Nunca le di mucha importancia a
la teoría de los sueños, pensando simplemente que no eran más que
entretenimiento aleatorio. Una mezcla de detalles y fragmentos de palabras,
vistazos y sonidos. Sin significado. Una película mental de horror o fantasía
que terminaba con la luz de la conciencia. Salir de la sala, y se acabó.
Pero las pesadillas en el
hospital no terminaron con los créditos apareciendo en la pantalla. Yo era
presa de esas pesadillas mucho tiempo después de haber despertado. No podía
ignorar esos mensajes y no se detendrían hasta que los hubiera enfrentado. Mi
mente inconsciente exigía ser escuchada.
La mayoría de mis sesiones de
terapia durante mi estadía en el hospital e inmediatamente después de su
terminación estaban dedicadas a los sentimientos que estos sueños traían
consigo. ¿Cuál era el mensaje? ¿Era sustancia o simbolismo? ¿Verdad o ficción?
¿O ambas?
¿Cuáles pudieron haber sido los
eventos? ¿Qué significaban las luces intermitentes y mi familia enojada e
histérica? ¿Culpa? ¿Represalias? ¿Por qué? ¿Por qué estaban las dos pequeñas
figuras que parecían de madera separadas del resto de la gente? ¿Fue por abuso?
¿Las cosas se habían puesto tan mal que alguien había llamado al departamento
de bomberos?
En una familia que valoraba la
secrecía sobre cualquier otra cosa, incluso en su interior, los detalles de mi
temprana niñez eran incompletos. Mis padres rara vez hablaban de esa era de la
vida de nuestra familia, aunque hablaban con libertad de años posteriores. ¿Era
sólo una coincidencia, o estaban reteniendo oscuros recuerdos?
Yo sólo sabía que era un tiempo
particularmente estresante para mis padres. Mi papá había estado trabajando
semanas de ochenta horas para que despegara su negocio, y mi llegada (el quinto
hijo en la familia) no fue planeada. Peor, fui niña.
Sabía que durante mi infancia, mi
madre estuvo enferma mucho tiempo. Enfermedades psicosomáticas siempre la
aquejaron en tiempos de gran estrés. Yo sabía que ella siempre fue el tipo de
mamá que se queda en casa, pero por alguna razón, aunque mis hermanos mayores
ya estaban en la escuela, contrataron una niñera para que me cuidara durante
algunos años. ¿Por qué?
Los encefalogramas, las imágenes
de resonancia magnética y las tomografías computarizadas habían mostrado que yo
tenía algún tipo de lesión y tejido de cicatrización en el hemisferio izquierdo
del cerebro. Nunca llegamos a ninguna conclusión, pero ahora me encontré preguntándome
por qué estaba ahí. ¿Era una aberración? ¿Una caída en el parque? ¿O era el
legado del abuso?
Estas eran preguntas horribles.
La posibilidad de abuso existía, pero las únicas personas que sabrían si había
ocurrido o no eran mis padres. Y yo sabía que jamás podría estar segura de sus
respuestas aún si los confrontaba directamente. Si la especulación era falsa,
justificablemente la negarían; pero si era cierta, también la negarían. No
había modo de que pudiera saber. Nada más ponderar la realidad de ese sueño
constituía una acusación seria.
Después de descubrir muchos
recuerdos reales de mi niñez, los que sabía que sí habían ocurrido, empezaba a
sentir furia contra mis padres, la amarga rabia de la traición. Sin embargo, no
podía condenarlos basándome en sueños incompletos sin evidencia firme,
evidencia que nunca tendría.
El Dr. Padgett no dijo mucho esta
vez. Era cauto en no llevarme en ninguna dirección―sueño simbólico o recuerdo.
Con lo mucho que dependía de él, incluso unas pocas palabras podrían haber
inclinado la balanza. En lugar de eso, se enfocó en una cosa que creía que era
real en el sueño―los recuerdos de sentimientos. Siempre había estado convencido
de que, independientemente de la forma que haya tomado, mi temprana infancia
había estado caracterizada por el abuso en una proporción mucho mayor de lo que
yo había imaginado. Determinar los detalles específicos, dijo, no era tan
importante como hacerme a la idea de que había sido abusada y sobre todo,
sentir las emociones que venían con esa revelación.
