jueves, 8 de octubre de 2015

Mentir, faltar a la verdad, deformar la realidad

Y después de mi padre, la persona que más daño me ha hecho es mi amigo David, el alfeñique que conocí en agosto de 1983 cuando ingresé al primer semestre de ingeniería en la universidad. Pues este Iscariote fue contratado 14 años más tarde como gerente de ingeniería en una maquiladora electrónica de las más jodidas, en el “silicon valley” tapatío.

En una ocasión, la muchacha que trabajaba ahí como recepcionista, me preguntó medio en broma: “¿no piensas?, ¿no piensas?”, a lo que yo respondí “no porqué me canso mucho, no estoy acostumbrado”. El cobarde ególatra volteó a verme y movió la cabeza, reprobando mi respuesta. Semanas después, este maricón le dio rienda suelta a su furia motivada por la envidia que provocaba que mis capacidades intelectuales no fueran inferiores a las suyas. Cuando le pregunté por qué me trataba así, me respondió que él no me estaba tratando mal, que yo percibía eso por mis complejos de inferioridad. Cuando le pregunté dónde veía mis complejos de inferioridad, él me respondió: en tus comentarios.

Admito que mi autoestima nunca ha sido la mejor, pero jamás he estado tan mal como este pendejo traidor. Al bromear afirmando que no estoy acostumbrado a pensar, estaba mostrando un lado amable de mi persona, evitando hacer alarde de inteligencia, precisamente porque estoy consciente de que sí la tengo. Este baboso creía que mentirse a sí mismo equivalía a tener autoestima, brutal aberración que lo describe de pies a cabeza.

Bueno, este pobre idiota se mentía a sí mismo sobre su persona. Hacía gala de una tremenda incompetencia y hablaba en inglés en presencia de sus subalternos con un compañero de trabajo de nombre John Rodriguez, boliviano naturalizado estadounidense, provocando pena ajena. Además había expresado sus inquietudes, como componer canciones para niños porque no habían muchas disponibles, adentrarse en el estudio de los campos electromagnéticos y sus posibles aplicaciones en la medicina y más disparates por el estilo. Ahora, Míster Pendejo era compositor y científico, además de ingeniero.

Vi por última vez a este Iscariote al comenzar el mes de febrero en 1998, el día que me fui de esa maquiladora y no sé bien qué ha sido de su vida. Su hijo mayor, Iván era un bebé de unos seis o siete meses de edad y muchos años más tarde me enteré de que había tenido otro hijo varón y una niña, con su esposa Carmen, mujer con apariencia de sirvienta.

Ahora que este baboso vive y trabaja en el país del norte, en la economía más grande del mundo, la potencia tecnológica más grande del planeta, sus complejos de inferioridad —evidenciados por sus delirios de grandeza y su elección de pareja— podrían estar pasándole factura. Si en su país, con tanta gente con una apariencia tan jodida y con un nivel cultural paupérrimo, este pendejo era incapaz de quererse y respetarse a sí mismo, ¿qué sentirá al trabajar y convivir con personas de raza blanca, a quienes envidiaba disfrazando ese sentimiento como desprecio?

Le deseo de todo corazón que su vida termine como la de mi papi.

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