Las
luces intermitentes del camión de bomberos iluminan el paisaje suburbano. Los
vapores de diesel me provocan náuseas.
Papá
está muy enojado. Toma el control, exigiendo saber qué pasó.
La
abuela mira hacia abajo, asomando su rostro entre las nubes con una horrible
mueca de enojo en su rostro habitualmente sonriente. Mueve la cabeza y señala
hacia abajo y grita: “¡Eres una madre terrible! ¡Me avergüenzo de ti!”
Mamá
llora cubriéndose el rostro avergonzada. Papá y la abuela y los bomberos la
recriminan sin piedad. Ella es el centro, la mártir de la escena.
Y
en la distancia hay dos pequeñas cajas. Parecen ataúdes, no, figuritas de
madera, inmóviles, abandonados, sin expresión facial, inmovilizadas por el
horror. Nadie les presta ninguna atención.
Es
mi hermano mayor, conmigo.
La enfermera autoritaria estaba
parada al pie de mi cama. Esta vez me dio gusto verla. Eran las dos de la
mañana y yo estaba empapada en sudor, todavía temblando e hiperventilando.
“Vamos, Rachel. Ya estás
despierta. Fue sólo un sueño. Necesitas tranquilizarte”.
“¡Fue horrible!”, grité llorando,
“¡horrible!” Los camiones de bomberos, y papá gritando, mamá llorando y la
abuela mirando de entre los muertos señalándonos con el dedo. Y todos nos
abandonaron ahí. ¿Qué pasó? ¿Qué hizo mi madre? ¿Por qué estábamos ahí? ¿Qué
pasó? ¿Qué me hizo mi madre?”
“No puedo entender lo que me
dices. Es una pesadilla, Rachel, una pesadilla. Puedes hablar de eso con tu
doctor en la mañana. En este momento necesitas descansar”.
Ella me permitió dirigirme al
salón a fumar un cigarrillo. Traté de volver a dormir, pero la misma pesadilla se
volvió a presentar. Finalmente me di por vencida y permanecí despierta,
esperando que las distracciones de la mañana se llevaran mi malestar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario