Pienso en Mónica, mi hermana gemela. Llegó conmigo al mundo y durante muchos años, pensé que ella fue mejor hermana conmigo que yo hermano con ella, y todavía pienso que tenía razón. Tengo muy grabado en el recuerdo, que estudiamos la segunda mitad de la primaria en la misma escuela y en el mismo grupo. El último año de secundaria también. Y con mi comportamiento errático, mis faltas permanentes de disciplina, nuestros maestros le decían a ella: “le dices a tus papás,” hacían énfasis en decir “le dices a tu papá.” Y Mónica no les decía nada. Tenía la nobleza, la inteligencia y la sensibilidad para darse cuenta que hacerlo, informarle a mis padres de mi mala conducta en la escuela, redundaría en una mayor violencia para mí y no ayudaría en nada. Años más tarde, en la adolescencia, Mónica llegó a intervenir en conflictos muy serios entre mi padre y yo, arriesgándose a que ese mal individuo tomara represalias en su contra, actos que nunca olvidé y jamás dejé de agradecerle.
Siempre he tenido conciencia de que no fui un buen hermano con Mónica ni con mis otras dos hermanas. No fue posible. La violencia a la que se me sometió determinó muchas cosas, pero procuro no engañarme y admito que mucha de la violencia que yo mismo ejercí en contra de mis hermanas no puede justificarse.
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