martes, 12 de diciembre de 2017

Décimo aniversario luctuoso, y la herencia de nuestro padre


En 1969, acabando de llegar a vivir a Tepic, procedentes de Cd. Obregón, una vez estuvo de visita en la casa mi tío Jaime, hermano de mi papá. Mi hermana Yolanda, en ese momento una bebé de un año de edad, cuando mucho, tomó una caja de cerillos y encendió uno, con el que se quemó. Al oír su grito de dolor, mi madre acudió a atenderla. Mi padre y su hermano Jaime estaban en la mesa del comedor y mi tío me gritó: ¡Rafael!, considerándome responsable del incidente por no cuidar a mi hermana.

Cabe la pregunta, ¿desde cuándo un niño de cinco años tiene la responsabilidad de cuidar a su hermana menor, incluso estando los padres presentes? Ese señor Jaime, hermano mayor de mi papá era otro individuo pendejo, con un carácter autoritario que se sentía con el derecho de entrometerse en los asuntos de otras personas. El problema fue que mis padres (ambos, mi padre y mi madre) se lo permitieron. Ese sería el patrón durante muchísimos años. Mis padres no se limitaron a violentarme (y en menor medida al resto de sus hijos), sino que permitieron o incluso invitaron a extraños a que se unieran a la violencia.

El próximo jueves, 14 de diciembre se cumplirán 10 años de que murió mi padre, Rafael Madrid Escobedo, a los 70 años de edad. Cuando le llegó la hora, este señor era una piltrafa humana, tanto física como mentalmente estaba totalmente destruido por el alcohol. El hígado se le deshizo y tenía diabetes, hacia años había perdido toda la dentadura y ello le había hecho perder las facciones, su rostro parecía cubierto por una tela color piel que le caía verticalmente hacia abajo. Habiendo sido un hombre corpulento, en sus últimos años había sufrido un enflaquecimiento que lo tenía literalmente en los huesos.

Su violencia, lejos de disminuir con el paso de los años y la llegada de una senectud muy acelerada, iba en aumento. Su odio afloró con una tremenda intensidad contra los hijos que tuvo fuera del matrimonio, que en ese momento eran adolescentes. Contra mí, que tenía 43 años, seguía sintiendo una furia sin límites considerándome el causante de todos sus problemas, sin tener la menor conciencia de que él había arruinado mi vida, con una pequeña ayuda de otras personas. Con esto último me refiero a gente como David, el infame al que consideré mi amigo, que cuando tuvo poder sobre mí siendo mi jefe en una empresa de la maquiladora electrónica, diez años antes, mostró un comportamiento muy parecido al del monstruo que tuve por padre.

Mi hermana Mónica había terminado toda relación con nuestro padre seis años antes, cuando contrajo nupcias con un estadounidense. A mí me avisaron que mi padre estaba agonizando y yo le comuniqué a mi familia que no tenía intenciones de ir al funeral. Se necesita ser increíblemente idiota para asistir al funeral del peor de tus enemigos. En cambio mi hermana Yolanda, que se había casado 13 años antes (en un cumpleaños de nuestro padre) fue la única que estuvo con él, llorando su muerte, sin darse cuenta que del vínculo tan destructivo que había desarrollado con ese monstruo.

Al año siguiente, hablando con una psicóloga vía telefónica, se me diagnosticó un trastorno de personalidad, pero tuvieron que pasar otros tres años para que cobrara conciencia de lo grave que es.

A pesar de esto, de los tres hijos que quedamos yo parezco ser el que mejor se encuentra. Mis hermanas Mónica y Yolanda parecen no tener la menor conciencia de su situación, que se manifiesta principalmente en sus respectivas vidas maritales, habiéndose casado con malos individuos.

Yolanda ha estado trabajando más de lo que corresponde durante 24 años —casada con un individuo que no quiere ni puede mantener a su familia— y ahora comienza a enfrentar consecuencias. Hace algunos meses se puso bajo tratamiento médico por anemia, y ahora, ya en la menopausia, tiene que someterse a una operación delicada, una histerectomía.

¿Qué sucedería si Yolanda padeciera una enfermedad que le imposibilitara trabajar, qué sucedería con ella y con sus hijos? Después de casi dos décadas y media, no tiene nada por haber formado una familia con el peor individuo que pudo encontrar. Mi hermana no tiene conciencia de que lo único que puede explicar que haya arruinado así su vida, es una patología provocada por haber crecido en un hogar donde privó la violencia, provocada por la destructividad de nuestro padre y la codependencia de nuestra madre.

Mónica, por otra parte, muestra comportamientos y actitudes absolutamente incomprensibles en una persona normal. Lo único que puede explicar su proceder es una patología con el mismo origen que la del resto de nosotros, los hijos que componemos la familia, pero agravada por su debilidad psíquica, por depender de su esposo a tal grado que se ha convertido en un autómata que obedece todas sus órdenes, incluso anular su capacidad de raciocinio para pensar lo que él quiere, para no tener ideas propias, para caer en la más absoluta sumisión, como una máquina desprovista incluso de sentimientos.

Esa es la herencia que dejó nuestro padre, pero existe una línea que divide su responsabilidad por lo que hizo de la de cada uno de nosotros. Ese monstruo consiguió hacerme mucho daño, pero nunca le permití que me destruyera.

Eso ha hecho toda la diferencia.

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