lunes, 22 de septiembre de 2014

Terapia para Rachel, ella descubre su diagnóstico

Estaba de regreso en casa, de mi estancia en el hospital, desempacando mi maleta, cuando vi una hoja de papel rosa. Era una forma con el logo del hospital titulada “Plan de tratamiento para el paciente”. Habían varias rúbricas en la parte inferior, incluyendo las del Dr. Padgett, una enfermera que asumí era la autoritaria, y la mía. No recordaba haberla firmado, pero lo había hecho con muchos papeles durante mi estadía. Antes de arrojarla a la basura, me pregunté qué había firmado.
                              
Contenía muchos términos especializados sobre ideación suicida. Una escala de estrés, lo que significara eso, mostraba ansiedad abrumadora. Reconocí la caligrafía del Dr. Padgett en la sección marcada “médico”. Sin embargo, él había escrito el diagnóstico, anorexia nerviosa. Eso no era  sorpresa, pero esta vez había un segundo diagnóstico: trastorno límite de la personalidad.

¡Trastorno límite de la personalidad! ¿Qué demonios era eso? Jamás en mi vida había escuchado el término, pero sonaba enfermo, torcido, demencial―loco.  El Dr. Padgett había mencionado un número de términos psiquiátricos en el curso de la terapia pero jamás había mencionado este. Y sin embargo, aquí estaba de su propio puño y letra. ¿Cómo pude firmar ese papel sin haberme dado cuenta?

Dejé de empacar y me dirigí directamente a la biblioteca pública y al quiosco de microfichas. Bajo la categoría “materia―trastorno límite de la personalidad”, se listaban tres libros y uno captó mi atención inmediatamente: Te odio, no me dejes.

Estas eran las palabras que el Dr. Padgett había usado para describir este odio-amor alterno de mis relaciones en blanco y negro. No era sólo una frase que había acuñado, sino el título de un libro―un libro dedicado enteramente a un diagnóstico del que el doctor, por alguna razón, no me había informado. ¿Por qué no me lo había dicho?

Manejé hasta la librería con la impresión de computadora en mano. I Hate You, Don’t Leave Me: Understanding the Borderline Personality Disorder de Jerold J. Kreisman, M.D., y Hal Straus. Encontré un ejemplar de la edición rústica en el anaquel de psicología y pasé el resto de la tarde y la mañana siguiente devorándolo.

Era una lectura irresistible, un retrato exhaustivo de una enfermedad mental severa―una que podía tener consecuencias dañinas no sólo a los que la padecen, sino también a sus seres queridos.

“Borderlines”, como se les llamaba, tenían una inclinación abrumadora a autodestruirse. El diez por ciento de los borderlines cometían suicidio; todavía más se involucraban en comportamiento impulsivo, peligroso, autodestructivo. Las adicciones químicas y el abuso marcaban el trastorno, al igual que el manejo peligroso y los trastornos alimenticios.

Claramente el Dr. Padgett había estado diciendo la verdad al afirmar que la terapia era un asunto de vida o muerte. No sólo el trastorno límite de personalidad (TLP) era serio, de acuerdo con los autores, sino también excepcionalmente difícil de tratar.

Los borderlines estaban representados fuera de proporción en la población psiquiátrica interna y eran propensos a un conjunto de episodios de otras enfermedades mentales: depresión mayor, dependencia química y anorexia, por nombrar algunos. Frecuentemente lo más que se podía esperar era tratar estos episodios conforme ocurrían y posiblemente controlar algún comportamiento relacionado con TLP tal como explosiones de ira, manipulación dañina, y actos compulsivos de autodestrucción. Controlar, pero no curar.

El pronóstico era sombrío y un número significativo de borderlines estaba destinado a llevar vidas de turbulencia; vidas entrando y saliendo de pabellones psiquiátricos, prisiones e instituciones. Los casos de recuperación significativa eran raros y siempre involucraban varios años de psicoterapia intensiva.

No podía ser mi caso, ¿verdad? Tenía que haber algún error. Para descubrir la respuesta por mí misma, revisé de cerca los criterios para TLP de la American  Psychiatric Association’s Diagnostic and Stadistical Manual of Mental Disorders (DSM), el grueso libro que los psiquiatras usan para determinar un diagnóstico de enfermedad mental.

Criterios de diagnóstico para el trastorno límite de la personalidad: un patrón frecuente de inestabilidad en el estado de ánimo, relaciones interpersonales y autoimagen, comenzando en la temprana edad adulta y presente en una variedad de contextos, como lo indican por lo menos cinco de los siguientes:

(1)   Un patrón de relaciones inestables e intensas caracterizadas por alternar entre extremos de sobreidealización y devaluación. El pensamiento en blanco y negro, el fenómeno buena/mala persona que el Dr. Padgett había señalado. Un sí definitivo.

(2)   Impulsividad en al menos dos áreas que son potencialmente dañinas, por ejemplo, gasto, sexo, abuso de sustancias, robo, manejo peligroso, atracones de comida. (No incluir comportamiento suicida o de automutilación cubierto en (5). Había tenido sexo promiscuo con más parejas de las que podía recordar hasta que comenzó mi relación con Tim. Elevado consumo de alcohol y uso de drogas ilegales que había disminuido con los nacimientos de Jeffrey y Melissa pero que todavía estaba presente. Las carreras a media noche probablemente satisfacían este criterio. Ciertamente la anorexia sí. El Dr. Padgett siempre estaba trayendo a colación mi comportamiento fuera de control. Este también era un sí.

(3)    Inestabilidad afectiva: cambios marcados de comportamiento del estado de ánimo base a depresión, irritabilidad o ansiedad, usualmente con una duración de unas cuantas horas y rara vez más de unos días. Otro sí definitivo.


(4)    Furia inapropiada, intensa, o falta de control de esa furia, por ejemplo, expresiones frecuentes de temperamento, furia constante, peleas físicas recurrentes. Había batallado toda mi vida para mantenerlo bajo control, tratando de tomar en cuenta la advertencia de la hermana Luisa de años atrás respecto al poder dañino de las palabras. Sin embargo, las explosiones contra Tim se habían incrementado, y mi temperamento explosivo con Jeffrey, para empezar, me había llevado a buscar ayuda. El Dr. Padgett había debilitado mis defensas y así el control de mis emociones, había presenciado muchas veces esa furia  intensa e inapropiada. Tenía que admitir que este también era un sí definitivo.

(5)    Amenazas o gestos de suicido recurrentes, o comportamiento de automutilación. La ideación suicida y las amenazas eran tan frecuentes que habían provocado que el Dr. Padgett amenazara con internarme. Las dos carreras hacia el West Side, antes de y durante mi primera hospitalización, satisfacían este criterio. No estaba segura de que la anorexia encajara en esta categoría. Nunca había hecho un verdadero intento de suicidio, nunca tragué píldoras o puse un arma en mi cabeza, pero había pensado mucho en eso y había hablado de eso con frecuencia. Concluí que este también era un sí.

(6)   Alteración marcada y persistente de la identidad manifestada por incertidumbre respecto al menos dos de los siguientes: autoimagen, orientación sexual, metas a largo plazo o elección de carrera, tipos de amigos deseados, valores preferidos. Claramente me odiaba a mí misma, aunque en ocasiones era propensa a delirios de grandeza seguidos de bajones aplastantes. Ahora, lidiando con el concepto de fragmentación (partes de mí en conflicto), mi autoimagen definitivamente era un serio problema. En el área de orientación heterosexual versus homosexual, no había tenido duda, pero tenía dificultades muy serias al aceptar mi género. Las metas de largo plazo eran casi imposibles de contemplar, ya no se diga de sostener, siquiera brevemente. Este también tenía que ser un sí.

