Estaba de regreso en casa, de mi
estancia en el hospital, desempacando mi maleta, cuando vi una hoja de papel
rosa. Era una forma con el logo del hospital titulada “Plan de tratamiento para
el paciente”. Habían varias rúbricas en la parte inferior, incluyendo las del
Dr. Padgett, una enfermera que asumí era la autoritaria, y la mía. No recordaba
haberla firmado, pero lo había hecho con muchos papeles durante mi estadía.
Antes de arrojarla a la basura, me pregunté qué había firmado.
Contenía muchos términos
especializados sobre ideación suicida. Una escala de estrés, lo que significara
eso, mostraba ansiedad abrumadora. Reconocí la caligrafía del Dr. Padgett en la
sección marcada “médico”. Sin embargo, él había escrito el diagnóstico, anorexia nerviosa. Eso no era sorpresa, pero esta vez había un segundo
diagnóstico: trastorno límite de la
personalidad.
¡Trastorno límite de la
personalidad! ¿Qué demonios era eso? Jamás en mi vida había escuchado el
término, pero sonaba enfermo, torcido, demencial―loco. El Dr. Padgett había mencionado un número de
términos psiquiátricos en el curso de la terapia pero jamás había mencionado
este. Y sin embargo, aquí estaba de su propio puño y letra. ¿Cómo pude firmar
ese papel sin haberme dado cuenta?
Dejé de empacar y me dirigí
directamente a la biblioteca pública y al quiosco de microfichas. Bajo la
categoría “materia―trastorno límite de la personalidad”, se listaban tres
libros y uno captó mi atención inmediatamente: Te odio, no me dejes.
Estas eran las palabras que el
Dr. Padgett había usado para describir este odio-amor alterno de mis relaciones
en blanco y negro. No era sólo una frase que había acuñado, sino el título de
un libro―un libro dedicado enteramente a un diagnóstico del que el doctor, por
alguna razón, no me había informado. ¿Por
qué no me lo había dicho?
Manejé hasta la librería con la
impresión de computadora en mano. I
Hate You, Don’t Leave Me: Understanding the Borderline Personality Disorder de
Jerold J. Kreisman, M.D., y Hal Straus. Encontré
un ejemplar de la edición rústica en el anaquel de psicología y pasé el resto
de la tarde y la mañana siguiente devorándolo.
Era una lectura irresistible, un
retrato exhaustivo de una enfermedad mental severa―una que podía tener
consecuencias dañinas no sólo a los que la padecen, sino también a sus seres
queridos.
“Borderlines”, como se les llamaba,
tenían una inclinación abrumadora a autodestruirse. El diez por ciento de los
borderlines cometían suicidio; todavía más se involucraban en comportamiento
impulsivo, peligroso, autodestructivo. Las adicciones químicas y el abuso marcaban
el trastorno, al igual que el manejo peligroso y los trastornos alimenticios.
Claramente el Dr. Padgett había
estado diciendo la verdad al afirmar que la terapia era un asunto de vida o
muerte. No sólo el trastorno límite de personalidad (TLP) era serio, de acuerdo
con los autores, sino también excepcionalmente difícil de tratar.
Los borderlines estaban
representados fuera de proporción en la población psiquiátrica interna y eran
propensos a un conjunto de episodios de otras enfermedades mentales: depresión
mayor, dependencia química y anorexia, por nombrar algunos. Frecuentemente lo
más que se podía esperar era tratar estos episodios conforme ocurrían y
posiblemente controlar algún comportamiento relacionado con TLP tal como
explosiones de ira, manipulación dañina, y actos compulsivos de
autodestrucción. Controlar, pero no curar.
El pronóstico era sombrío y un
número significativo de borderlines estaba destinado a llevar vidas de
turbulencia; vidas entrando y saliendo de pabellones psiquiátricos, prisiones e
instituciones. Los casos de recuperación significativa eran raros y siempre
involucraban varios años de psicoterapia intensiva.
No
podía ser mi caso, ¿verdad? Tenía que haber algún error. Para descubrir la respuesta por
mí misma, revisé de cerca los criterios para TLP de la American Psychiatric Association’s
Diagnostic and Stadistical Manual of
Mental Disorders (DSM), el grueso libro que los psiquiatras usan para
determinar un diagnóstico de enfermedad mental.
