Mónica, Yolanda y yo asistíamos a una escuela de gobierno en la que cursábamos la primaria, que tenía un nivel educativo deplorable, pero que había sido elegida porque era conveniente para la incipiente carrera política de nuestro padre, pasando a segundo término la calidad de la educación que recibiríamos.
Mis problemas de aprendizaje eran ya demasiado evidentes, como lo habían sido desde 1971, cuando cursaba el segundo grado. Físicamente yo me hallaba en el salón de clases, pero mi mente estaba en otra parte y me resultaba imposible poner atención. En aquel entonces nadie pensaba en el Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad, no sé si incluso ya existía el diagnóstico. Sea como fuera, mis padres atribuían mi mal desempeño escolar a mi naturaleza vil, a mi firme determinación de causarles el mayor número de problemas, acabando de arruinar sus vidas.
Un día, posiblemente sábado, me vi en el dormitorio de mis padres, con la puerta cerrada. Mi madre se hallaba de pie en silencio, sobrecogida por el dolor tan intenso en que se debatía su cónyuge, mientras mi padre sentado en la orilla de la cama narraba lo espantosa que había sido su infancia, cómo perdió a su madre siendo un niño desvalido para que su padre lo echara a la calle, poniendo a ese pequeño mártir a merced de la maldad del mundo, careciendo de un techo, del alimento, del vestido, del calzado y de todo aquello que necesita un ser humano para sobrevivir en esta orbe hostil y peligrosa en que vivimos.
Al concluir el relato del infierno que fue su infancia, mi padre se inclinó apoyando la frente en el dorso de su mano, cerrando los ojos y exclamando “cómo he sufrido”. Yo escuchaba sintiendo una terrible culpabilidad por lo que le estaba haciendo a mi progenitor, incapaz de hacer nada para detener este horrible flagelo. Siendo un niño, ni siquiera se me ocurría la idea de que los tormentos de la niñez de mi padre y las marcas en su psiquis no tenían nada que ver conmigo y yo no era responsable de nada que hubiera sucedido décadas antes de que yo naciera. Tampoco sabía que mucho de lo que él decía era inexacto en el mejor de los casos, cuando no absolutamente falso.
Hasta la fecha no entiendo por qué mi madre no intervino, intentando por lo menos hacerle ver a mi padre que lo que decía no tenía el menor sentido —de hecho era una manifestación de su locura— y tranquilizándome a mí, dándome a entender que de ninguna manera podía ser responsable por lo que sucedió muchos años antes, pues los acontecimientos llevan un orden cronológico y nadie viaja al pasado a provocar estragos en las vidas de otras personas.
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