(7)   Sentimientos crónicos de vacío y aburrimiento. Había hecho intentos frenéticos por mantenerme ocupada para escapar de ellos, cosa que nunca pareció funcionar mucho tiempo. Este punto era un indudable sí, algo que había sabido acerca de mí misma mucho antes de entrar a terapia.

(8)   Esfuerzos frenéticos por evitar abandono real o imaginario. (No incluya comportamiento suicida o de automutilación cubierto en [5]). La ruda parte de mí me-importa-una-mierda resistía la identificación de este criterio, aborreciendo el concepto de dependencia, pero el Dr. Padgett había señalado los temores de abandono en varias ocasiones. Tuve que dar a este un sí, aunque habría preferido pensar de él como un sí con reservas.


El asunto ahora era mi diagnóstico. Ya había sido una paciente interna en tres ocasiones en menos de un año y asistía a tres sesiones de terapia a la semana. ¿Era esto lo que podía esperar para el resto de mi vida?

sábado, 20 de septiembre de 2014

Terapia para Rachel, infancia de abuso

Nunca le di mucha importancia a la teoría de los sueños, pensando simplemente que no eran más que entretenimiento aleatorio. Una mezcla de detalles y fragmentos de palabras, vistazos y sonidos. Sin significado. Una película mental de horror o fantasía que terminaba con la luz de la conciencia. Salir de la sala, y se acabó.

Pero las pesadillas en el hospital no terminaron con los créditos apareciendo en la pantalla. Yo era presa de esas pesadillas mucho tiempo después de haber despertado. No podía ignorar esos mensajes y no se detendrían hasta que los hubiera enfrentado. Mi mente inconsciente exigía ser escuchada.

La mayoría de mis sesiones de terapia durante mi estadía en el hospital e inmediatamente después de su terminación estaban dedicadas a los sentimientos que estos sueños traían consigo. ¿Cuál era el mensaje? ¿Era sustancia o simbolismo? ¿Verdad o ficción? ¿O ambas?

¿Cuáles pudieron haber sido los eventos? ¿Qué significaban las luces intermitentes y mi familia enojada e histérica? ¿Culpa? ¿Represalias? ¿Por qué? ¿Por qué estaban las dos pequeñas figuras que parecían de madera separadas del resto de la gente? ¿Fue por abuso? ¿Las cosas se habían puesto tan mal que alguien había llamado al departamento de bomberos?

En una familia que valoraba la secrecía sobre cualquier otra cosa, incluso en su interior, los detalles de mi temprana niñez eran incompletos. Mis padres rara vez hablaban de esa era de la vida de nuestra familia, aunque hablaban con libertad de años posteriores. ¿Era sólo una coincidencia, o estaban reteniendo oscuros recuerdos?

Yo sólo sabía que era un tiempo particularmente estresante para mis padres. Mi papá había estado trabajando semanas de ochenta horas para que despegara su negocio, y mi llegada (el quinto hijo en la familia) no fue planeada. Peor, fui niña.

Sabía que durante mi infancia, mi madre estuvo enferma mucho tiempo. Enfermedades psicosomáticas siempre la aquejaron en tiempos de gran estrés. Yo sabía que ella siempre fue el tipo de mamá que se queda en casa, pero por alguna razón, aunque mis hermanos mayores ya estaban en la escuela, contrataron una niñera para que me cuidara durante algunos años. ¿Por qué?

Los encefalogramas, las imágenes de resonancia magnética y las tomografías computarizadas habían mostrado que yo tenía algún tipo de lesión y tejido de cicatrización en el hemisferio izquierdo del cerebro. Nunca llegamos a ninguna conclusión, pero ahora me encontré preguntándome por qué estaba ahí. ¿Era una aberración? ¿Una caída en el parque? ¿O era el legado del abuso?

Estas eran preguntas horribles. La posibilidad de abuso existía, pero las únicas personas que sabrían si había ocurrido o no eran mis padres. Y yo sabía que jamás podría estar segura de sus respuestas aún si los confrontaba directamente. Si la especulación era falsa, justificablemente la negarían; pero si era cierta, también la negarían. No había modo de que pudiera saber. Nada más ponderar la realidad de ese sueño constituía una acusación seria.

Después de descubrir muchos recuerdos reales de mi niñez, los que sabía que sí habían ocurrido, empezaba a sentir furia contra mis padres, la amarga rabia de la traición. Sin embargo, no podía condenarlos basándome en sueños incompletos sin evidencia firme, evidencia que nunca tendría.

El Dr. Padgett no dijo mucho esta vez. Era cauto en no llevarme en ninguna dirección―sueño simbólico o recuerdo. Con lo mucho que dependía de él, incluso unas pocas palabras podrían haber inclinado la balanza. En lugar de eso, se enfocó en una cosa que creía que era real en el sueño―los recuerdos de sentimientos. Siempre había estado convencido de que, independientemente de la forma que haya tomado, mi temprana infancia había estado caracterizada por el abuso en una proporción mucho mayor de lo que yo había imaginado. Determinar los detalles específicos, dijo, no era tan importante como hacerme a la idea de que había sido abusada y sobre todo, sentir las emociones que venían con esa revelación.

Alimentarme resultó muy difícil, pero el Dr. Padgett no mencionó el tema, a pesar de que yo no había ganado ni una onza de peso corporal. Él creía firmemente que si podía enfrentar estos temores, con el paso del tiempo la necesidad de ser anoréxica se disiparía.

Para mí ya no era un asunto de distorsión corporal anoréxica. Era el horror de estos sentimientos, el reconocimiento de que una realidad que me enfermaba tan nauseabunda que me ponía al borde del vómito.

Un día llegué al peligroso extremo de hacerlo en el piso del consultorio. Estaba retorciéndome, sintiendo náuseas, la bilis subía hacia mi garganta mientras yo batallaba con los demonios de estos recuerdos de sentimientos. Me sacudí y temblé―cada parte de mi cuerpo de alguna manera en movimiento. Agarré mi pelo y lo retorcí y mordí mis dedos en un movimiento cinético sin control. Estaba enloquecida, tratando de expulsar esos sentimientos de alguna manera.

“Siéntate con ellos”, dijo el Dr. Padgett tranquilamente pero con firmeza. “Siéntate con esos sentimientos. No hagas una escena con ellos, no huyas. Siéntelos. Puedes hacerlo, Rachel. Siéntate y convierte esos sentimientos en palabras o en lágrimas. Compártelos conmigo. Son sólo sentimientos. Ahora nadie puede hacerte daño. Yo estoy aquí contigo”.

Las palabras me eludían con frecuencia y yo sólo podía aullar de dolor―los gritos desgarradores de un niño que llama a su madre, donde quiera que esté, para que acuda a ayudar a su hijo. No existen palabras mágicas de alivio para esos gritos, y el Dr. Padgett no las intentó.

En lugar de eso, permaneció ahí sentado.

Escuchó.

Él estaba presente y me aceptaba incondicionalmente. Detrás de la pantalla en blanco yo podía ver el dolor en sus ojos al presenciar mi sufrimiento. Era un dolor que no creo que hubiera podido ocultar aun si hubiera querido. Estos sentimientos trascendían palabras y análisis. Simplemente, necesitaban ser sentidos, y el Dr. Padgett simplemente necesitaba estar ahí conmigo, sintiendo el dolor de un padre que mira a un hijo sufrir sabiendo que sólo el tiempo hará que se vaya el dolor.

