martes, 9 de febrero de 2016

Leer a Viktor Frankl, sentirme identificado con él si bien el sufrimiento no guarda proporción

Leo el libro “el hombre en busca de sentido” de Viktor Frankl en inglés (man’s search for meaning), y me llama la atención la exactitud con la que Frankl describe sus condiciones como prisionero al llegar a Auschwitz. Cuando se refiere a la brutalidad de los guardias SS, que junto con los capos eran los responsables del funcionamiento del campo, Frankl usa la palabra ‘insult’, que dudo que pueda traducirse al español como ‘insulto´, pues en inglés la palabra insult significa “tratar a alguien con una falta de sensibilidad, insolencia o evidente desprecio.

Hablando de mí, puedo decir que no me considero fuerte, aunque tampoco débil. Esto pudiera parecer una contradicción, pero en este momento prefiero no aclarar el asunto. A lo que voy es que conozco mis limitaciones y sé que jamás podría ser tan fuerte como Viktor Frankl, pues en dos ocasiones he perdido la voluntad de vivir siendo mis condiciones infinitamente mejores que las de él.

El propósito de esta entrada es simplemente expresar algunas ideas que me vienen a la mente al leer la descripción del maltrato que describe Frankl a manos de los guardias SS y de los capos.

He expresado antes en este blog que odio a mi padre (que murió hace ya ocho años). Durante décadas he sentido el dolor que produjo el maltrato al que me sometió pero no me era posible comprender plenamente dónde se originaba ese sufrimiento. La lectura de este libro me ayuda a cobrar plena conciencia sobre el origen del resentimiento y el odio que siento hacia ese mal individuo.

Pienso que los primeros tres años de mi vida fueron normales, y con esto quiero decir que ese periodo de tiempo pasó como se supone que debe transcurrir para un niño promedio: con las dificultades cotidianas en el hogar que habita con sus padres y hermanos, si los tiene. En algún momento, a partir de mi cuarto año de vida, mi padre comenzó a mostrar una intensa furia contra mí que era fácil advertir en su mirada y en el tono de voz que usaba al hablarme. Raramente me pegó, los golpes estuvieron ausentes la mayor parte de mi infancia. Sin embargo, el odio que sentía contra su padre y encausó contra mí estuvo siempre presente, si bien yo tardé muchos años en tomar conciencia de ello.

Durante mi infancia siempre me llamaron Rafael en mi casa, en la escuela, al convivir con tíos, primos y abuelos de mis familias materna y paterna, con mis vecinos, con toda la gente con la que convivía. A los nueve años de edad, al entrar al cuarto grado, me enteré de que me llamaba Oscar porque la maestra decidió no usar el nombre Rafael conmigo por un motivo personal. Era en mi familia Rafael el único hijo varón con tres hermanas, igual que Rafael mi abuelo paterno, que también fue el único hijo varón con tres hermanas. Mi padre odiaba al suyo. Rafael segundo odiaba a Rafael primero y encausaba ese odio hacia Rafael tercero. Rafael segundo decía que Rafael tercero se parecía a Rafael primero, a quien hacía responsable por la muerte de su madre y por todo el sufrimiento que ello le provocó. Decía mi padre que mi abuelo había sido tan “canijo” que había causado la muerte prematura de su esposa, la madre de sus hijos; que la había matado. Ese odio de mi padre por algo que yo no hice, marcó mi infancia más o menos hasta mi llegada a la pubertad. Una vez que hube llegado a la adolescencia, no me vi relevado de la culpa de los actos de mi abuelo, en cambio se sumó la responsabilidad de todo lo que estaba mal en el mundo.

En la mente enferma del hombre violento que era mi padre, yo era una especie de príncipe de Gales, el niño a quien nunca le había faltado nada y ser protegido por su madre aunado a una existencia fácil lo estaba convirtiendo en un monstruo que lo llevaría a ser tan terrible como su abuelo.

Mientras yo tenía todo lo que el dinero podía comprar e incluso todo el amor que no merecía (según mi padre, pues en realidad vivía con serias carencias en lo material, de lo afectivo mejor ni hablar) millones de niños en el mundo vivían en la pobreza y muchos carecían incluso de lo más indispensable. Luego entonces, esos infantes eran víctimas de la injusticia y el responsable de ese despojo era yo. Mi padre se identificaba con esos niños porque en su pasado tan terriblemente injusto él había sufrido mucho, víctima de la injusticia social.

El odio que mi padre sintió contra mí tenía orígenes tan profundos como su ADN; era una condición que no habría sido posible erradicar jamás, de ninguna manera. Tan es así que se llevó esos sentimientos a la tumba, y al infierno.

Y en relación con los primeros párrafos de esta entrada, lo que tanto me ha dolido y hasta la fecha me resulta muy difícil de manejar, es haber vivido una existencia plagada de insultos, no con el significado que asignamos a esta palabra en español, sino con el significado que tiene la palabra inglesa ‘insult’, con la connotación de agravio, humillación, insensibilidad, insolencia y flagrante desprecio.

Frankl, al igual que el resto de los prisioneros judíos, temía los golpes y las injurias de los guardias SS y de los capos. Lo peor no eran los golpes físicos, que por supuesto producían dolor, sino el sufrimiento psíquico que junto con las injurias provocaban.

Guardando la proporción, yo crecí con el insulto cotidiano y siempre presente, proveniente de la convivencia con mi padre. El problema se veía empeorado por la participación activa de otros miembros de mi familia como mi madre y mis hermanas. Recuerdo una vez en que yo contaba con 16 o 17 años, cuando mi vida era bastante difícil por ser un adolescente delgado y debilucho, con la cara llena de acné y los dientes rotos, con un desempeño escolar deplorable, en que me hallaba en la mesa a la hora de la comida (algo que no era posible evitar, porque comer juntos era obligatorio, parte de la feliz convivencia familiar establecida por decreto paterno) en que mi padre enloquecido por su furia inagotable me reclamaba lo mucho que yo le costaba y me decía con toda la claridad de la que era capaz que yo recibía mucho más de lo que merecía y él no tenía la obligación de darme tantísimo, exclamaba a gritos: “mientras no se te anden viendo las nalgas…”, mi hermana Yolanda soltaba la carcajada y yo no podía hacer nada para defenderme de semejante agresión proveniente de dos miembros de mi familia; mi mamá no se daba cuenta de nada.

Pasaron los años, mi vida se complicó cada vez más por tantos años de un aprovechamiento escolar muy pobre, llegué a la mayoría de edad con un rezago cognitivo de muchos años y me aislé del mundo, y la incapacidad de mi padre para entender nada le imposibilitó percibir que yo vivía enfermo y su furia y su odio fueron en aumento.

Viktor Frankl y sus compañeros judíos, prisioneros de los campos, no merecían los malos tratos que recibían de los guardias SS y de los capos.

Guardando la proporción, puedo decir que yo tampoco merecía los malos tratos que recibí de mi padre y de otras personas de mi familia.

Esto es solamente la expresión de una idea.

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