Criterios
de diagnóstico para el trastorno límite de la personalidad: un patrón frecuente
de inestabilidad en el estado de ánimo, relaciones interpersonales y
autoimagen, comenzando en la temprana edad adulta y presente en una variedad de
contextos, como lo indican por lo menos cinco de los siguientes:
(1) Un
patrón de relaciones inestables e intensas caracterizadas por alternar entre
extremos de sobreidealización y devaluación. El pensamiento en blanco y negro, el fenómeno
buena/mala persona que el Dr. Padgett había señalado. Un sí definitivo.
(2) Impulsividad
en al menos dos áreas que son potencialmente dañinas, por ejemplo, gasto, sexo,
abuso de sustancias, robo, manejo peligroso, atracones de comida. (No incluir
comportamiento suicida o de automutilación cubierto en (5). Había tenido sexo promiscuo
con más parejas de las que podía recordar hasta que comenzó mi relación con
Tim. Elevado consumo de alcohol y uso de drogas ilegales que había disminuido
con los nacimientos de Jeffrey y Melissa pero que todavía estaba presente. Las
carreras a media noche probablemente satisfacían este criterio. Ciertamente la
anorexia sí. El Dr. Padgett siempre estaba trayendo a colación mi
comportamiento fuera de control. Este también era un sí.
(3)
Inestabilidad afectiva: cambios marcados de comportamiento del estado de ánimo base a
depresión, irritabilidad o ansiedad, usualmente con una duración de unas
cuantas horas y rara vez más de unos días. Otro sí definitivo.
(4)
Furia inapropiada, intensa, o
falta de control de esa furia, por ejemplo, expresiones frecuentes de temperamento,
furia constante, peleas físicas recurrentes. Había batallado toda mi vida para mantenerlo bajo
control, tratando de tomar en cuenta la advertencia de la hermana Luisa de años
atrás respecto al poder dañino de las palabras. Sin embargo, las explosiones
contra Tim se habían incrementado, y mi temperamento explosivo con Jeffrey,
para empezar, me había llevado a buscar ayuda. El Dr. Padgett había debilitado
mis defensas y así el control de mis emociones, había presenciado muchas veces
esa furia intensa e inapropiada. Tenía
que admitir que este también era un sí definitivo.
(5)
Amenazas o gestos de suicido
recurrentes, o comportamiento de automutilación. La ideación suicida y las amenazas
eran tan frecuentes que habían provocado que el Dr. Padgett amenazara con
internarme. Las dos carreras hacia el West Side, antes de y durante mi primera
hospitalización, satisfacían este criterio. No estaba segura de que la anorexia
encajara en esta categoría. Nunca había hecho un verdadero intento de suicidio,
nunca tragué píldoras o puse un arma en mi cabeza, pero había pensado mucho en
eso y había hablado de eso con frecuencia. Concluí que este también era un sí.
(6) Alteración
marcada y persistente de la identidad manifestada por incertidumbre respecto al
menos dos de los siguientes: autoimagen, orientación sexual, metas a largo
plazo o elección de carrera, tipos de amigos deseados, valores preferidos. Claramente me odiaba a mí misma, aunque
en ocasiones era propensa a delirios de grandeza seguidos de bajones
aplastantes. Ahora, lidiando con el concepto de fragmentación (partes de mí en
conflicto), mi autoimagen definitivamente era un serio problema. En el área de
orientación heterosexual versus homosexual, no había tenido duda, pero tenía
dificultades muy serias al aceptar mi género. Las metas de largo plazo eran
casi imposibles de contemplar, ya no se diga de sostener, siquiera brevemente.
Este también tenía que ser un sí.
(7) Sentimientos
crónicos de vacío y aburrimiento.
Había hecho intentos frenéticos por mantenerme ocupada para escapar de ellos,
cosa que nunca pareció funcionar mucho tiempo. Este punto era un indudable sí,
algo que había sabido acerca de mí misma mucho antes de entrar a terapia.
(8) Esfuerzos
frenéticos por evitar abandono real o imaginario. (No incluya comportamiento suicida o de automutilación cubierto en [5]).
La ruda parte de mí me-importa-una-mierda resistía la identificación de
este criterio, aborreciendo el concepto de dependencia, pero el Dr. Padgett
había señalado los temores de abandono en varias ocasiones. Tuve que dar a este
un sí, aunque habría preferido pensar de él como un sí con reservas.
El asunto ahora era mi
diagnóstico. Ya había sido una paciente interna en tres ocasiones en menos de
un año y asistía a tres sesiones de terapia a la semana. ¿Era esto lo que podía
esperar para el resto de mi vida?