Terminábamos estas sesiones de emoción impronta, primaria ―desprovistas de palabras porque los sentimientos eran tan tempranos en su origen― regresándome gentilmente a la adultez.

Después de una sesión particularmente intensa, eligió revelar algo de sí mismo. Tenía dos hijos ya adultos, un varón y una hija. El Dr. Padgett me relató historias de sus experiencias con sus hijos. Su hijita gateaba, haciendo barullo y riendo mientras él trataba de cambiarle el pañal, mientras él también reía. Caminaba silenciosamente hacia sus camas durante la noche, se paraba junto a la cuna, miraba y los contemplaba maravillándose con gratitud. Abrazaba a su pequeña mientras ella lloraba, su corazón se desgarraba mientras él deseaba que el dolor se fuera, pero teniendo cuidado de que la niña no pudiera ver su dolor porque la niña necesitaba que su padre se mostrara fuerte. Él amó, celebró y vio la belleza y el milagro en su hija tanto como en su hijo.

Mientras yo emergía de los recuerdos, todavía entre lágrimas apagadas, exhausta, me decía que esa era la niñez que yo debí tener. Si bien no podíamos reescribir el pasado, él podía satisfacer mi necesidad de amor y aceptación incondicional. Jamás podría ser un substituto, ni podría borrar el pasado, pero podía ayudarme a unificarme en el presente.


Escuché y fantasee respecto a cómo habría sido mi vida si el Dr. Padgett hubiera sido mi padre. Eran pensamientos reconfortantes, pero dolorosos también. La única manera como podía conjurarlos era sumergirme en las profundidades de la vulnerabilidad que sentí siendo una niña. Tanto como a él le resultó doloroso recordarme que jamás volvería a ser una niña, yo desee fervientemente que fuera posible. La distinción entre fantasía y realidad era una que yo evitaba hacer, desesperadamente.

Terapia para Rachel, pesadillas estando hospitalizada

La pequeña cuna de roble con el patito pintado en un lado. Mi cuna, la cuna de Jeffrey, la cuna de Melissa. Inconfundible.

Mamá está desesperada, enloquecida. Ella grita: “¡cállate, deja de llorar!”

Tengo hambre, tengo mucha hambre. Tengo tanta hambre que me duele.

“No puedo darte de comer, todavía no es hora. ¡Deja de llorar! ¡Cállate!”

Miradas de furia, manos que me buscan. Las veo. Me alejo de ellas.

¡Estoy volando! Veo la pared. ¡Estoy volando!

Todo se hace negro.

Estaba hiperventilando y gritando otra vez. La transpiración y el horror se habían convertido en un ritual nocturno. Había resistido una semana de esto. Estaba tan exhausta que apenas podía mantenerme despierta, y al mismo tiempo demasiado horrorizada como para poder dormir. Cuando el agotamiento me vencía y cerraba los ojos, las pesadillas me invadían con fiera intensidad, el inconsciente tomaba el control. Era un infierno en la tierra sin escapatoria, ni siquiera durante el sueño. Embotada durante el día, poseída durante la noche, una secuencia interminable de pesadillas me azotaban con su furia. Yo especulaba respecto a lo que sucedía, pero nunca podía llegar a ninguna conclusión. ¿Qué era simbólico y qué era un recuerdo real? Una cosa era segura: si mis padres me habían hecho estas cosas realmente, jamás lo admitirían, ni siquiera en su lecho de muerte.


La mayoría de las enfermeras, incluso aquellas que yo había agraviado antes, me apoyaron en este trance. Se daban cuenta de que esta vez estaba haciendo un verdadero intento. Cuando era presa de estas pesadillas y lloraba angustiada, las enfermeras hacían lo más que podían para consolarme y calmarme, pero sólo el Dr. Padgett y yo entendíamos la intensidad de nuestra terapia y lo que estos sueños podían estar expresando.

Terapia para Rachel, pesadilla reiterativa

Las luces intermitentes del camión de bomberos iluminan el paisaje suburbano. Los vapores de diesel me provocan náuseas.

Papá está muy enojado. Toma el control, exigiendo saber qué pasó.

La abuela mira hacia abajo, asomando su rostro entre las nubes con una horrible mueca de enojo en su rostro habitualmente sonriente. Mueve la cabeza y señala hacia abajo y grita: “¡Eres una madre terrible! ¡Me avergüenzo de ti!”

Mamá llora cubriéndose el rostro avergonzada. Papá y la abuela y los bomberos la recriminan sin piedad. Ella es el centro, la mártir de la escena.

Y en la distancia hay dos pequeñas cajas. Parecen ataúdes, no, figuritas de madera, inmóviles, abandonados, sin expresión facial, inmovilizadas por el horror. Nadie les presta ninguna atención.

Es mi hermano mayor, conmigo.

La enfermera autoritaria estaba parada al pie de mi cama. Esta vez me dio gusto verla. Eran las dos de la mañana y yo estaba empapada en sudor, todavía temblando e hiperventilando.

“Vamos, Rachel. Ya estás despierta. Fue sólo un sueño. Necesitas tranquilizarte”.

“¡Fue horrible!”, grité llorando, “¡horrible!” Los camiones de bomberos, y papá gritando, mamá llorando y la abuela mirando de entre los muertos señalándonos con el dedo. Y todos nos abandonaron ahí. ¿Qué pasó? ¿Qué hizo mi madre? ¿Por qué estábamos ahí? ¿Qué pasó? ¿Qué me hizo mi madre?”

“No puedo entender lo que me dices. Es una pesadilla, Rachel, una pesadilla. Puedes hablar de eso con tu doctor en la mañana. En este momento necesitas descansar”.

Ella me permitió dirigirme al salón a fumar un cigarrillo. Traté de volver a dormir, pero la misma pesadilla se volvió a presentar. Finalmente me di por vencida y permanecí despierta, esperando que las distracciones de la mañana se llevaran mi malestar.

martes, 16 de septiembre de 2014

Terapia para Rachel, su lucha interior

Yo pesaba 50 kg, la marca crítica. Dos partes mías en conflicto estaban en guerra virtual respecto a la aguja en la báscula, que tercamente se había aferrado a los 50 kg por más de dos semanas. Tal vez unos kilos por debajo de lo que debería ser, pensaba mientras me ponía de pie en la báscula―algo que ahora hacía varias veces al día― pero al menos estoy manteniendo mi peso. El episodio ha terminado y puedo seguir con la terapia. Pero otra parte de mí se estaba apoderando de esta parte racional de mi persona. Este “mí”, inquieto ante la marca inmovilizada en la báscula, consideraba esa meseta un fracaso. Este peso “normal” era una marca que había que superar. Sólo un incremento en mi dedicación a la dieta y el ejercicio podían llevarme a donde necesitaba llegar. Estaba consciente de las ramificaciones de vida o muerte de matarme de hambre a mí misma, pero mi álter ego estaba igualmente convencido de que perder más peso era una cuestión de vida o muerte.

Finalmente, esa otra parte comenzó a ganar, y volví a perder peso. Ocasionalmente me desmayaba, una vez en presencia de un cliente. Más de una vez sentí dolores intensos en el pecho, muy probablemente resultado de un ataque de pánico. Esos ataques me recordaron a la cantante Karen Carpenter que no había muerto propiamente de inanición, sino de un ataque cardiaco resultado de su dieta. Comencé a asustarme al darme cuenta de que esta dieta podía matarme. Era como estar en una lucha por la supervivencia contra un enemigo asesino, excepto que era yo la que luchaba por la supervivencia y era también yo el enemigo interior.

