Después de ser dada de alta de mi
segunda hospitalización, procedí a actuar más fuera de control que nunca.
Llevaba conmigo un renovado escepticismo y resentimiento contra el Dr. Padgett
y un temor mayor a haber sido juzgada
irrevocablemente loca―algo por lo que también culpaba al doctor. Las sesiones
de terapia seguían un patrón consistente. Yo estaba beligerante, o defensiva u
hostil, o atacando todo lo que el Dr. Padgett decía; o estaba entumida, sin
emoción. Cruzaba los brazos y afirmaba que la terapia era una pérdida de tiempo
y dinero y no tenía nada de qué hablar. El Dr. Padgett presionaba cada vez más
para que llegáramos a asuntos de mi niñez, cosa que yo resistía con toda la
furia que podía reunir. No solo amenazaba mi vida, sino también amenazaba con
decir tanto a la American Medical
Association y a los medios que Padgett era un fraude, algo que yo creía sinceramente.
“Mi padre tenía razón respecto a
ustedes, los loqueros,” dije. “No son nada más que un montón de falsos codiciosos,
fastidiando las mentes de las personas para que se enganchen”.
Era difícil recordar que habían
existido momentos de alivio y más aún explicarme cómo, a pesar de todo el odio
que sentía contra él, seguía pagando 120 dólares por sesión, tres días por
semana, para verlo. No podía imaginar la vida sin él. Era demasiado tarde para
irme, pensaba, ya estaba enganchada y convencida de que la única manera de
salir de esta trampa que me llevaba en espiral hacia abajo, era muriendo.
Claramente, la terapia había
perdido el rumbo. Estábamos repitiendo los mismos asuntos, y yo ponía
obstáculos a la exploración de cualquier cosa nueva. Perdía confianza
rápidamente, no solo en el proceso, sino también en mí misma.
Por ello, el Dr. Padgett sugirió
una forma más intensiva de terapia: el uso del diván. El diván, el terapeuta en
una silla asintiendo vagamente, el paciente apoyado en su espalda, mirando el
techo. Era el epítome del estereotipo psicoterapéutico, estilo Viena. Al
comenzar la siguiente sesión, me dirigí directamente al diván.
“Ummm, esto es extraño,” dije
mirando al techo buscando sus imperfecciones y distraerme de una sorprendente sacudida
de ansiedad. “Dr. Padgett. ¿Está usted ahí?”
“Sí”, escuché su voz, el tónico
gentil. “Aquí estoy”.
Me sentí sorprendida por lo mucho
que me tranquilizaron sus palabras. Sin contacto visual, me sentía extrañamente
aislada. Esto, pensé, era más intenso de lo que había creído.
“¿Dr. Padgett?”
“Sí”.
“¿Qué hago aquí?, quiero decir, ¿qué
se supone que debo decir?” La ansiedad
comenzaba a abrumarme.
“Di cualquier cosa que venga a tu
mente. Sólo relájate. Estoy aquí, sólo di lo que tienes en mente”.
Después de un breve silencio, una
visión apareció en mi mente. Comencé a gemir. Quería detenerme, pero no podía.
“Está bien,” dijo él con una voz
hipnótica. “¿Qué está pasando en este momento?”
“Estoy en mi habitación,”
respiraba pesadamente, mi corazón latía con mucha fuerza, comenzaba a
transpirar. “Miro por la ventana, está oscuro allá afuera; oscuridad total.
Atemorizante. Y pienso en lo que sucede cuando uno muere, sobre dónde estaba
antes de nacer y de veras me asusta. ¿Qué era yo antes de nacer?”
“¿Qué edad tienes?”
“Soy pequeña, tal vez seis años.”
Podía sentir cómo comenzaba a hiperventilar.
“Está bien, aquí estoy. ¿Por qué
no vas y le dices a alguien? ¿Por qué no vas a buscar a tus padres?”
“¡No puedo! Se enojarán mucho
conmigo. Soy una bebé, le temo a la oscuridad. Pienso en esas cosas tontas.
Ellos odian eso, ya están enojados conmigo. No puedo molestarlos más. Es tarde,
ellos… ellos…”
Ahora temblaba visiblemente.
“Está bien, aquí estoy. ¿Qué
harían ellos?”
“Tengo que ir al baño, es de
veras urgente”.
“¿Y por qué no lo haces?”
“Porque no puedo salir de mi
habitación. Tengo miedo. Él está en ropa interior; está enojado; me dijo que no
quiere ver mi maldito rostro otra vez durante la noche si sé lo que es bueno
para mí. Él me verá, él… él…”
“¿Qué hará él?”
“Tomará el cinturón. Me dijo que
me callara y me fuera a la cama. Tengo que
quedarme aquí. Estoy demasiado asustada”.
“¿Demasiado asustada como para no
ir al baño cuando necesitas hacerlo?”
“Él me dijo que me callara y me
fuera a la cama. No puedo salir de aquí. Tengo miedo, quisiera estar muerta,
pero no puedo porque no sé qué le pasa a los muertos. No sé de dónde vine”.
“¿No has hablado con ellos de la
muerte, de lo mucho que te asusta?”
“¡No puedo! El abuelo acaba de
morir. No quieren hablar de eso. Ella llora todo el tiempo, él no llora en
absoluto. Dicen que pienso demasiado y eso es malo, muy malo. Pienso que soy
demasiado inteligente para mi propio bien, pero no soy tan inteligente.
