miércoles, 3 de septiembre de 2014

Terapia para Rachel, en el diván

Después de ser dada de alta de mi segunda hospitalización, procedí a actuar más fuera de control que nunca. Llevaba conmigo un renovado escepticismo y resentimiento contra el Dr. Padgett y un temor mayor  a haber sido juzgada irrevocablemente loca―algo por lo que también culpaba al doctor. Las sesiones de terapia seguían un patrón consistente. Yo estaba beligerante, o defensiva u hostil, o atacando todo lo que el Dr. Padgett decía; o estaba entumida, sin emoción. Cruzaba los brazos y afirmaba que la terapia era una pérdida de tiempo y dinero y no tenía nada de qué hablar. El Dr. Padgett presionaba cada vez más para que llegáramos a asuntos de mi niñez, cosa que yo resistía con toda la furia que podía reunir. No solo amenazaba mi vida, sino también amenazaba con decir tanto a la American Medical Association y a los medios que Padgett era un fraude, algo que yo creía sinceramente.

“Mi padre tenía razón respecto a ustedes, los loqueros,” dije. “No son nada más que un montón de falsos codiciosos, fastidiando las mentes de las personas para que se enganchen”.

Era difícil recordar que habían existido momentos de alivio y más aún explicarme cómo, a pesar de todo el odio que sentía contra él, seguía pagando 120 dólares por sesión, tres días por semana, para verlo. No podía imaginar la vida sin él. Era demasiado tarde para irme, pensaba, ya estaba enganchada y convencida de que la única manera de salir de esta trampa que me llevaba en espiral hacia abajo, era muriendo.

Claramente, la terapia había perdido el rumbo. Estábamos repitiendo los mismos asuntos, y yo ponía obstáculos a la exploración de cualquier cosa nueva. Perdía confianza rápidamente, no solo en el proceso, sino también en mí misma.

Por ello, el Dr. Padgett sugirió una forma más intensiva de terapia: el uso del diván. El diván, el terapeuta en una silla asintiendo vagamente, el paciente apoyado en su espalda, mirando el techo. Era el epítome del estereotipo psicoterapéutico, estilo Viena. Al comenzar la siguiente sesión, me dirigí directamente al diván.

“Ummm, esto es extraño,” dije mirando al techo buscando sus imperfecciones y distraerme de una sorprendente sacudida de ansiedad. “Dr. Padgett. ¿Está usted ahí?”

“Sí”, escuché su voz, el tónico gentil. “Aquí estoy”.

Me sentí sorprendida por lo mucho que me tranquilizaron sus palabras. Sin contacto visual, me sentía extrañamente aislada. Esto, pensé, era más intenso de lo que había creído.

“¿Dr. Padgett?”

“Sí”.

“¿Qué hago aquí?, quiero decir, ¿qué se supone que debo decir?”  La ansiedad comenzaba a abrumarme.

“Di cualquier cosa que venga a tu mente. Sólo relájate. Estoy aquí, sólo di lo que tienes en mente”.

Después de un breve silencio, una visión apareció en mi mente. Comencé a gemir. Quería detenerme, pero no podía.

“Está bien,” dijo él con una voz hipnótica. “¿Qué está pasando en este momento?”

“Estoy en mi habitación,” respiraba pesadamente, mi corazón latía con mucha fuerza, comenzaba a transpirar. “Miro por la ventana, está oscuro allá afuera; oscuridad total. Atemorizante. Y pienso en lo que sucede cuando uno muere, sobre dónde estaba antes de nacer y de veras me asusta. ¿Qué era yo antes de nacer?”

“¿Qué edad tienes?”

“Soy pequeña, tal vez seis años.” Podía sentir cómo comenzaba a hiperventilar.

“Está bien, aquí estoy. ¿Por qué no vas y le dices a alguien? ¿Por qué no vas a buscar a tus padres?”

“¡No puedo! Se enojarán mucho conmigo. Soy una bebé, le temo a la oscuridad. Pienso en esas cosas tontas. Ellos odian eso, ya están enojados conmigo. No puedo molestarlos más. Es tarde, ellos… ellos…”

Ahora temblaba visiblemente.

“Está bien, aquí estoy. ¿Qué harían ellos?”

“Tengo que ir al baño, es de veras urgente”.

“¿Y por qué no lo haces?”

“Porque no puedo salir de mi habitación. Tengo miedo. Él está en ropa interior; está enojado; me dijo que no quiere ver mi maldito rostro otra vez durante la noche si sé lo que es bueno para mí. Él me verá, él… él…”

“¿Qué hará él?”

“Tomará el cinturón. Me dijo que me callara y me fuera a la cama. Tengo que quedarme aquí. Estoy demasiado asustada”.

“¿Demasiado asustada como para no ir al baño cuando necesitas hacerlo?”

“Él me dijo que me callara y me fuera a la cama. No puedo salir de aquí. Tengo miedo, quisiera estar muerta, pero no puedo porque no sé qué le pasa a los muertos. No sé de dónde vine”.

“¿No has hablado con ellos de la muerte, de lo mucho que te asusta?”

“¡No puedo! El abuelo acaba de morir. No quieren hablar de eso. Ella llora todo el tiempo, él no llora en absoluto. Dicen que pienso demasiado y eso es malo, muy malo. Pienso que soy demasiado inteligente para mi propio bien, pero no soy tan inteligente. Solamente quiero ser el centro de atención. ¡No puedo decírselo a ellos! ¡No puedo ir al baño! Ni siquiera puedo morir. Estoy demasiado asustada, por favor ayúdeme”.