Alimentarme resultó muy difícil,
pero el Dr. Padgett no mencionó el tema, a pesar de que yo no había ganado ni
una onza de peso corporal. Él creía firmemente que si podía enfrentar estos
temores, con el paso del tiempo la necesidad de ser anoréxica se disiparía.
Para mí ya no era un asunto de
distorsión corporal anoréxica. Era el horror de estos sentimientos, el
reconocimiento de que una realidad que me enfermaba tan nauseabunda que me
ponía al borde del vómito.
Un día llegué al peligroso
extremo de hacerlo en el piso del consultorio. Estaba retorciéndome, sintiendo
náuseas, la bilis subía hacia mi garganta mientras yo batallaba con los
demonios de estos recuerdos de sentimientos. Me sacudí y temblé―cada parte de
mi cuerpo de alguna manera en movimiento. Agarré mi pelo y lo retorcí y mordí
mis dedos en un movimiento cinético sin control. Estaba enloquecida, tratando de
expulsar esos sentimientos de alguna manera.
“Siéntate con ellos”, dijo el Dr.
Padgett tranquilamente pero con firmeza. “Siéntate con esos sentimientos. No
hagas una escena con ellos, no huyas. Siéntelos. Puedes hacerlo, Rachel.
Siéntate y convierte esos sentimientos en palabras o en lágrimas. Compártelos
conmigo. Son sólo sentimientos. Ahora nadie puede hacerte daño. Yo estoy aquí
contigo”.
Las palabras me eludían con
frecuencia y yo sólo podía aullar de dolor―los gritos desgarradores de un niño
que llama a su madre, donde quiera que esté, para que acuda a ayudar a su hijo.
No existen palabras mágicas de alivio para esos gritos, y el Dr. Padgett no las
intentó.
En lugar de eso, permaneció ahí
sentado.
Escuchó.
Él estaba presente y me aceptaba
incondicionalmente. Detrás de la pantalla en blanco yo podía ver el dolor en
sus ojos al presenciar mi sufrimiento. Era un dolor que no creo que hubiera
podido ocultar aun si hubiera querido. Estos sentimientos trascendían palabras
y análisis. Simplemente, necesitaban ser sentidos, y el Dr. Padgett simplemente
necesitaba estar ahí conmigo, sintiendo el dolor de un padre que mira a un hijo
sufrir sabiendo que sólo el tiempo hará que se vaya el dolor.
Terminábamos estas sesiones de
emoción impronta, primaria ―desprovistas de palabras porque los sentimientos
eran tan tempranos en su origen― regresándome gentilmente a la adultez.
Después de una sesión
particularmente intensa, eligió revelar algo de sí mismo. Tenía dos hijos ya
adultos, un varón y una hija. El Dr. Padgett me relató historias de sus
experiencias con sus hijos. Su hijita gateaba, haciendo barullo y riendo
mientras él trataba de cambiarle el pañal, mientras él también reía. Caminaba
silenciosamente hacia sus camas durante la noche, se paraba junto a la cuna,
miraba y los contemplaba maravillándose con gratitud. Abrazaba a su pequeña
mientras ella lloraba, su corazón se desgarraba mientras él deseaba que el
dolor se fuera, pero teniendo cuidado de que la niña no pudiera ver su dolor
porque la niña necesitaba que su padre se mostrara fuerte. Él amó, celebró y
vio la belleza y el milagro en su hija tanto como en su hijo.
Mientras yo emergía de los
recuerdos, todavía entre lágrimas apagadas, exhausta, me decía que esa era la
niñez que yo debí tener. Si bien no podíamos reescribir el pasado, él podía
satisfacer mi necesidad de amor y aceptación incondicional. Jamás podría ser un
substituto, ni podría borrar el pasado, pero podía ayudarme a unificarme en el
presente.
Escuché y fantasee respecto a
cómo habría sido mi vida si el Dr. Padgett hubiera sido mi padre. Eran pensamientos
reconfortantes, pero dolorosos también. La única manera como podía conjurarlos
era sumergirme en las profundidades de la vulnerabilidad que sentí siendo una niña.
Tanto como a él le resultó doloroso recordarme que jamás volvería a ser una
niña, yo desee fervientemente que fuera posible. La distinción entre fantasía y
realidad era una que yo evitaba hacer, desesperadamente.
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