Solamente quiero ser el centro de atención. ¡No puedo decírselo a ellos! ¡No
puedo ir al baño! Ni siquiera puedo morir. Estoy demasiado asustada, por favor
ayúdeme”.
“Está bien. Estás aquí en mi
oficina y yo estoy contigo. Esos son sentimientos, nada más. Los sentimientos
no pueden lastimarte. Ya no estás ahí, estás aquí y estás a salvo conmigo”.
Mi respiración se desaceleró un
poco.
“Te sientes muy asustada, quieres
morir, pero no estás segura porque no sabes qué sucede. Necesitas ir al baño,
pero también le temes a eso. ¿Entonces qué pasa? ¿Qué haces al respecto?”
“No… no… no puedo decirle eso”.
“¿Por qué no me lo puedes decir?”
“Porque es sucio, horrible,
inmundo, un pecado repugnante y me quemaré en el infierno por él”.
“No hay nada que una niña de seis
años pueda hacer por lo que pueda quemarse en el infierno, pero si no me lo
quieres decir, está bien”.
Como si no lo hubiera escuchado
continué, “mi papá me sorprendió una vez, comenzó a blandir el cinturón. Me
dijo lo sucia que era y la vergüenza que provocaba. Me dijo que si alguna vez
me encontraba haciendo algo así de vergonzoso, lo usaría conmigo”.
“¿El cinturón?”
Asentí llorando.
“¿Te sentiste avergonzada?”
“¡Sí! Estuvo verdaderamente mal.
Yo estaba… estaba… jugando conmigo. Me estaba masturbando. ¡Voy a morir y voy a
ir al infierno! Mi abuelita me mira y me dice que lo que he hecho es malo y
vergonzoso. ¡Ella era una santa, yo soy horrible, y ella me odia!”
“¿Te da placer masturbarte?”
“¡Sí! Eso es lo que está tan mal.
Sé que es algo sucio y pecaminoso. Es vergonzoso, pero me gusta hacerlo. No
puedo detenerme. Lo hago cada noche, de forma verdaderamente silenciosa,
furtiva; de verdad soy mala”.
“No, no eras mala. Tenías mucho
miedo, así que hacías algo para mezclar sentimientos placenteros para ahogar
los sentimientos horribles que no podías soportar. No hay nada malo en ello,
nada vergonzoso o malo. Tenías sólo seis años, hacías algo que necesitabas en
un lugar muy atemorizante”.
Para entonces yo lloraba con
gemidos muy estridentes, inundada con sentimientos que pertenecían a aquella
escena, casi atrapada en ella.
“Sólo nos quedan diez minutos de
sesión”, dijo el Dr. Padgett. “¿Por qué no te sientas? Así está bien”.
Mirándolo a los ojos, me sentí
sobrecogida por ellos. No lloraba, como yo, ni estaba visiblemente angustiado,
como yo lo estaba. Pero a través de la pantalla en blanco que era su rostro,
pude ver la tristeza en sus ojos y el renacimiento de nuestra conexión.
Habíamos estado juntos en algo, algo intenso y vergonzoso para mí y él había
estado conmigo, llevándome a través de ello. No se había reído, no había
juzgado, ni reconvenido, ni me había abandonado.
“Necesitas recordar”, dijo, “que
lo que acabas de experimentar son recuerdos, del pasado. Los sientes con mucha
vergüenza, pero no son vergonzosos en absoluto. Los únicos que debían sentir
vergüenza son tus padres por hacerte sentir así. Ahora eres adulta, ya no
pueden lastimarte así. Ya no dependes de ellos como en aquella época. Este es
el presente, y ahora estás conmigo. Este es un lugar seguro. Requirió de mucho
valor vivir esa situación en aquel entonces y ahora. Sobreviviste. Lo lograste.
Creciste para convertirte en una mujer adulta. Debes estar orgullosa”.
Yo estaba completamente exhausta
y adormecida por la dura experiencia. Las palabras no lograban salir de mi
boca, pero podría haberlo escuchado para siempre. Cuando se acabó el tiempo,
traté de salir de la oficina, todavía llorando, pero el Dr. Padgett me detuvo.
Se olvidó de las reglas. La sesión pasó de la hora, retrasando al siguiente
paciente. Como yo estaba visiblemente afectada, me ofreció que me recuperara en
la sala de juntas contigua mientras él veía a su siguiente paciente, pero yo rechacé
su ofrecimiento. La escena era todavía demasiado vívida para mí, y me costaba
trabajo distinguir la línea borrosa que separaba pasado y presente. Sólo quería
salir de ahí, alejarme tanto como pudiera de ese diván y de esos recuerdos.
Ahogándome en una densa niebla de
emoción, me dirigí al estacionamiento del hospital, que estaba atestado con una
multitud de desviaciones, barricadas y luces de precaución amarillas para
facilitar una mayor expansión. Después de encender el motor, procedí a embestir
cada barricada de madera, reduciéndolas a pedazos ― energizándome y acelerando
ante el embriagador sonido de metal que se convierte en chatarra y madera que
se astilla.
Fue la única vez que probamos el
diván. No estaba lista emocionalmente ni lo suficientemente estable para
manejar la intensidad. Aun así, la caja de Pandora de mi temprana infancia
había sido abierta y yo iba a enfrentar un pasado que había negado por años,
una realidad a la que temía tanto que incluso la muerte había parecido preferible.
Verdaderamente, la noción de muerte era reconfortante, en comparación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario