viernes, 10 de marzo de 2017

Mi Lola murió


No recuerdo bien si fue en el mes de octubre de 2015 que mi hermana Yolanda y su esposo llevaron a la casa una perra cachorra de raza pastor belga Malinois a la que pusimos por nombre Helga. Mi perra Lola, en ese entonces de nueve años la acogió amistosamente, como había hecho antes con otros perros.

Un año más tarde obsequiamos a la Helga a una Congregación Cristiana porque sentí que no tenía la energía para atenderla, era un hecho que le estaba fallando mucho, pues ante el cansancio físico recurrente muchas veces no la paseaba en la tarde al llegar a la casa y esa era una forma de maltrato. Por ese entonces, hace unos cuatro meses, dejé de pasear a la Lola y ella optó por salir de la casa en las madrugadas y pasearse sola. A mí me preocupaba un poco esa situación, ante el riesgo de que fuera atropellada por algún automovilista o que se intoxicara comiendo alimentos de la basura (pese a estar bien alimentada).

Por otra parte, tenía la costumbre de comprarle sacos de alimento de 25 kg, que le duraban unas cinco semanas, y el penúltimo que le compré le duró mucho más que eso. A mí me llamó la atención este hecho, pero no le di mucha importancia. A principios de febrero fui a comprarle el último costal, del que consumió casi nada. El último sábado de febrero, mi mamá me dijo que la Lola no estaba comiendo nada y decidí llevarla con el veterinario, pensando que se había intoxicado y el tratamiento sería cosa sencilla, algo de rutina. Entonces, el médico me sacó de mi error y me di cuenta de que era algo grave y que a mi queridísima Lola le quedaba poco tiempo de vida; no sabía entonces cuánto, escasas dos semanas.

Ese mismo día me enfermé (lo mío sí fue una intoxicación alimentaria) y en la siguiente semana estuve tomando antibiótico y dejé mi práctica deportiva, el ciclismo. Me sentí débil y cansado y al mismo tiempo triste y deprimido al ver a mi perra prostrada, acostumbrado a verla siempre tan activa y llena de vida. Mi mamá le daba sus medicamentos y aparte de los trozos de salchicha con los que ingería sus píldoras, no comía ninguna otra cosa y solamente tomaba agua. En la semana que comenzó el pasado 6 de marzo, solamente tomaba agua y orinaba, pero ya no ingería ningún alimento. Era doloroso verla prostrada todo el tiempo e incluso escucharla llorar. Su mirada llena de tristeza y de cariño expresaba mucho sufrimiento. Yo no encontraba el valor para llevarla a la veterinaria a que le aplicaran la eutanasia y decidí esperar el fin de semana.

Durante esos días sentí un cansancio tremendo y al mismo tiempo un estado depresivo que no había experimentado en mucho tiempo. Subirme a mi bicicleta de carreras parecía una idea absurda y parecía egoísta hacer algo que me proporcionaría placer mientras mi queridísima perra sufría. Solamente quería dormir e incluso hubiera querido evitar ir al trabajo, pero por supuesto, esto no era posible.

Anoche antes de irme a dormir se me ocurrió darle un par de tabletas de risperidona, un antipsicótico que tomo como parte de mi tratamiento. Esto porque provoca sueño y pensé que a mi perrita le haría bien dormir si esto evitaba que siguiera sufriendo. Al mismo tiempo albergaba la esperanza de que ya no despertara. Yo mismo me acosté a dormir muy temprano y unos minutos antes de las nueve me despertó mi Lola con su llanto. Bajé y la acaricié y volví a subir a la cama. Al despertar, antes de las cinco de la mañana, bajé las escaleras y la vi tendida sin respirar y con los ojos abiertos; entonces sentí alivio, me di cuenta de que se había ido y ya no sufría. Mi madre bajó unos minutos más tarde y me abrazó. Saqué a mi mascota al patio trasero para darle sepultura el día de mañana. Es bueno que haya muerto porque ya dejó de sufrir, pero también siento mucha tristeza.

Estoy viviendo un duelo.

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