Era una historia convincente que
resonó dentro de mí. Hasta yo tuve que admitir la posibilidad de que mi fiera
lealtad hacia mis padres podría no deberse a que no había sido objeto de abuso,
sino a que sí había sido abusada. Era
atemorizante. Mis recuerdos borrosos del
pasado ocultaban una realidad que había pasado una vida evitando, una verdad
tan dolorosa que consideraba preferible morir a tener que enfrentarla. Mi padre no había dejado de castigarme por
ser la niña pequeña de papi, sino porque pasaba tanto tiempo en su trabajo y
porque yo había presenciado tanto que me había habituado a evitarlo. Frecuentemente su violencia explosiva había sido irracional, disparada por la menor
provocación; una expresión facial que él encontraba irrespetuosa, lágrimas que
no quería ver, cualquier expresión de una emoción para la cual él no tenía
paciencia. Y las reglas cambiaban todo el tiempo. Algo que podía causar que
sonriera o riera abiertamente un día, podía provocar que sacara el cinturón enfurecido
unas horas o unos días más tarde.
La verdad es que yo tampoco había
sido capaz de evitar del todo su temperamento explosivo. Me había convertido en
maestra en ocultar las emociones, haciéndome virtualmente invisible cuando
sentía que venía una explosión. Cuando no podía escapar. culpaba a mis incapacidades.
Papá había sido mucho más cruel
con sus hijas que con sus hijos, en particular en lo verbal. Para un hombre que codiciaba el control y
consideraba debilidad cualquier emoción, particularmente las lágrimas, sus hijas sacaban lo peor de él. En su mente,
las mujeres eran débiles, manipuladoras, demasiado emocionales e inferiores. El
lazo especial que yo tenía con él no era por ser la pequeña hija de papi, sino
mi mejor esfuerzo por ser el pequeño hijo de papi. Darme cuenta de esto, me
hizo comprender por qué siempre odié ser mujer.
Adoptando el odio de mi padre por
la feminidad, había visto a mi madre de esta manera también. Reconozco que mi
madre podía ser buena en ocasiones, y a veces podía sentir mucho amor por ella,
pero no recuerdo haberla respetado jamás. La había visto como todo lo negativo que papá
alegaba inherente a ser mujer, y me había propuesto no ser como ella.
Lo más difícil era admitir que
ella había tenido un gran impacto en mi vida, lo que continuó afectándome años
después de que dejé el hogar. Mi madre había dado la apariencia de que papá
tenía el control, cuando de hecho ella había sido una matriarca por derecho
propio, una figura más poderosa de lo que yo había estado dispuesta a admitir.
Altamente dependiente de mi padre para las tareas o las crisis más sencillas,
no quería compartirlo con ninguno de nosotros, así que tomó el papel de
salvaguarda, una intermediaria, escuchando las cosas que queríamos decirle a
él, los sentimientos que queríamos compartir, y respondiendo dándonos su propia
versión de “cómo se sentía papá” como si él no pudiera hablar por sí mismo.
Ella creaba historias distorsionadas o ficticias, torciendo nuestras palabras
al decírselas a él, de modo que viniera a disciplinarnos según las órdenes de
ella. Mamá había ayudado a plantar las semillas
de mi retrato borroso de la vida como había sido, repitiendo los mantras
tan frecuentemente que yo los había creído ciertos.
Había sido crítico para ella
conseguir tanto del tiempo de papá como le fuera posible con su estilo de
adicto al trabajo. Por tanto había fingido enfermedades y torcido eventos que
habían ocurrido antes de su llegada a casa para convertirlas en cosas terribles
que “le habíamos hecho a ella”. Entonces, calladamente se iba de la habitación mientras
papi se sacaba el cinturón ― el caballero en su brillante armadura acudiendo
presuroso al auxilio de su dama en apuros. Ella había hecho lo mismo conmigo y
mis hermanos, poniéndonos unos contra otros, comparándonos sin fin y
contrastándonos, jugando con las rivalidades naturales hasta que éramos una
familia de hermanos y hermanas que rara vez se asociaban unos con otros. Mi
madre se había hecho a sí misma el centro de todo ello, también había
compartido la visión de papi de la inferioridad de las mujeres y por tanto,
había favorecido abiertamente a sus hijos varones; veía a sus hijas como
competencia por el afecto de papá.
Sueños y fantasías se redujeron a
escombros. Defensas violentas y furiosas se convirtieron en sufrimiento aparentemente
inconsolable. ¿Por qué había insistido el Dr. Padgett en abrir esta caja? ¿Qué con que fuera la verdad? ¿Qué propósito
había cumplido? ¿Por qué no pudimos dejarlo intacto?
Ahora no nada más estaba llena de
autoaversión y de furia, sino también de desesperación. La burbuja había
estallado irremediablemente, y temía mi vulnerabilidad. Comencé a preguntarme
si cualquier sentimiento o creencia que tuviera era genuina, o si todo era un
engaño.
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