lunes, 30 de enero de 2017

Mi padre, su carácter sádico, su cobardía y su homosexualidad latente


En 34 minutos habrá concluido el primer día laboral de esta semana que comienza hoy, el penúltimo día del primer mes del año 2017. Me encuentro muy molesto porque en la empresa donde trabajo no me han depositado los vales de despensa y eso es una irregularidad bastante seria. En las horas de la mañana y lo que va de la tarde, he pensado también en mis hermanas Mónica y Yolanda, en el hecho de que las dos están muy enojadas conmigo porque les he devuelto los golpes que me han asestado. He escrito sobre ellas, particularmente sobre sus cónyuges, sobre el par de hijos de puta con que se casaron; resulta muy curioso que el par de cabronas quieran pegarme, pero no quieran que yo me defienda, que les devuelva los golpes.

Pienso mucho también en mi padre, en el hijo de puta que era y en el hecho de que todo lo hizo mal, de plano no daba una y se la vivía defecándola por todas partes. Recuerdo mucho que era profundamente homofóbico y al mismo tiempo tenía una fijación con otro hombre al que decía querer como a un hermano, con un amigo compañero en la Escuela Nacional de Agricultura y Ganadería ubicada en Texcoco, en el Estado de México, mejor conocida como Chapingo. El nombre de ese amigo era Luis Martínez Villicaña. Este señor obtuvo cuadro de honor durante los seis años de su generación (1956-1962) y la adoración que mi padre le profesaba rayaba en la homosexualidad. Yo lo escuché decirle “porque te quiero”. Pinche viejo puto.

Pues bien, ese señor, Luis Martínez Villicaña, tuvo a mi padre como “socio” en un negocio (con dinero que Martínez Villicaña le había robado al erario, como buen político ratero) que intentaron a principios de la década de los ochentas, cuando en realidad era su subalterno, su gato, y en sus discusiones, en que mi padre trataba de revelarse (Martínez Villicaña era en aquel entonces Secretario de la Reforma Agraria) ese corrupto ratero le decía: “Rafael, dime que sí”, humillándolo, denigrándolo, pisoteándolo. Nada más faltó que el pendejo que tuve por padre le besara los huevos. Unos días más tarde, mi papá, en la sala de mi casa, trató de violentarme diciéndome las mismas palabras, diciéndome: “Rafael” —mi segundo nombre, me llamo Oscar Rafael— “dime que sí”. No, pinche viejo abusivo y maricón, tú no eres Luis Martínez Villicaña y yo no soy Rafael Madrid Escobedo, el alcohólico abusivo homofóbico con una homosexualidad latente. Chinga tu madre, aunque sea mi abuela.

¿Por qué no le dijo Mónica, mi hermana a su esposo Jeffery Alan Jung que nuestro padre era todo eso? ¿Por qué no le dijo que era un depravado que padecía el complejo de Edipo y que incluso había tratado de violar a una de sus hijas? Mis hermanas Mónica y Yolanda han elegido odiarme a mí en lugar de a nuestro padre, que era un defecador.

Mis hermanas Mónica y Yolanda también son unas defecadoras.

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