Entre 1995 y 1996 pasé siete meses internado en una clínica de rehabilitación, por una serie de crisis que me pusieron en mucho peligro. A los 31 años de edad, había enfrentado un segundo fracaso en la universidad y el rechazo social y de una mujer a la que cortejé. No hallaba la salida, pues ya en la cuarta década de la vida era incapaz de encontrar empleo y tener un mínimo de ingresos que me permitieran sentirme productivo para así poder justificar mi existencia y poder procurarme aquello que un adulto necesita para vivir. Había pasado años preparándome para convertirme en un ingeniero y ante el derrumbe de esta posibilidad, mi vida parecía acabada y yo solamente quería morir para dejar de sufrir, pero no me atrevía a quitarme la vida.
En la clínica conocí a Rocío, mi primera pareja, mi primer amor, mi primera experiencia sexual (que no fuera con trabajadoras sexuales) y mi primera relación tormentosa. Viéndolo en retrospectiva, creo que Álvaro, el psiquiatra que tuve en esa época, sí identificó mi trastorno límite de la personalidad, pero no me lo informó, algo para mí incomprensible. Una vez que hube salido de la clínica, dejé de tomar los medicamentos, principalmente porque al tener relaciones sexuales con Rocío no podía eyacular, de alguna manera un efecto colateral de alguno de los medicamentos era la eyaculación retardada. Sin darme cuenta, volví a caer en mi comportamiento violento, con mis terribles arrebatos de furia, cosa que hizo la vida cotidiana difícil a quienes vivían conmigo. Mi padre, siempre incapaz de entender nada, explicaba mi comportamiento como el de un adulto que mentalmente se quedó en la infancia por no haberse visto obligado a madurar, por no haber sufrido si quiera un poco y por jamás haber carecido de nada. No sé si mi padre era pendejo de nacimiento o por vocación, me parece bastante probable que haya sido mucho de las dos cosas.
A finales de 1997, mi amigo David me contrató para trabajar en una empresa en la maquiladora, donde a él le habían dado un puesto relativamente importante, y teniéndome a su merced, decidió demostrarse a sí mismo — y a mí, de pasada— que intelectualmente me superaba en todo. Ante la imposibilidad de lograr esto, dos meses y medio después me echó a la calle, propinándome una puñalada por la espalda que me mandó de regreso a un infierno del que creí haber salido, pero a un círculo más profundo. El problema es que David no consiguió esto solo, sino haciendo labor de equipo con mi padre. Ellos casi no se conocían, pero al atacarme con toda la saña de la que eran capaces —si bien cada quien por su lado— consumaron una infamia que a mí me llevó a volver a perder la voluntad de vivir, algo que yo creía poco probable.
No sé si Dios existe (no niego que así sea), o si en su lugar haya una Conciencia Cósmica, o un orden que coloque a cada quien en el lugar que le corresponde, pero si así es, David y mi padre tienen un honroso lugar en el pabellón de la infamia. Mi padre se adelantó yéndose de este mundo como consecuencia de su adicción al alcohol y su destructividad; falta que David haga lo propio.
Será un placer enterarme de que has terminado de arruinar tu vida, David hijo de puta.
En la clínica conocí a Rocío, mi primera pareja, mi primer amor, mi primera experiencia sexual (que no fuera con trabajadoras sexuales) y mi primera relación tormentosa. Viéndolo en retrospectiva, creo que Álvaro, el psiquiatra que tuve en esa época, sí identificó mi trastorno límite de la personalidad, pero no me lo informó, algo para mí incomprensible. Una vez que hube salido de la clínica, dejé de tomar los medicamentos, principalmente porque al tener relaciones sexuales con Rocío no podía eyacular, de alguna manera un efecto colateral de alguno de los medicamentos era la eyaculación retardada. Sin darme cuenta, volví a caer en mi comportamiento violento, con mis terribles arrebatos de furia, cosa que hizo la vida cotidiana difícil a quienes vivían conmigo. Mi padre, siempre incapaz de entender nada, explicaba mi comportamiento como el de un adulto que mentalmente se quedó en la infancia por no haberse visto obligado a madurar, por no haber sufrido si quiera un poco y por jamás haber carecido de nada. No sé si mi padre era pendejo de nacimiento o por vocación, me parece bastante probable que haya sido mucho de las dos cosas.
A finales de 1997, mi amigo David me contrató para trabajar en una empresa en la maquiladora, donde a él le habían dado un puesto relativamente importante, y teniéndome a su merced, decidió demostrarse a sí mismo — y a mí, de pasada— que intelectualmente me superaba en todo. Ante la imposibilidad de lograr esto, dos meses y medio después me echó a la calle, propinándome una puñalada por la espalda que me mandó de regreso a un infierno del que creí haber salido, pero a un círculo más profundo. El problema es que David no consiguió esto solo, sino haciendo labor de equipo con mi padre. Ellos casi no se conocían, pero al atacarme con toda la saña de la que eran capaces —si bien cada quien por su lado— consumaron una infamia que a mí me llevó a volver a perder la voluntad de vivir, algo que yo creía poco probable.
No sé si Dios existe (no niego que así sea), o si en su lugar haya una Conciencia Cósmica, o un orden que coloque a cada quien en el lugar que le corresponde, pero si así es, David y mi padre tienen un honroso lugar en el pabellón de la infamia. Mi padre se adelantó yéndose de este mundo como consecuencia de su adicción al alcohol y su destructividad; falta que David haga lo propio.
Será un placer enterarme de que has terminado de arruinar tu vida, David hijo de puta.