“Dr. Padgett”, supliqué con lágrimas en los ojos en una sesión a principios de Febrero, “esta niña interior, está tomando el control. ¿No puede hacer nada respecto a ella? Yo ya no puedo hacer nada. Sé que es peligroso, pero no puedo detenerla. Quiero dejar la dieta, de veras. Ayúdeme”.

“No puedo detener a nadie, Rachel”, contestó él. “Sólo tú puedes. Dices que quieres detenerte, pero una parte de ti no quiere detenerse. No hay una “ella”, sólo estás tú, y eres tú quien tiene el control de lo que está haciendo. No puedo ayudarte, tú tienes que ayudarte a ti misma”.

“¡Bien, bien entonces!” rugí, como si alguien hubiera activado un interruptor y me hubiera transformado en un ser completamente diferente al que había suplicado y pedido ayuda hacía apenas un momento. “¡Hijo de perra! No necesito su ayuda. ¡Quiero llegar a esa niña interior y estrangular a la perra!”

Ahora temblaba. Había mantenido la compostura con el Dr. Padgett durante docenas de sesiones. Sin embargo, aquí estaba ahora, ofendiéndolo, apareciendo la furia con creces. Estaba arruinando las cosas otra vez.

“No puedes estrangular a esa niña interior”, señaló calmadamente. “Esa niña eres tú y la única manera de destruirla es destruyéndote a ti misma”.

“Bueno, ella me está destruyendo”, respondí enojada. “Pedacito de porquería manipuladora. ¿Por qué no puede salirse de esto y enfrentarlo como…” me detuve, no queriendo dar al Dr. Padgett una entrada.

¿Cómo un hombre? Eso es lo que ibas a decir, ¿no? ¿Quieres que ella se salga de esto y muestre valor como un hombre?”

No respondí, sólo me quedé ahí sentada, abriendo y cerrando los puños, golpeando el suelo con un pie, mirando al doctor enfurecida.

“Eso es lo que tu padre habría dicho, ¿no es así? Hasta la última palabra. A una niñita asustada, temerosa de defenderse. Habría querido que esa niña pequeña, que él veía como débil y manipuladora, se saliera de esto y actuara como un hombre”.

“Váyase al diablo, pendejo”.

“Ah, otra cosa que tu padre habría dicho”.

“Usted no puede diferenciar su trasero de un hoyo en el suelo. Usted no sabría qué es ser hombre si llegara y lo mordiera en el trasero. Usted es un loquero, maldita sea, bonita profesión”.

“Es tu padre el que habla otra vez”.

“¿Qué está tratando de hacer, Dr. Padgett? ¿Fastidiarme lo suficiente como para que lo estrangule? ¿Cree que no podría matar a su patético trasero? Piénselo otra vez, patético putito. Podría matarlo con las manos ahora mismo. Sé dónde vive, lo busqué en los registros de impuestos del condado. ¿Sorprendido? ¿Pensó que me engañaría con un número de teléfono no registrado en el directorio? Bueno, el condado tiene su nombre y su número y ahora lo tengo yo. Puedo ir a su casa durante la noche y matarlo a sangre fría, a su esposa y a sus hijos también. Usted no tiene idea de con quién se está enfrentando, no tiene idea en absoluto”.

Mis ojos quemaban, pero no podía detectar la menor reacción de temor, intimidación o siquiera furia. Todo lo que veía era tristeza.

“Yo no soy tu padre, Rachel. Lo que acabas de decir es lo que hubieras querido hacerle a él cuando abusaba de ti. Hubieras querido atacarlo o matarlo para detenerlo”.

“Puedo matarlo a él, a usted, o a quien yo quiera, estúpido. Podría salir a comprar una pistola y volarlos en pedazos en una sola tarde”.

“Posiblemente ahora podrías hacer eso, pero no hubieras podido hacerlo en ese entonces. Probablemente estabas lo bastante enojada, pero también eras muy vulnerable, demasiado joven y demasiado débil para poder vencerlo”.

“¡No se atreva a llamarme débil, Padgett! ¿Quiere pelear ahora mismo, pendejo? ¿Quiere ver quién ganaría? Le patearía las bolas y le sacaría las tripas por la garganta antes de que usted siquiera sintiera el dolor”.

Todavía no veía ninguna señal de temor o de furia en el hombre.

“Eras una niña, una niña a merced de sus padres. Él podía someterte si quería. No eras tú la que podía matar con sus manos, tú padre sí, y tú temías eso más que ninguna otra cosa. Totalmente vulnerable, tan enojada pero tan incapaz de hacer nada al respecto, y tan atemorizada”.

Permanecí callada.

“Si yo hubiera sido tu padre, no habrías tenido motivos para sentir miedo. Yo no te habría puesto un dedo encima para hacerte daño. La mayoría de los padres, la mayoría de los buenos padres no soñarían siquiera con dañar a sus hijos. Posiblemente tu padre era físicamente fuerte, pero como hombre, era terriblemente débil. No podía controlar sus emociones, así que, en su lugar la tomaba contra una niña pequeña como tú: demasiado pequeña y joven para defenderse”.

El tirano enojado me soltó, como si hubiera sido exorcizado, dejando en su lugar a la niña pequeña indefensa y suplicante.

“Ayúdeme por favor”, dije en voz muy baja. “Dr. Padgett, estoy tan asustada. No sé qué tomó control sobre mí, yo no quería decir esas cosas terribles. No quería lastimarlo o asustarlo. Lo necesito, Dr. Padgett, por favor ayúdeme. ¿Qué es lo que está mal conmigo? ¿De veras estoy loca? Ella está tomando el control”.

“¿Quién está tomando el control?”, respondió él gentilmente, como si le hablara a una niña.

“La otra, la mala. La que siempre dice cosas terribles y me mete en problemas. Esa parte de mí. Es ella la que trata de matarme de hambre y me está echando la culpa. No es justo”.

Me escuché hablando a mí misma, sorprendida. Verdaderamente, pensé, debo estar volviéndome loca.

“Sólo hay una tú, Rachel, sólo una. Estás fragmentando, disociando”.

“¿Qué significa eso?”

El Dr. Padgett procedió a explicar los términos. Fragmentar, o disociar, ocurre cuando una persona no tiene una personalidad totalmente integrada. Emergen diferentes aspectos de la personalidad, dependiendo de la situación. Es una manera parchada de conducirse.

Cuando me hallaba sobrecogida por el miedo, la persona abusiva con comportamiento rudo venía  a enfrentar la amenaza y reducir los sentimientos de indefensión y vulnerabilidad. Cuando me hallaba abrumada por la necesidad de estar cerca de alguien, emergía la niña que suplicaba. En muchas situaciones, la sensibilidad y racionalidad adultas están presentes, y por tanto, las personalidades están de alguna manera integradas y sometidas. Pero en momentos de sentimientos intensos, una de las otras dos personas aparecía, abrumándome.

No era la disociación del tipo trastorno de personalidad múltiple, explicó, porque yo siempre estaba consciente, por lo menos en cierto nivel, de lo que estaba haciendo y diciendo. Una persona con trastorno de personalidad múltiple, como Sybil, no tendría la conciencia que yo tenía.

Pero la disociación establecía la etapa para el fiero conflicto interno en que las dos personas interiores, como agua y aceite, luchaban una contra otra. Una, claramente femenina; una claramente masculina. Era el legado de abuso, de tratar de complacer tanto a un padre y a una madre que despreciaban la feminidad.