“Está bien. Estás aquí en mi oficina y yo estoy contigo. Esos son sentimientos, nada más. Los sentimientos no pueden lastimarte. Ya no estás ahí, estás aquí y estás a salvo conmigo”.

Mi respiración se desaceleró un poco.

“Te sientes muy asustada, quieres morir, pero no estás segura porque no sabes qué sucede. Necesitas ir al baño, pero también le temes a eso. ¿Entonces qué pasa? ¿Qué haces al respecto?”

“No… no… no puedo decirle eso”.

“¿Por qué no me lo puedes decir?”

“Porque es sucio, horrible, inmundo, un pecado repugnante y me quemaré en el infierno por él”.

“No hay nada que una niña de seis años pueda hacer por lo que pueda quemarse en el infierno, pero si no me lo quieres decir, está bien”.

Como si no lo hubiera escuchado continué, “mi papá me sorprendió una vez, comenzó a blandir el cinturón. Me dijo lo sucia que era y la vergüenza que provocaba. Me dijo que si alguna vez me encontraba haciendo algo así de vergonzoso, lo usaría conmigo”.

“¿El cinturón?”

Asentí llorando.

“¿Te sentiste avergonzada?”

“¡Sí! Estuvo verdaderamente mal. Yo estaba… estaba… jugando conmigo. Me estaba masturbando. ¡Voy a morir y voy a ir al infierno! Mi abuelita me mira y me dice que lo que he hecho es malo y vergonzoso. ¡Ella era una santa, yo soy horrible, y ella me odia!”

“¿Te da placer masturbarte?”

“¡Sí! Eso es lo que está tan mal. Sé que es algo sucio y pecaminoso. Es vergonzoso, pero me gusta hacerlo. No puedo detenerme. Lo hago cada noche, de forma verdaderamente silenciosa, furtiva; de verdad soy mala”.

“No, no eras mala. Tenías mucho miedo, así que hacías algo para mezclar sentimientos placenteros para ahogar los sentimientos horribles que no podías soportar. No hay nada malo en ello, nada vergonzoso o malo. Tenías sólo seis años, hacías algo que necesitabas en un lugar muy atemorizante”.

Para entonces yo lloraba con gemidos muy estridentes, inundada con sentimientos que pertenecían a aquella escena, casi atrapada en ella.

“Sólo nos quedan diez minutos de sesión”, dijo el Dr. Padgett. “¿Por qué no te sientas? Así está bien”.

Mirándolo a los ojos, me sentí sobrecogida por ellos. No lloraba, como yo, ni estaba visiblemente angustiado, como yo lo estaba. Pero a través de la pantalla en blanco que era su rostro, pude ver la tristeza en sus ojos y el renacimiento de nuestra conexión. Habíamos estado juntos en algo, algo intenso y vergonzoso para mí y él había estado conmigo, llevándome a través de ello. No se había reído, no había juzgado, ni reconvenido, ni me había abandonado.

“Necesitas recordar”, dijo, “que lo que acabas de experimentar son recuerdos, del pasado. Los sientes con mucha vergüenza, pero no son vergonzosos en absoluto. Los únicos que debían sentir vergüenza son tus padres por hacerte sentir así. Ahora eres adulta, ya no pueden lastimarte así. Ya no dependes de ellos como en aquella época. Este es el presente, y ahora estás conmigo. Este es un lugar seguro. Requirió de mucho valor vivir esa situación en aquel entonces y ahora. Sobreviviste. Lo lograste. Creciste para convertirte en una mujer adulta. Debes estar orgullosa”.

Yo estaba completamente exhausta y adormecida por la dura experiencia. Las palabras no lograban salir de mi boca, pero podría haberlo escuchado para siempre. Cuando se acabó el tiempo, traté de salir de la oficina, todavía llorando, pero el Dr. Padgett me detuvo. Se olvidó de las reglas. La sesión pasó de la hora, retrasando al siguiente paciente. Como yo estaba visiblemente afectada, me ofreció que me recuperara en la sala de juntas contigua mientras él veía a su siguiente paciente, pero yo rechacé su ofrecimiento. La escena era todavía demasiado vívida para mí, y me costaba trabajo distinguir la línea borrosa que separaba pasado y presente. Sólo quería salir de ahí, alejarme tanto como pudiera de ese diván y de esos recuerdos.

Ahogándome en una densa niebla de emoción, me dirigí al estacionamiento del hospital, que estaba atestado con una multitud de desviaciones, barricadas y luces de precaución amarillas para facilitar una mayor expansión. Después de encender el motor, procedí a embestir cada barricada de madera, reduciéndolas a pedazos ― energizándome y acelerando ante el embriagador sonido de metal que se convierte en chatarra y madera que se astilla.

Fue la única vez que probamos el diván. No estaba lista emocionalmente ni lo suficientemente estable para manejar la intensidad. Aun así, la caja de Pandora de mi temprana infancia había sido abierta y yo iba a enfrentar un pasado que había negado por años, una realidad a la que temía tanto que incluso la muerte había parecido preferible. Verdaderamente, la noción de muerte era reconfortante, en comparación.


No hay comentarios:

Publicar un comentario