En el
capítulo 2, Rachel nos describe su primer encuentro con el Dr. Padget,
psiquiatra de guardia en el hospital en el que había sido internada el día
anterior debido a una crisis en la que amenazó con quitarse la vida. Sus dos
pequeños hijos se habían quedado al cuidado de su esposo.
“Pequeña
sala de conferencias” era un término inexacto. Era un cubículo con apenas el
espacio suficiente para una pequeña mesa de forma redonda y dos sillas. No
habían ventanas ni imágenes de ningún tipo. Rachel se sentó en su silla con el
Dr. Padget frente a ella. Sintiéndose nerviosa se ocupó en descifrar el patrón
de la alfombra y en contar las losas acústicas del techo. Se mantenía callada
pues no tenía nada que decirle al hombre que tenía enfrente. Se suponía que él
era el psiquiatra, que él hiciera las preguntas.
Rachel
esperaba una serie de preguntas abiertas. ¿Por qué creía que estaba ahí? ¿Qué
pensaba de su madre, de su padre, de su infancia? ¿Qué veía en una mancha de
tinta? Estaba convencida de que ese hombre jamás podría penetrar en su mente.
Quería irse ese mismo día.
Rachel permanecía sentada sin decir una palabra aparentemente contenta
con esa situación. Estaba decidida a vencer a su doctor haciendo que él hablara
primero, que rompiera el silencio; confiaba en que no podían quedarse ahí todo
el día. Sin embargo, el silencio pronto se volvió opresivo, sus emociones daban
vueltas, la abrumaban. Miró los ojos del doctor, que se enfocaban con
intensidad en ella, no una mirada fija, tampoco una disección clínica. En la
misma medida en la que trataba de alejarse de ese hombre, de controlar el
encuentro, se sintió atraída por lo que veía en esos ojos. Finalmente no pudo
refrenar sus emociones.
Rachel
comenzó expresando que lo que había sucedido el día anterior había sido un
pequeño exceso pero pudo manejarlo, que había estado de acuerdo con el pastor
de la iglesia en seguir sus instrucciones pero no esperaba acabar en un
hospital y no necesitaba estar ahí. El Dr. Padget le preguntó entonces por qué
razón creía que estaba ahí.
Me alteré ayer y sentí el deseo
de morir. Llamé a una línea de ayuda pero en realidad no iba a hacer nada.
Quisiera tener el valor para eso, pero no lo tengo. Soy un fraude. En realidad
nunca quise matarme y jamás lo haré. Fue solamente una llamada de auxilio.
Rachel
continúa diciéndole que cuenta con un buen esposo y dos hermosos hijos, padres
que la aman, muchos amigos, una buena educación y un buen cociente intelectual.
Tiene el mundo a su favor, y todo mundo lo dice. Solamente tiene que recordarse
a sí misma lo que tiene y es todo.
Mientras
tanto, el Dr. Padget permanece en silencio.
Rachel
afirma que es dura y así ha ido por la vida. Expresa su convicción en que no
necesita la ayuda de nadie. Piensa que los profesionales de la salud mental
juegan con la mente de otros y antes de que se den cuenta, los han convencido
de que están tan dañados que no pueden prescindir de ellos. Hacen que sus
pacientes dependan de ellos y culpan de todo a sus padres, a su perro a
cualquiera menos a ellos mismos. Los absuelven de todo, por una cuota, aunque
probablemente sean solamente gente que no vale nada.
“Si usted cree que va a hacerme
eso, jódase porque no va a ser así. Si algo he aprendido en esta vida de
porquería es que no se puede confiar en nadie para lidiar con la porquería. Los
demás tienen su propia porquería con que lidiar. La vida apesta, punto. La
gente miente y engaña y roba y mata y provoca guerras, siempre ha sido así y
siempre lo será. Soy la más sana, no estoy loca, solamente tengo la
inteligencia suficiente para darme cuenta de que no va uno por la vida con
juegos de ‘confía en mí y yo confío en ti’, creyendo en dioses que son un
fraude e involucrándose con psiquiatras que le besan a uno el trasero y
tratan de convencerlo de que su vida no es la porquería que es. Uno avanza
siendo más duro que otros. Puedo manejar cualquier cosa que me encuentre y no
necesito que nadie más lo haga. Punto.”
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