Sin embargo, no todo en mí era un infante. Algunos aspectos de mi carácter habían logrado crecer hasta alcanzar una etapa más avanzada de desarrollo que otros. Yo era capaz, en muchas ocasiones, de interactuar de manera muy funcional en situaciones adultas. Era importante explorar la persona de la infancia para comprenderla mejor y un día integrarlas, me dijo el Dr. Padgett, pero aún más importante era recordar que también era adulta. En la medida que lograra retener ese aspecto adulto mientas exploraba los otros, podría manejar la introspección y finalmente podría trabajar para convertirlo en un todo. Sin embargo, si perdía al adulto dentro de mí y dejaba que la persona infantil tomara el control completamente, los resultados podrían ser desastrosos.


lunes, 15 de septiembre de 2014

Terapia para Rachel, anorexia

Para cuando hube alcanzado mi meta de 55 kg, supe que mi “dieta” no era como las dos que había manejado exitosamente después de dar a luz. En su lugar, era un eco de mi anorexia de 1978: el aislamiento, la obsesión y el alejamiento de las relaciones optando en su lugar por actividad frenética. El número en la báscula me dijo que era el momento de volver a comer con regularidad. Sin embargo, un plato de comida que no pertenecía a la dieta me provocaba náusea. No podía obligarme a comerlo o probaba una pequeña porción y tiraba el resto, diciendo que estaba satisfecha. Comer una barra de caramelo me conducía a horas de recriminación insoportable al mirar mis muslos “expandirse” ante mis ojos. El único alivio venía de saltarme la siguiente comida y hacer una sesión triple de ejercicio. Era toda una penitencia; sólo una lectura igual o menor en la báscula me otorgaba la absolución.

Tim, al tanto de la historia de mi adolescencia y de mis dietas post embarazo, se hallaba preocupado. Comenzó a preguntar si no estaba llevando esto demasiado lejos, así que empecé a mentir vaciando platos de puré de papa en la basura cuando él no me veía, ocultándolo cuidadosamente detrás de una toalla de papel o una caja de cereal vacía. Afirmaba que tenía gripe o había comido un gran refrigerio justo antes de la cena. Mentiras.

Yo no necesitaba un psiquiatra que me dijera lo que era esto. No estaba en negación, tenía conciencia de mi problema, pero no podía controlarlo.

Sintiéndome a merced de algo más allá de mi control, continué con mi patrón de apertura con el Dr. Padgett y le comuniqué mi descubrimiento.

“Dr. Padgett,” dije, “sé que ahora mismo tengo un peso normal. No me veo emaciada o nada parecido y lo sé. Puedo recordar claramente la anorexia de aquella época y esto es exactamente lo mismo. ¿Qué hago?” Volvía a  entregarme. Era otra vez el humilde penitente ante el confesor. Esperaba la reacción amenazadora de mi padre, la insistencia de mis amigos, o el temor de Tim.

Tal vez el Dr. Padgett sabía cómo reaccionaría yo ante cualquiera de estos casos ―vería las amenazas como persecución, ignoraría la insistencia o le adjudicaría malos motivos, o disfrutaría el temor, así que no me respondió como había esperado. No me dijo que si había alguien que debía saber de esto era yo y que mejor “pusiera los pies en la tierra y comenzara a comer”.

En su lugar, vio la reemergencia de la anorexia como evidencia de que yo verdaderamente estaba reprimiendo a una niña interior. La solución a este problema más reciente no era dar sermones sobre hábitos de alimentación, sino explorar las emociones de mi niña interior. Este episodio anoréxico no era una coincidencia, sino la última forma de defensa. No querer comer estaba ligado a no querer sentir. “Piensa en tus temores sepultados y en tus sentimientos irracionales como esos bichitos gordos”, dijo él. “Tú sabes, los que se arrastran bajo las piedras. Cuando levantas una piedra y los expones a la luz, rápidamente forman una bolita de dura cubierta. Cuando la amenaza de exposición se ha ido, rápidamente corren hacia la roca más cercana”.

“Tienes sentimientos dolorosos y atemorizantes dentro de ti, tan atemorizantes que preferirías sufrir indefinidamente, algunas veces preferirías morir antes de verlos a la luz del día. Tus defensas son las piedras bajo las que te escondes. La terapia es un proceso que busca poner tus peores temores, los bichos gorditos, a la luz, que es exactamente lo que una parte de ti quiere hacer; la parte que  recientemente has estado mostrando aquí”.

“Pero no es la única parte de ti. La otra parte tiene tanto miedo que hará casi cualquier cosa para evitar el escrutinio. Así que encuentra más piedras bajo las que los bichos puedan esconderse, la roca de la ira, la roca de me-importa-un-bledo, la roca ‘jódete Dr. Padgett, te odio’, la roca de la ideación suicida; y ahora la roca más reciente: la roca de la anorexia. Esta no es una enfermedad aparte, Rachel: es sólo una roca más bajo la cual peden esconderse, un lugar más para evitar enfrentar los mismos sentimientos”.

¿Quién es esa otra parte? ¿Quién es esa niña interior de la que siempre está hablando? ¡Odio a esa niña! Me ha destruido en todo momento, con intención de sabotearme. Quiere matarme. Ahora está tratando de destruir la terapia justo cuando he recuperado el control y me he  estabilizado con trabajo arduo. Quiere matarme. Bueno, ¡ahora yo quiero matarla!

“Nunca dije que la terapia iba a ser fácil”, continuó el Dr. Padgett. “Nunca dije que no iba a ser frustrante, deteniéndose y arrancando otra vez yalgunas veces un paso hacia delante será seguido de dos pasos hacia atrás. Cada vez que levantamos una piedra y exponemos esos bichos, esos sentimientos―los bichos― correrán hacia otra roca a esconderse.”

“Pero un día, Rachel, no quedarán rocas. Un día habremos levantado la última roca. Sin un lugar donde esconderse, los bichos se dispersarán para siempre y tú experimentarás una vida que nunca creíste posible”.

“La roca de la anorexia es grande, muy intensa. Podría parecer que todo está perdido y que las cosas se están poniendo peor. Entre menos rocas hayan, más bichos encontraremos bajo las rocas que quedan. Pero nos estamos acercando a esos sentimientos, Rachel. Cada vez estamos más cerca. Juntos, nosotros dos vamos a levantar también esa roca, como ya hemos hecho con todas las otras. Este no es momento para huir, es momento para sentir”.


Sólo si esa malvada niña me lo permite, Dr. Padgett. Sólo si ella me lo permite.

sábado, 13 de septiembre de 2014

Terapia para Rachel, los términos cobran sentido

En las sesiones, el Dr. Padgett comenzó a repetir viejos términos, introducir nuevos y señalar ejemplos de cada uno cada vez que ocurrían. La vieja terminología académica comenzó a cobrar sentido.

“Transferencia” sucedía cuando yo convertía al Dr. Padgett en un sustituto de alguien más en mi vida―una persona importante de mi temprana edad cuando había tenido miedo de responder. Descubriendo estos sentimientos ocultos, podríamos explorarlos más cercanamente.

La “pantalla en blanco” explicaba por qué el Dr. Padgett mantenía un anonimato relativo y no mostraba reacciones emocionales. Entre menos revelara sobre su persona, más transferencia fomentaría.

El “pensamiento en blanco y negro” se basaba en extremos absolutos ―natural en niños muy pequeños, pero desestabilizador para las relaciones adultas. Yo veía a la gente como buena o como mala. Cuando eran “buenas”, las arrojaba a lo alto de un pedestal, no eran capaces de hacer nada malo y yo las amaba con todo mi ser. Cuando eran “malas”, se convertían en objetos de desprecio y venganza.

