Yo pesaba 50 kg, la marca
crítica. Dos partes mías en conflicto estaban en guerra virtual respecto a la
aguja en la báscula, que tercamente se había aferrado a los 50 kg por más de
dos semanas. Tal vez unos kilos por debajo de lo que debería ser, pensaba
mientras me ponía de pie en la báscula―algo que ahora hacía varias veces al día―
pero al menos estoy manteniendo mi peso. El episodio ha terminado y puedo
seguir con la terapia. Pero otra parte de mí se estaba apoderando de esta parte
racional de mi persona. Este “mí”, inquieto ante la marca inmovilizada en la
báscula, consideraba esa meseta un fracaso. Este peso “normal” era una marca
que había que superar. Sólo un incremento en mi dedicación a la dieta y el
ejercicio podían llevarme a donde necesitaba llegar. Estaba consciente de las
ramificaciones de vida o muerte de matarme de hambre a mí misma, pero mi álter
ego estaba igualmente convencido de que perder más peso era una cuestión de
vida o muerte.
Finalmente, esa otra parte
comenzó a ganar, y volví a perder peso. Ocasionalmente me desmayaba, una vez en
presencia de un cliente. Más de una vez sentí dolores intensos en el pecho, muy
probablemente resultado de un ataque de pánico. Esos ataques me recordaron a la
cantante Karen Carpenter que no había muerto propiamente de inanición, sino de
un ataque cardiaco resultado de su dieta. Comencé a asustarme al darme cuenta
de que esta dieta podía matarme. Era como estar en una lucha por la
supervivencia contra un enemigo asesino, excepto que era yo la que luchaba por
la supervivencia y era también yo el enemigo interior.
“Dr. Padgett”, supliqué con
lágrimas en los ojos en una sesión a principios de Febrero, “esta niña
interior, está tomando el control. ¿No puede hacer nada respecto a ella? Yo ya
no puedo hacer nada. Sé que es peligroso, pero no puedo detenerla. Quiero dejar
la dieta, de veras. Ayúdeme”.
“No puedo detener a nadie, Rachel”,
contestó él. “Sólo tú puedes. Dices que quieres detenerte, pero una parte de ti
no quiere detenerse. No hay una “ella”, sólo estás tú, y eres tú quien tiene el
control de lo que está haciendo. No puedo ayudarte, tú tienes que ayudarte a ti
misma”.
“¡Bien, bien entonces!” rugí,
como si alguien hubiera activado un interruptor y me hubiera transformado en un
ser completamente diferente al que había suplicado y pedido ayuda hacía apenas
un momento. “¡Hijo de perra! No necesito su ayuda. ¡Quiero llegar a esa niña
interior y estrangular a la perra!”
Ahora temblaba. Había mantenido
la compostura con el Dr. Padgett durante docenas de sesiones. Sin embargo, aquí
estaba ahora, ofendiéndolo, apareciendo la furia con creces. Estaba arruinando
las cosas otra vez.
“No puedes estrangular a esa niña
interior”, señaló calmadamente. “Esa niña eres tú y la única manera de
destruirla es destruyéndote a ti misma”.
“Bueno, ella me está destruyendo”,
respondí enojada. “Pedacito de porquería manipuladora. ¿Por qué no puede salirse
de esto y enfrentarlo como…” me detuve, no queriendo dar al Dr. Padgett una
entrada.
“¿Cómo un hombre? Eso es lo que ibas a decir, ¿no? ¿Quieres que ella
se salga de esto y muestre valor como un hombre?”
No respondí, sólo me quedé ahí
sentada, abriendo y cerrando los puños, golpeando el suelo con un pie, mirando
al doctor enfurecida.
“Eso es lo que tu padre habría
dicho, ¿no es así? Hasta la última palabra. A una niñita asustada, temerosa de
defenderse. Habría querido que esa niña pequeña, que él veía como débil y manipuladora,
se saliera de esto y actuara como un hombre”.
“Váyase al diablo, pendejo”.
“Ah, otra cosa que tu padre
habría dicho”.
“Usted no puede diferenciar su
trasero de un hoyo en el suelo. Usted no sabría qué es ser hombre si llegara y
lo mordiera en el trasero. Usted es un loquero, maldita sea, bonita profesión”.
“Es tu padre el que habla otra
vez”.
“¿Qué está tratando de hacer, Dr.
Padgett? ¿Fastidiarme lo suficiente como para que lo estrangule? ¿Cree que no podría
matar a su patético trasero? Piénselo otra vez, patético putito. Podría matarlo
con las manos ahora mismo. Sé dónde vive, lo busqué en los registros de
impuestos del condado. ¿Sorprendido? ¿Pensó que me engañaría con un número de
teléfono no registrado en el directorio? Bueno, el condado tiene su nombre y su
número y ahora lo tengo yo. Puedo ir a su casa durante la noche y matarlo a
sangre fría, a su esposa y a sus hijos también. Usted no tiene idea de con
quién se está enfrentando, no tiene idea en absoluto”.
Mis ojos quemaban, pero no podía
detectar la menor reacción de temor, intimidación o siquiera furia. Todo lo que
veía era tristeza.
