Por favor espere un momento”.

Con un click del teléfono, el Dr. Padgett se puso al habla. La marchita respuesta pavloviana a su voz hizo que me enojara aún más.

“Hijo de perra”, gritaba con lágrimas en mis ojos. La mujer del escritorio en el lobby me miraba a través de las puertas dobles de vidrio. “¿Qué basura es esta, eh? Estas malditas mentiras. ¿Por qué no hizo que escribiera “pendeja” y nada más?”

“Rachel”, contestó él calmadamente, aparentemente ignorando el estallido, “es un informe compilado de preguntas que tú contestaste. No te define totalmente”.

“¿Entonces usted admite que son un montón de mentiras, eh?” “¿Lo admite?”

“No dije que fuera inexacto, dije que no es completo”.

“¿Lo leyó?” ahora lloriqueaba, implorando empatía. “¿Lo hizo Dios mío?, esas palabras. ‘Manipuladora’. ‘Psicótica’. ‘Dependiente’ Maldita sea, Dr. Padgett,  ¿me odia usted tanto?”

“Sabes que no te odio, Rachel. Tienes problemas serios, pero no te odio y no eres una pendeja. Trabajaremos en eso juntos. Obviamente tendremos que hablar de este informe con mucho más detalle”.

Su voz era otra vez un tónico tranquilizador, casi hipnótico, encantador. Lo necesitaba. Correcto. Necesitaba que se deshiciera de su paciente  y hablara conmigo, me tranquilizara con sus palabras sanadoras durante horas como lo había hecho el día que lo conocí.

“¿Podríamos vernos ahora mismo?” imploré.

“Tengo citas el resto del día y todo el día de mañana. Posiblemente Regina pueda darte cita para el jueves”.

“Jueves no”, respondí, mis lágrimas histéricas aumentaban in crescendo. “¡Ahora, maldita sea, ahora! ¡Necesito verlo ahora!”

“Lo siento, pero eso no es posible. Podemos hablar de esto en nuestra próxima sesión”.

“Le tengo noticias, pendejo.  No va a haber una próxima sesión. ¿Cómo se atreve a darme un informe de porquería como ese y después darme la espalda? Usted sabía que me mataría. Bueno, al diablo con usted y con toda la basura freudiana. Me retiro”.

En un tono final firme, respondió simplemente: “tú sabes lo que haces. Espero que te quedes. Creo que puedo ayudarte, pero tú decides si confías en mí o no. De veras no puedo hablar de eso ahora. Podemos explorarlo más en nuestra próxima sesión. Adiós, Rachel”.

La llamada regresó a la recepcionista y yo colgué violentamente; el golpe resonó en el vestíbulo. El doctor igual pudo haber clavado un cuchillo en mi corazón. Mi cabeza daba vueltas.  ¿Podía haber estado mal, o tal vez no le había dicho lo suficiente?¿Lo odiaba porque no le importaba si desaparecía de la faz de la tierra o lo necesitaba más de lo que había necesitado a nadie en toda mi vida?”

Cayendo sobre mis rodillas y manos, lentamente reuní el contenido de mi bolso, permaneciendo inmóvil unos minutos sin poder controlar mis lágrimas, gimiendo y temblando como un animal rabioso. La recepcionista, visiblemente afectada por lo que veía, se puso de pie y se aproximó a la puerta doble para investigar. Humillada, me sobrepuse a la situación y de alguna manera, milagrosamente, comencé a manejar hacia casa.

La histeria y los epítetos profanos de la traición, los dolores alternos de justa indignación e intensa vergüenza, casi me hicieron perder el control. Maldita sea, estaba loca, completamente loca. El hospital y el Dr. Padgett habían empeorado mi situación. Había estallado.

En casa, Tim se puso de mi lado al escuchar mi relato. Él también pensaba que Weebles había asesinado mi carácter.  Sin embargo, esto era poco consuelo. El Dr. Padgett estaba de su lado, era él quien contaba. Yo ya era adicta a ese hombre y me odiaba por ello.


Temprano, la mañana siguiente, llamé a su oficina y dócilmente pedí a Regina una cita para el jueves, si todavía estaba disponible. Lo estaba, el Dr. Padgett la había dejado abierta.

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