En relaciones con las personas más cercanas a mí, las evaluaciones de “bueno” y “malo” podían alternar violentamente, algunas veces de una hora a la siguiente. Las expectativas irreales de perfección que venían con el pedestal de la buena persona estaban destinadas a no satisfacerse, lo que conducía a la decepción y a un sentimiento de haber sido traicionada.

“El pensamiento todo-o-nada” y la “escisión” venían en paralelo con el pensamiento en blanco y negro. Cada sentimiento poderoso no sólo era absoluto, sino eterno. No importaba si una persona cercana a mí había ocupado el pedestal hacía diez minutos y había sido el objeto de mi abundante amor, cuando las emociones cambiaban, era como si ese amor nunca hubiera existido y el odio que sentía hoy podía continuar para siempre. Los medios con los que lidiaba con estos extremos alternos se llamaban escisión. Si no podía obtener lo que necesitaba o esperaba ya fuera de Tim o del Dr. Padgett  porque estaba sintiendo las amargas convulsiones de furia contra uno de ellos, buscaba en el otro lo que necesitaba. Era la única manera como podía soportar esos cambios violentos en mis emociones contra personas cercanas a mí y de quienes más esperaba.

La “proyección” ocurría cuando asumía mis pensamientos como de otras personas, mis motivaciones como las de ellas. Si acusaba con furia al Dr. Padgett de que me odiaba y quería “deshacerse de mí”, era porque yo me odiaba a mí misma y deseaba deshacerme de eso. Era más probable que proyectara mis temores y sentimientos más profundos de odio por mí misma simplemente porque eran demasiado inquietantes para reconocerlos como míos.

Cuando alguien cercano a mí se caía del pedestal de la buena persona, mi reacción inicial (a través de los nublados ojos de mis expectativas imposibles) era odio y sentimientos de haber sido traicionada, sentía el horrible miedo al abandono. El Dr. Padgett describió la furia unida al apego como “te odio, no me dejes”.

Todos estos términos teóricos cobraron sentido. Me hice experta en señalarlos y exponerlos con facilidad intelectual. Era una buena alumna que hacía su mejor esfuerzo. Si asimilaba toda la terminología y los procesos, podría conquistar mis problemas intelectualmente.

Pensar resultaba fácil, pero también me mantenía emocionalmente distante. Era como si mirara una obra de teatro, discutiendo la trama, hallando el significado, pero olvidando que yo era el personaje central y que la obra era real.


Esta estrategia no le pasó desapercibida al Dr. Padgett, que comenzó a mencionar que la intelectualización era en realidad una forma de defensa. Yo no quería sentir. Estaba usando una barricada de terminología para reprimir todos los sentimientos de mi niñez y ocultarme tras una fachada de adultez sofisticada.

jueves, 11 de septiembre de 2014

Terapia para Rachel, su niñez, 2ª parte

Era una historia convincente que resonó dentro de mí. Hasta yo tuve que admitir la posibilidad de que mi fiera lealtad hacia mis padres podría no deberse a que no había sido objeto de abuso, sino a que sí había sido abusada. Era atemorizante. Mis recuerdos borrosos  del pasado ocultaban una realidad que había pasado una vida evitando, una verdad tan dolorosa que consideraba preferible morir a  tener que enfrentarla.  Mi padre no había dejado de castigarme por ser la niña pequeña de papi, sino porque pasaba tanto tiempo en su trabajo y porque yo había presenciado tanto que me había habituado a evitarlo.  Frecuentemente su violencia explosiva  había sido irracional, disparada por la menor provocación; una expresión facial que él encontraba irrespetuosa, lágrimas que no quería ver, cualquier expresión de una emoción para la cual él no tenía paciencia. Y las reglas cambiaban todo el tiempo. Algo que podía causar que sonriera o riera abiertamente un día, podía provocar que sacara el cinturón enfurecido unas horas o unos días más tarde.

La verdad es que yo tampoco había sido capaz de evitar del todo su temperamento explosivo. Me había convertido en maestra en ocultar las emociones, haciéndome virtualmente invisible cuando sentía que venía una explosión. Cuando no podía escapar. culpaba a mis incapacidades.

Papá había sido mucho más cruel con sus hijas que con sus hijos, en particular en lo verbal.  Para un hombre que codiciaba el control y consideraba debilidad cualquier emoción, particularmente las lágrimas,  sus hijas sacaban lo peor de él. En su mente, las mujeres eran débiles, manipuladoras, demasiado emocionales e inferiores. El lazo especial que yo tenía con él no era por ser la pequeña hija de papi, sino mi mejor esfuerzo por ser el pequeño hijo de papi. Darme cuenta de esto, me hizo comprender por qué siempre odié ser mujer.

Adoptando el odio de mi padre por la feminidad, había visto a mi madre de esta manera también. Reconozco que mi madre podía ser buena en ocasiones, y a veces podía sentir mucho amor por ella, pero no recuerdo haberla respetado jamás.  La había visto como todo lo negativo que papá alegaba inherente a ser mujer, y me había propuesto no ser como ella.

Lo más difícil era admitir que ella había tenido un gran impacto en mi vida, lo que continuó afectándome años después de que dejé el hogar. Mi madre había dado la apariencia de que papá tenía el control, cuando de hecho ella había sido una matriarca por derecho propio, una figura más poderosa de lo que yo había estado dispuesta a admitir. Altamente dependiente de mi padre para las tareas o las crisis más sencillas, no quería compartirlo con ninguno de nosotros, así que tomó el papel de salvaguarda, una intermediaria, escuchando las cosas que queríamos decirle a él, los sentimientos que queríamos compartir, y respondiendo dándonos su propia versión de “cómo se sentía papá” como si él no pudiera hablar por sí mismo. Ella creaba historias distorsionadas o ficticias, torciendo nuestras palabras al decírselas a él, de modo que viniera a disciplinarnos según las órdenes de ella. Mamá había ayudado a plantar las semillas  de mi retrato borroso de la vida como había sido, repitiendo los mantras tan frecuentemente que yo los había creído ciertos.

Había sido crítico para ella conseguir tanto del tiempo de papá como le fuera posible con su estilo de adicto al trabajo. Por tanto había fingido enfermedades y torcido eventos que habían ocurrido antes de su llegada a casa para convertirlas en cosas terribles que “le habíamos hecho a ella”. Entonces, calladamente se iba de la habitación mientras papi se sacaba el cinturón ― el caballero en su brillante armadura acudiendo presuroso al auxilio de su dama en apuros. Ella había hecho lo mismo conmigo y mis hermanos, poniéndonos unos contra otros, comparándonos sin fin y contrastándonos, jugando con las rivalidades naturales hasta que éramos una familia de hermanos y hermanas que rara vez se asociaban unos con otros. Mi madre se había hecho a sí misma el centro de todo ello, también había compartido la visión de papi de la inferioridad de las mujeres y por tanto, había favorecido abiertamente a sus hijos varones; veía a sus hijas como competencia por el afecto de papá.

Sueños y fantasías se redujeron a escombros. Defensas violentas y furiosas se convirtieron en sufrimiento aparentemente inconsolable. ¿Por qué había insistido el Dr. Padgett en abrir esta caja?  ¿Qué con que fuera la verdad? ¿Qué propósito había cumplido? ¿Por qué no pudimos dejarlo intacto?

Ahora no nada más estaba llena de autoaversión y de furia, sino también de desesperación. La burbuja había estallado irremediablemente, y temía mi vulnerabilidad. Comencé a preguntarme si cualquier sentimiento o creencia que tuviera era genuina, o si todo era un engaño.