“Yo no soy tu padre, Rachel. Lo
que acabas de decir es lo que hubieras querido hacerle a él cuando abusaba de
ti. Hubieras querido atacarlo o matarlo para detenerlo”.
“Puedo matarlo a él, a usted, o a
quien yo quiera, estúpido. Podría salir a comprar una pistola y volarlos en
pedazos en una sola tarde”.
“Posiblemente ahora podrías hacer
eso, pero no hubieras podido hacerlo en ese entonces. Probablemente estabas lo
bastante enojada, pero también eras muy vulnerable, demasiado joven y demasiado
débil para poder vencerlo”.
“¡No se atreva a llamarme débil,
Padgett! ¿Quiere pelear ahora mismo, pendejo? ¿Quiere ver quién ganaría? Le
patearía las bolas y le sacaría las tripas por la garganta antes de que usted
siquiera sintiera el dolor”.
Todavía no veía ninguna señal de
temor o de furia en el hombre.
“Eras una niña, una niña a merced
de sus padres. Él podía someterte si quería. No eras tú la que podía matar con
sus manos, tú padre sí, y tú temías eso más que ninguna otra cosa. Totalmente
vulnerable, tan enojada pero tan incapaz de hacer nada al respecto, y tan
atemorizada”.
Permanecí callada.
“Si yo hubiera sido tu padre, no habrías
tenido motivos para sentir miedo. Yo no te habría puesto un dedo encima para
hacerte daño. La mayoría de los padres, la mayoría de los buenos padres no
soñarían siquiera con dañar a sus hijos. Posiblemente tu padre era físicamente
fuerte, pero como hombre, era terriblemente débil. No podía controlar sus
emociones, así que, en su lugar la tomaba contra una niña pequeña como tú:
demasiado pequeña y joven para defenderse”.
El tirano enojado me soltó, como
si hubiera sido exorcizado, dejando en su lugar a la niña pequeña indefensa y
suplicante.
“Ayúdeme por favor”, dije en voz
muy baja. “Dr. Padgett, estoy tan asustada. No sé qué tomó control sobre mí, yo
no quería decir esas cosas terribles. No quería lastimarlo o asustarlo. Lo
necesito, Dr. Padgett, por favor ayúdeme. ¿Qué es lo que está mal conmigo? ¿De
veras estoy loca? Ella está tomando el control”.
“¿Quién está tomando el control?”,
respondió él gentilmente, como si le hablara a una niña.
“La otra, la mala. La que siempre
dice cosas terribles y me mete en problemas. Esa parte de mí. Es ella la que
trata de matarme de hambre y me está echando la culpa. No es justo”.
Me escuché hablando a mí misma,
sorprendida. Verdaderamente, pensé, debo estar volviéndome loca.
“Sólo hay una tú, Rachel, sólo
una. Estás fragmentando, disociando”.
“¿Qué significa eso?”
El Dr. Padgett procedió a
explicar los términos. Fragmentar, o disociar, ocurre cuando una persona no
tiene una personalidad totalmente integrada. Emergen diferentes aspectos de la
personalidad, dependiendo de la situación. Es una manera parchada de
conducirse.
Cuando me hallaba sobrecogida por
el miedo, la persona abusiva con comportamiento rudo venía a enfrentar la amenaza y reducir los
sentimientos de indefensión y vulnerabilidad. Cuando me hallaba abrumada por la
necesidad de estar cerca de alguien, emergía la niña que suplicaba. En muchas
situaciones, la sensibilidad y racionalidad adultas están presentes, y por
tanto, las personalidades están de alguna manera integradas y sometidas. Pero
en momentos de sentimientos intensos, una de las otras dos personas aparecía,
abrumándome.
No era la disociación del tipo
trastorno de personalidad múltiple, explicó, porque yo siempre estaba
consciente, por lo menos en cierto nivel, de lo que estaba haciendo y diciendo.
Una persona con trastorno de personalidad múltiple, como Sybil, no tendría la
conciencia que yo tenía.
Pero la disociación establecía la
etapa para el fiero conflicto interno en que las dos personas interiores, como
agua y aceite, luchaban una contra otra. Una, claramente femenina; una
claramente masculina. Era el legado de abuso, de tratar de complacer tanto a un
padre y a una madre que despreciaban la feminidad.
Sin embargo, no todo en mí era un
infante. Algunos aspectos de mi carácter habían logrado crecer hasta alcanzar
una etapa más avanzada de desarrollo que otros. Yo era capaz, en muchas
ocasiones, de interactuar de manera muy funcional en situaciones adultas. Era importante
explorar la persona de la infancia para comprenderla mejor y un día
integrarlas, me dijo el Dr. Padgett, pero aún más importante era recordar que
también era adulta. En la medida que lograra retener ese aspecto adulto mientas
exploraba los otros, podría manejar la introspección y finalmente podría
trabajar para convertirlo en un todo. Sin embargo, si perdía al adulto dentro
de mí y dejaba que la persona infantil tomara el control completamente, los
resultados podrían ser desastrosos.
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