Inherente en la terapia estaba
ahondar en asuntos de mi niñez. Todavía
era difícil para mí mirar el retrato borroso esa niñez. Me aferraba a
ese retrato irreal con desesperación para evitar el infierno que había sido.
Había inventado mi propia versión y la había repetido tan frecuentemente que se
había convertido en mi verdad. Había sido una niña favorecida, la preciosa bebé
de la familia, la niña de papi, la de mayores logros, la que había conseguido
el mayor orgullo de sus padres.
La mía había sido una niñez
afortunada en la que no había padecido ninguna carencia. Había tenido la
ventaja de las mejores escuelas privadas. Mi padre nos había dado todo lo que
sus hijos necesitábamos. Siempre me había considerado afortunada, había vivido
convencida de que cualquier angustia interna que había experimentado se debía a
que había nacido defectuosa de alguna manera; era la única manera como podía
explicar que viviendo con toda esa riqueza y amor no fuera capaz de apreciarlo.
De acuerdo, tal vez en ocasiones
papá había usado el cinturón, había levantado la voz, había dicho algunas
cosas, había perdido los estribos, pero había sido un hombre importante, había
provisto bien a su familia lidiando con el estrés diario de un negocio exitoso.
Yo había estado orgullosa de él. Había sido estricto, tal vez demasiado en
ocasiones, pero lo había hecho con la mejor de las intenciones, deseando que no
creciéramos sintiéndonos más de lo que éramos. No me había pegado tanto como a
mis hermanos. Yo era la niña de papi.
Sí, mamá también se había
alterado mucho. Sus golpes no eran tan fuertes como los de papá, así que había
arrojado cosas. En ocasiones tuvo diatribas histéricas y estallidos de lágrimas
que no parecían tener sentido. Pero, otra vez, estas habían sido dirigidas
contra mis hermanos mayores más que contra mí. Hubo muchas enfermedades
fingidas. Muchas veces había reclutado a papá para que se hiciera cargo del
castigo. Yo no había pensado mucho en esto. Era simplemente el modo como mamá
se había conducido. Era débil, tal vez, pero inofensiva, y frecuentemente yo
había estado en posición, como la hija menor, en que ella me confiaba el gran
sufrimiento que le causaban mis hermanos y hermanas mayores. Este papel me
había hecho sentir fuerte y especial, ella me había necesitado.
Caso cerrado, Dr. Padgett. Mi
infancia no había sido perfecta, pero ¿la de quién sí lo es?
El Dr. Padgett sin embargo, sabía
que había más de mi niñez de lo que yo me atrevía a recordar. Sabía también que
si yo nunca enfrentaba la verdad, jamás
sería libre.
Era una terea difícil, puesto que
para entonces, mis lealtades estaban divididas. Había llegado a depender del
Dr. Padgett tanto como había dependido de mis padres. Me sentía como si de
alguna manera estuviera siendo obligada a tomar partido. Era un dilema
doloroso.
“Yo los amo, Dr. Padgett,” le
dije, “y sé que ellos me aman. ¿Cómo podría sentir eso si mi niñez hubiera sido
horrible?”
Entonces, él me contó la historia
de la prueba con los patitos.
“Unos científicos estaban conduciendo
un experimento,” dijo, “tratando de medir el abuso en niños. Los patos, como
las personas, desarrollan lazos entre la madre y los pequeños. Le llaman
impronta. Entonces los científicos se dieron a la tarea de investigar cómo la
impronta sería afectada por el abuso.”
“El grupo de control era una
madre pato real y sus patitos. Para el grupo experimental, los científicos usaron un pato mecánico que
habían creado ―plumas, sonido, y todo― que a intervalos de tiempo, golpeaba a
los patitos con su pico mecánico. Un golpe doloroso, uno que un pato real no
propinaría. Los científicos variaron estos grupos. Cada grupo era golpeado con
un nivel o frecuencia diferente. Y entonces observaron a los patitos crecer y
su impronta de lazo con su madre”.
“Con el paso del tiempo”,
continuó, “los patitos en el grupo de control caminaban detrás de su madre,
pero conforme crecían, había más distancia entre ellos. Se separaban y
exploraban.
“Los patitos con la madre
mecánica que golpeaba, sin embargo, la seguían mucho más de cerca. Incluso los
científicos se asombraron al descubrir que el grupo que formó lazo y siguió más
de cerca era el que había sido golpeado repetidamente con la mayor frecuencia. Entre más habían sido golpeados y abusados
los patitos, más de cerca seguían a su madre. Los científicos repitieron el
experimento y obtuvieron los mismos resultados.”
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