Después de encontrar una silla en
una esquina relativamente privada del lobby del hospital, procedí a leer el
informe en su totalidad. No podría decir qué había esperado, pero no la
andanada de etiquetas dolorosas que leí en ese informe. Podía haber manejado
palabras como “ruda”, “incomprendida”, “errática”, o “rebelde”. En lugar de
eso, esta prueba clínica hacía trizas mi carácter. Manipuladora. Seductora y promiscua. Excesivamente dramática. Exige ser
el centro de atención. Excesivamente dependiente. Histriónica―en ocasiones
histérica. Oscilaciones extremas en el estado de ánimo. Claras tendencias suicidas
así como sociopatológicas.
Necesité todo el autocontrol que
pude conseguir, para no vomitar en el suelo. Estaba temblando, estaba en shock.
Volví a revisar la portada para asegurarme de que el informe era mío y no de
otra persona. Noté que había sido compilado por la misma psicóloga que había
conducido la terapia de grupo, Weebles. Mi dolor se transformó en justa
indignación. Weebles me había dañado porque sus sesiones de terapia eran
festines de lloriqueos que no producían ningún efecto, porque era una perra
prepotente que no quería escuchar a la gente que quería hablar e invadía la
privacía de quienes no querían hacerlo. Lo había hecho sólo porque yo no iba a
jugar con su grupo que se zambullía en una orgía de habladuría sensible. Por
todo eso, había decidido vengarse y perjudicarme con los resultados de la
prueba. Había logrado que yo pareciera
porquería. ¡Al diablo con ella!
Y comprendí que Padgett había
estado de acuerdo, el hijo de perra. Me había mentido, me había conducido, me
había traicionado. ¿Cómo había podido confiar en él? ¿Cómo había podido ser tan
tonta como para creer que le importaba?
Todavía temblando, ahora con furia
en vez de shock, me dirigí al teléfono de paga más cercano en el vestíbulo. Mientras
batallaba buscando muy enojada la tarjeta del doctor y una moneda de 25
centavos, se rompió la correa de mi bolso y este cayó al suelo. Con la moneda y
la tarjeta en mano, patee mi bolso, catapultándolo contra la otra pared,
esparciendo su contenido sobre la alfombra. Finalmente puse la moneda en el
teléfono y marqué.
“Oficina del doctor Padgett”.
“Necesito hablar con el Dr.
Padgett, ¡ahora!”
“Lo siento. Está con un paciente
en este momento. ¿Quiere dejar mensaje?”
Otro maldito paciente. ¿Qué tanto
estaba jugando con la mente de ese? Los celos me inundaron al pensar que había
alguien además de mí.
“¡Escuche. Necesito hablar con él
ahora! No, no, espere un momento―maldita sea. Adelante, dele un mensaje. Dígale
a ese bastardo que puede tomar su terapia y metérsela en el trasero. Ahora
puede cancelar mis citas. He terminado con ese mentiroso hijo de perra, y puede
decirle eso también.”
“Disculpe, señora. ¿Señora? Por
favor espere un momento”.
Con un click del teléfono, el Dr.
Padgett se puso al habla. La marchita respuesta pavloviana a su voz hizo que me
enojara aún más.
“Hijo de perra”, gritaba con
lágrimas en mis ojos. La mujer del escritorio en el lobby me miraba a través de
las puertas dobles de vidrio. “¿Qué basura es esta, eh? Estas malditas
mentiras. ¿Por qué no hizo que escribiera “pendeja” y nada más?”
“Rachel”, contestó él
calmadamente, aparentemente ignorando el estallido, “es un informe compilado de
preguntas que tú contestaste. No te define totalmente”.
“¿Entonces usted admite que son
un montón de mentiras, eh?” “¿Lo admite?”
“No dije que fuera inexacto, dije
que no es completo”.
“¿Lo leyó?” ahora lloriqueaba,
implorando empatía. “¿Lo hizo Dios mío?, esas palabras. ‘Manipuladora’. ‘Psicótica’.
‘Dependiente’ Maldita sea, Dr. Padgett, ¿me
odia usted tanto?”
“Sabes que no te odio, Rachel.
Tienes problemas serios, pero no te odio y no eres una pendeja. Trabajaremos en
eso juntos. Obviamente tendremos que hablar de este informe con mucho más
detalle”.
Su voz era otra vez un tónico
tranquilizador, casi hipnótico, encantador. Lo necesitaba. Correcto. Necesitaba
que se deshiciera de su paciente y
hablara conmigo, me tranquilizara con sus palabras sanadoras durante horas como
lo había hecho el día que lo conocí.
“¿Podríamos vernos ahora mismo?”
imploré.
“Tengo citas el resto del día y todo
el día de mañana. Posiblemente Regina pueda darte cita para el jueves”.
“Jueves no”, respondí, mis
lágrimas histéricas aumentaban in crescendo. “¡Ahora, maldita sea, ahora! ¡Necesito
verlo ahora!”
“Lo siento, pero eso no es
posible. Podemos hablar de esto en nuestra próxima sesión”.
“Le tengo noticias, pendejo. No va a haber una próxima sesión. ¿Cómo se
atreve a darme un informe de porquería como ese y después darme la espalda?
Usted sabía que me mataría. Bueno, al diablo con usted y con toda la basura
freudiana. Me retiro”.
En un tono final firme, respondió
simplemente: “tú sabes lo que haces. Espero que te quedes. Creo que puedo
ayudarte, pero tú decides si confías en mí o no. De veras no puedo hablar de
eso ahora. Podemos explorarlo más en nuestra próxima sesión. Adiós, Rachel”.
La llamada regresó a la
recepcionista y yo colgué violentamente; el golpe resonó en el vestíbulo. El
doctor igual pudo haber clavado un cuchillo en mi corazón. Mi cabeza daba
vueltas. ¿Podía haber estado mal, o tal
vez no le había dicho lo suficiente?¿Lo odiaba porque no le importaba si
desaparecía de la faz de la tierra o lo necesitaba más de lo que había
necesitado a nadie en toda mi vida?”
Cayendo sobre mis rodillas y
manos, lentamente reuní el contenido de mi bolso, permaneciendo inmóvil unos
minutos sin poder controlar mis lágrimas, gimiendo y temblando como un animal
rabioso. La recepcionista, visiblemente afectada por lo que veía, se puso de
pie y se aproximó a la puerta doble para investigar. Humillada, me sobrepuse a
la situación y de alguna manera, milagrosamente, comencé a manejar hacia casa.
La histeria y los epítetos
profanos de la traición, los dolores alternos de justa indignación e intensa
vergüenza, casi me hicieron perder el control. Maldita sea, estaba loca,
completamente loca. El hospital y el Dr. Padgett habían empeorado mi situación.
Había estallado.
En casa, Tim se puso de mi lado
al escuchar mi relato. Él también pensaba que Weebles había asesinado mi
carácter. Sin embargo, esto era poco
consuelo. El Dr. Padgett estaba de su lado, era él quien contaba. Yo ya era
adicta a ese hombre y me odiaba por ello.
Temprano, la mañana siguiente,
llamé a su oficina y dócilmente pedí a Regina una cita para el jueves, si
todavía estaba disponible. Lo estaba, el Dr. Padgett la había dejado abierta.
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