Terapia para Rachel, su niñez, 1ª parte

Inherente en la terapia estaba ahondar en asuntos de mi niñez. Todavía  era difícil para mí mirar el retrato borroso esa niñez. Me aferraba a ese retrato irreal con desesperación para evitar el infierno que había sido. Había inventado mi propia versión y la había repetido tan frecuentemente que se había convertido en mi verdad. Había sido una niña favorecida, la preciosa bebé de la familia, la niña de papi, la de mayores logros, la que había conseguido el mayor orgullo de sus padres.

La mía había sido una niñez afortunada en la que no había padecido ninguna carencia. Había tenido la ventaja de las mejores escuelas privadas. Mi padre nos había dado todo lo que sus hijos necesitábamos. Siempre me había considerado afortunada, había vivido convencida de que cualquier angustia interna que había experimentado se debía a que había nacido defectuosa de alguna manera; era la única manera como podía explicar que viviendo con toda esa riqueza y amor no fuera capaz de apreciarlo.

De acuerdo, tal vez en ocasiones papá había usado el cinturón, había levantado la voz, había dicho algunas cosas, había perdido los estribos, pero había sido un hombre importante, había provisto bien a su familia lidiando con el estrés diario de un negocio exitoso. Yo había estado orgullosa de él. Había sido estricto, tal vez demasiado en ocasiones, pero lo había hecho con la mejor de las intenciones, deseando que no creciéramos sintiéndonos más de lo que éramos. No me había pegado tanto como a mis hermanos. Yo era la niña de papi.

Sí, mamá también se había alterado mucho. Sus golpes no eran tan fuertes como los de papá, así que había arrojado cosas. En ocasiones tuvo diatribas histéricas y estallidos de lágrimas que no parecían tener sentido. Pero, otra vez, estas habían sido dirigidas contra mis hermanos mayores más que contra mí. Hubo muchas enfermedades fingidas. Muchas veces había reclutado a papá para que se hiciera cargo del castigo. Yo no había pensado mucho en esto. Era simplemente el modo como mamá se había conducido. Era débil, tal vez, pero inofensiva, y frecuentemente yo había estado en posición, como la hija menor, en que ella me confiaba el gran sufrimiento que le causaban mis hermanos y hermanas mayores. Este papel me había hecho sentir fuerte y especial, ella me había necesitado.

Caso cerrado, Dr. Padgett. Mi infancia no había sido perfecta, pero ¿la de quién sí lo es?

El Dr. Padgett sin embargo, sabía que había más de mi niñez de lo que yo me atrevía a recordar. Sabía también que si yo nunca enfrentaba  la verdad, jamás sería libre.

Era una terea difícil, puesto que para entonces, mis lealtades estaban divididas. Había llegado a depender del Dr. Padgett tanto como había dependido de mis padres. Me sentía como si de alguna manera estuviera siendo obligada a tomar partido. Era un dilema doloroso.

“Yo los amo, Dr. Padgett,” le dije, “y sé que ellos me aman. ¿Cómo podría sentir eso si mi niñez hubiera sido horrible?”

Entonces, él me contó la historia de la prueba con los patitos.

“Unos científicos estaban conduciendo un experimento,” dijo, “tratando de medir el abuso en niños. Los patos, como las personas, desarrollan lazos entre la madre y los pequeños. Le llaman impronta. Entonces los científicos se dieron a la tarea de investigar cómo la impronta sería afectada por el abuso.”

“El grupo de control era una madre pato real y sus patitos. Para el grupo experimental,  los científicos usaron un pato mecánico que habían creado ―plumas, sonido, y todo― que a intervalos de tiempo, golpeaba a los patitos con su pico mecánico. Un golpe doloroso, uno que un pato real no propinaría. Los científicos variaron estos grupos. Cada grupo era golpeado con un nivel o frecuencia diferente. Y entonces observaron a los patitos crecer y su impronta de lazo con su madre”.

“Con el paso del tiempo”, continuó, “los patitos en el grupo de control caminaban detrás de su madre, pero conforme crecían, había más distancia entre ellos. Se separaban y exploraban.

“Los patitos con la madre mecánica que golpeaba, sin embargo, la seguían mucho más de cerca. Incluso los científicos se asombraron al descubrir que el grupo que formó lazo y siguió más de cerca era el que había sido golpeado repetidamente con la mayor frecuencia. Entre más habían sido golpeados y abusados los patitos, más de cerca seguían a su madre. Los científicos repitieron el experimento y obtuvieron los mismos resultados.”


miércoles, 3 de septiembre de 2014

Terapia para Rachel, en el diván

Después de ser dada de alta de mi segunda hospitalización, procedí a actuar más fuera de control que nunca. Llevaba conmigo un renovado escepticismo y resentimiento contra el Dr. Padgett y un temor mayor  a haber sido juzgada irrevocablemente loca―algo por lo que también culpaba al doctor. Las sesiones de terapia seguían un patrón consistente. Yo estaba beligerante, o defensiva u hostil, o atacando todo lo que el Dr. Padgett decía; o estaba entumida, sin emoción. Cruzaba los brazos y afirmaba que la terapia era una pérdida de tiempo y dinero y no tenía nada de qué hablar. El Dr. Padgett presionaba cada vez más para que llegáramos a asuntos de mi niñez, cosa que yo resistía con toda la furia que podía reunir. No solo amenazaba mi vida, sino también amenazaba con decir tanto a la American Medical Association y a los medios que Padgett era un fraude, algo que yo creía sinceramente.

“Mi padre tenía razón respecto a ustedes, los loqueros,” dije. “No son nada más que un montón de falsos codiciosos, fastidiando las mentes de las personas para que se enganchen”.

Era difícil recordar que habían existido momentos de alivio y más aún explicarme cómo, a pesar de todo el odio que sentía contra él, seguía pagando 120 dólares por sesión, tres días por semana, para verlo. No podía imaginar la vida sin él. Era demasiado tarde para irme, pensaba, ya estaba enganchada y convencida de que la única manera de salir de esta trampa que me llevaba en espiral hacia abajo, era muriendo.

Claramente, la terapia había perdido el rumbo. Estábamos repitiendo los mismos asuntos, y yo ponía obstáculos a la exploración de cualquier cosa nueva. Perdía confianza rápidamente, no solo en el proceso, sino también en mí misma.

Por ello, el Dr. Padgett sugirió una forma más intensiva de terapia: el uso del diván. El diván, el terapeuta en una silla asintiendo vagamente, el paciente apoyado en su espalda, mirando el techo. Era el epítome del estereotipo psicoterapéutico, estilo Viena. Al comenzar la siguiente sesión, me dirigí directamente al diván.

“Ummm, esto es extraño,” dije mirando al techo buscando sus imperfecciones y distraerme de una sorprendente sacudida de ansiedad. “Dr. Padgett. ¿Está usted ahí?”

“Sí”, escuché su voz, el tónico gentil. “Aquí estoy”.

Me sentí sorprendida por lo mucho que me tranquilizaron sus palabras. Sin contacto visual, me sentía extrañamente aislada. Esto, pensé, era más intenso de lo que había creído.

“¿Dr. Padgett?”

“Sí”.

“¿Qué hago aquí?, quiero decir, ¿qué se supone que debo decir?”  La ansiedad comenzaba a abrumarme.

“Di cualquier cosa que venga a tu mente. Sólo relájate. Estoy aquí, sólo di lo que tienes en mente”.

Después de un breve silencio, una visión apareció en mi mente. Comencé a gemir. Quería detenerme, pero no podía.

