jueves, 11 de septiembre de 2014

Terapia para Rachel, su niñez, 2ª parte

Era una historia convincente que resonó dentro de mí. Hasta yo tuve que admitir la posibilidad de que mi fiera lealtad hacia mis padres podría no deberse a que no había sido objeto de abuso, sino a que sí había sido abusada. Era atemorizante. Mis recuerdos borrosos  del pasado ocultaban una realidad que había pasado una vida evitando, una verdad tan dolorosa que consideraba preferible morir a  tener que enfrentarla.  Mi padre no había dejado de castigarme por ser la niña pequeña de papi, sino porque pasaba tanto tiempo en su trabajo y porque yo había presenciado tanto que me había habituado a evitarlo.  Frecuentemente su violencia explosiva  había sido irracional, disparada por la menor provocación; una expresión facial que él encontraba irrespetuosa, lágrimas que no quería ver, cualquier expresión de una emoción para la cual él no tenía paciencia. Y las reglas cambiaban todo el tiempo. Algo que podía causar que sonriera o riera abiertamente un día, podía provocar que sacara el cinturón enfurecido unas horas o unos días más tarde.

La verdad es que yo tampoco había sido capaz de evitar del todo su temperamento explosivo. Me había convertido en maestra en ocultar las emociones, haciéndome virtualmente invisible cuando sentía que venía una explosión. Cuando no podía escapar. culpaba a mis incapacidades.

Papá había sido mucho más cruel con sus hijas que con sus hijos, en particular en lo verbal.  Para un hombre que codiciaba el control y consideraba debilidad cualquier emoción, particularmente las lágrimas,  sus hijas sacaban lo peor de él. En su mente, las mujeres eran débiles, manipuladoras, demasiado emocionales e inferiores. El lazo especial que yo tenía con él no era por ser la pequeña hija de papi, sino mi mejor esfuerzo por ser el pequeño hijo de papi. Darme cuenta de esto, me hizo comprender por qué siempre odié ser mujer.

Adoptando el odio de mi padre por la feminidad, había visto a mi madre de esta manera también. Reconozco que mi madre podía ser buena en ocasiones, y a veces podía sentir mucho amor por ella, pero no recuerdo haberla respetado jamás.  La había visto como todo lo negativo que papá alegaba inherente a ser mujer, y me había propuesto no ser como ella.

Lo más difícil era admitir que ella había tenido un gran impacto en mi vida, lo que continuó afectándome años después de que dejé el hogar. Mi madre había dado la apariencia de que papá tenía el control, cuando de hecho ella había sido una matriarca por derecho propio, una figura más poderosa de lo que yo había estado dispuesta a admitir. Altamente dependiente de mi padre para las tareas o las crisis más sencillas, no quería compartirlo con ninguno de nosotros, así que tomó el papel de salvaguarda, una intermediaria, escuchando las cosas que queríamos decirle a él, los sentimientos que queríamos compartir, y respondiendo dándonos su propia versión de “cómo se sentía papá” como si él no pudiera hablar por sí mismo. Ella creaba historias distorsionadas o ficticias, torciendo nuestras palabras al decírselas a él, de modo que viniera a disciplinarnos según las órdenes de ella. Mamá había ayudado a plantar las semillas  de mi retrato borroso de la vida como había sido, repitiendo los mantras tan frecuentemente que yo los había creído ciertos.

Había sido crítico para ella conseguir tanto del tiempo de papá como le fuera posible con su estilo de adicto al trabajo. Por tanto había fingido enfermedades y torcido eventos que habían ocurrido antes de su llegada a casa para convertirlas en cosas terribles que “le habíamos hecho a ella”. Entonces, calladamente se iba de la habitación mientras papi se sacaba el cinturón ― el caballero en su brillante armadura acudiendo presuroso al auxilio de su dama en apuros. Ella había hecho lo mismo conmigo y mis hermanos, poniéndonos unos contra otros, comparándonos sin fin y contrastándonos, jugando con las rivalidades naturales hasta que éramos una familia de hermanos y hermanas que rara vez se asociaban unos con otros. Mi madre se había hecho a sí misma el centro de todo ello, también había compartido la visión de papi de la inferioridad de las mujeres y por tanto, había favorecido abiertamente a sus hijos varones; veía a sus hijas como competencia por el afecto de papá.

Sueños y fantasías se redujeron a escombros. Defensas violentas y furiosas se convirtieron en sufrimiento aparentemente inconsolable. ¿Por qué había insistido el Dr. Padgett en abrir esta caja?  ¿Qué con que fuera la verdad? ¿Qué propósito había cumplido? ¿Por qué no pudimos dejarlo intacto?

Ahora no nada más estaba llena de autoaversión y de furia, sino también de desesperación. La burbuja había estallado irremediablemente, y temía mi vulnerabilidad. Comencé a preguntarme si cualquier sentimiento o creencia que tuviera era genuina, o si todo era un engaño.


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