Cerca del final de la primera mitad del libro “el hombre en busca de sentido”, Frankl se refiere a los últimos meses del año 1944 y los primeros meses de 1945 como prisionero en el campo de concentración. Durante ese periodo murieron más hombres que en la misma época en años anteriores.
Con otro médico también cautivo, Frankl llegó a la conclusión de que muchos de ellos habían esperado ingenuamente, estar en libertad cuando llegara la Navidad. Como esto no ocurrió, la desilusión afectó a su salud física debilitando sus defensas contra la enfermedad y así muchos de ellos murieron, de tifus, por ejemplo.
Frankl describe una condición en la que algunos prisioneros caían al darse por vencidos, quedándose tendidos al amanecer cuando se les despertaba para dar inicio al trabajo del día (sobra decir que era una experiencia terrible) y ni las súplicas, ni las amenazas ni los golpes podían hacer que se levantaran. Se habían dado por vencidos y les quedaban unas horas de vida.
Cuando un prisionero decía “ya no tengo nada qué esperar de la vida”, su existencia había terminado. ¿Qué se podía responder a eso?
Entonces Frankl expone su filosofía, que en su caso y en el de otros hombres que sobrevivieron, probó ser muy efectiva:
Teníamos que aprender por nosotros mismos y, de mayor relevancia, teníamos que enseñar a los hombres que habían caído en la desesperación, que lo importante no era lo que nosotros esperáramos de la vida, sino más bien lo que la vida esperaba de nosotros.
Era necesario que dejáramos de preguntarnos cuál era el sentido de la vida, y en lugar de eso tratáramos de considerar que nosotros mismos éramos cuestionados por la vida cada día y cada hora. Ultimadamente, vivir significa tomar la responsabilidad de encontrar la respuesta correcta a sus problemas y realizar las labores que la vida cotidianamente le asigna a cada individuo.
Con otro médico también cautivo, Frankl llegó a la conclusión de que muchos de ellos habían esperado ingenuamente, estar en libertad cuando llegara la Navidad. Como esto no ocurrió, la desilusión afectó a su salud física debilitando sus defensas contra la enfermedad y así muchos de ellos murieron, de tifus, por ejemplo.
Frankl describe una condición en la que algunos prisioneros caían al darse por vencidos, quedándose tendidos al amanecer cuando se les despertaba para dar inicio al trabajo del día (sobra decir que era una experiencia terrible) y ni las súplicas, ni las amenazas ni los golpes podían hacer que se levantaran. Se habían dado por vencidos y les quedaban unas horas de vida.
Cuando un prisionero decía “ya no tengo nada qué esperar de la vida”, su existencia había terminado. ¿Qué se podía responder a eso?
Entonces Frankl expone su filosofía, que en su caso y en el de otros hombres que sobrevivieron, probó ser muy efectiva:
Teníamos que aprender por nosotros mismos y, de mayor relevancia, teníamos que enseñar a los hombres que habían caído en la desesperación, que lo importante no era lo que nosotros esperáramos de la vida, sino más bien lo que la vida esperaba de nosotros.
Era necesario que dejáramos de preguntarnos cuál era el sentido de la vida, y en lugar de eso tratáramos de considerar que nosotros mismos éramos cuestionados por la vida cada día y cada hora. Ultimadamente, vivir significa tomar la responsabilidad de encontrar la respuesta correcta a sus problemas y realizar las labores que la vida cotidianamente le asigna a cada individuo.
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