“Está bien,” dijo él con una voz hipnótica. “¿Qué está pasando en este momento?”

“Estoy en mi habitación,” respiraba pesadamente, mi corazón latía con mucha fuerza, comenzaba a transpirar. “Miro por la ventana, está oscuro allá afuera; oscuridad total. Atemorizante. Y pienso en lo que sucede cuando uno muere, sobre dónde estaba antes de nacer y de veras me asusta. ¿Qué era yo antes de nacer?”

“¿Qué edad tienes?”

“Soy pequeña, tal vez seis años.” Podía sentir cómo comenzaba a hiperventilar.

“Está bien, aquí estoy. ¿Por qué no vas y le dices a alguien? ¿Por qué no vas a buscar a tus padres?”

“¡No puedo! Se enojarán mucho conmigo. Soy una bebé, le temo a la oscuridad. Pienso en esas cosas tontas. Ellos odian eso, ya están enojados conmigo. No puedo molestarlos más. Es tarde, ellos… ellos…”

Ahora temblaba visiblemente.

“Está bien, aquí estoy. ¿Qué harían ellos?”

“Tengo que ir al baño, es de veras urgente”.

“¿Y por qué no lo haces?”

“Porque no puedo salir de mi habitación. Tengo miedo. Él está en ropa interior; está enojado; me dijo que no quiere ver mi maldito rostro otra vez durante la noche si sé lo que es bueno para mí. Él me verá, él… él…”

“¿Qué hará él?”

“Tomará el cinturón. Me dijo que me callara y me fuera a la cama. Tengo que quedarme aquí. Estoy demasiado asustada”.

“¿Demasiado asustada como para no ir al baño cuando necesitas hacerlo?”

“Él me dijo que me callara y me fuera a la cama. No puedo salir de aquí. Tengo miedo, quisiera estar muerta, pero no puedo porque no sé qué le pasa a los muertos. No sé de dónde vine”.

“¿No has hablado con ellos de la muerte, de lo mucho que te asusta?”

“¡No puedo! El abuelo acaba de morir. No quieren hablar de eso. Ella llora todo el tiempo, él no llora en absoluto. Dicen que pienso demasiado y eso es malo, muy malo. Pienso que soy demasiado inteligente para mi propio bien, pero no soy tan inteligente. Solamente quiero ser el centro de atención. ¡No puedo decírselo a ellos! ¡No puedo ir al baño! Ni siquiera puedo morir. Estoy demasiado asustada, por favor ayúdeme”.

“Está bien. Estás aquí en mi oficina y yo estoy contigo. Esos son sentimientos, nada más. Los sentimientos no pueden lastimarte. Ya no estás ahí, estás aquí y estás a salvo conmigo”.

Mi respiración se desaceleró un poco.

“Te sientes muy asustada, quieres morir, pero no estás segura porque no sabes qué sucede. Necesitas ir al baño, pero también le temes a eso. ¿Entonces qué pasa? ¿Qué haces al respecto?”

“No… no… no puedo decirle eso”.

“¿Por qué no me lo puedes decir?”

“Porque es sucio, horrible, inmundo, un pecado repugnante y me quemaré en el infierno por él”.

“No hay nada que una niña de seis años pueda hacer por lo que pueda quemarse en el infierno, pero si no me lo quieres decir, está bien”.

Como si no lo hubiera escuchado continué, “mi papá me sorprendió una vez, comenzó a blandir el cinturón. Me dijo lo sucia que era y la vergüenza que provocaba. Me dijo que si alguna vez me encontraba haciendo algo así de vergonzoso, lo usaría conmigo”.

“¿El cinturón?”

Asentí llorando.

“¿Te sentiste avergonzada?”

“¡Sí! Estuvo verdaderamente mal. Yo estaba… estaba… jugando conmigo. Me estaba masturbando. ¡Voy a morir y voy a ir al infierno! Mi abuelita me mira y me dice que lo que he hecho es malo y vergonzoso. ¡Ella era una santa, yo soy horrible, y ella me odia!”

“¿Te da placer masturbarte?”

“¡Sí! Eso es lo que está tan mal. Sé que es algo sucio y pecaminoso. Es vergonzoso, pero me gusta hacerlo. No puedo detenerme. Lo hago cada noche, de forma verdaderamente silenciosa, furtiva; de verdad soy mala”.

“No, no eras mala. Tenías mucho miedo, así que hacías algo para mezclar sentimientos placenteros para ahogar los sentimientos horribles que no podías soportar. No hay nada malo en ello, nada vergonzoso o malo. Tenías sólo seis años, hacías algo que necesitabas en un lugar muy atemorizante”.

Para entonces yo lloraba con gemidos muy estridentes, inundada con sentimientos que pertenecían a aquella escena, casi atrapada en ella.

“Sólo nos quedan diez minutos de sesión”, dijo el Dr. Padgett. “¿Por qué no te sientas? Así está bien”.

Mirándolo a los ojos, me sentí sobrecogida por ellos. No lloraba, como yo, ni estaba visiblemente angustiado, como yo lo estaba. Pero a través de la pantalla en blanco que era su rostro, pude ver la tristeza en sus ojos y el renacimiento de nuestra conexión. Habíamos estado juntos en algo, algo intenso y vergonzoso para mí y él había estado conmigo, llevándome a través de ello. No se había reído, no había juzgado, ni reconvenido, ni me había abandonado.

“Necesitas recordar”, dijo, “que lo que acabas de experimentar son recuerdos, del pasado. Los sientes con mucha vergüenza, pero no son vergonzosos en absoluto. Los únicos que debían sentir vergüenza son tus padres por hacerte sentir así. Ahora eres adulta, ya no pueden lastimarte así. Ya no dependes de ellos como en aquella época. Este es el presente, y ahora estás conmigo. Este es un lugar seguro. Requirió de mucho valor vivir esa situación en aquel entonces y ahora. Sobreviviste. Lo lograste. Creciste para convertirte en una mujer adulta. Debes estar orgullosa”.

Yo estaba completamente exhausta y adormecida por la dura experiencia. Las palabras no lograban salir de mi boca, pero podría haberlo escuchado para siempre. Cuando se acabó el tiempo, traté de salir de la oficina, todavía llorando, pero el Dr. Padgett me detuvo. Se olvidó de las reglas. La sesión pasó de la hora, retrasando al siguiente paciente. Como yo estaba visiblemente afectada, me ofreció que me recuperara en la sala de juntas contigua mientras él veía a su siguiente paciente, pero yo rechacé su ofrecimiento. La escena era todavía demasiado vívida para mí, y me costaba trabajo distinguir la línea borrosa que separaba pasado y presente. Sólo quería salir de ahí, alejarme tanto como pudiera de ese diván y de esos recuerdos.

Ahogándome en una densa niebla de emoción, me dirigí al estacionamiento del hospital, que estaba atestado con una multitud de desviaciones, barricadas y luces de precaución amarillas para facilitar una mayor expansión. Después de encender el motor, procedí a embestir cada barricada de madera, reduciéndolas a pedazos ― energizándome y acelerando ante el embriagador sonido de metal que se convierte en chatarra y madera que se astilla.

Fue la única vez que probamos el diván. No estaba lista emocionalmente ni lo suficientemente estable para manejar la intensidad. Aun así, la caja de Pandora de mi temprana infancia había sido abierta y yo iba a enfrentar un pasado que había negado por años, una realidad a la que temía tanto que incluso la muerte había parecido preferible. Verdaderamente, la noción de muerte era reconfortante, en comparación.