martes, 15 de septiembre de 2015

La naturaleza de mi resentimiento

Mi relación de amistad muy cercana con la bella K, psicóloga joven a quien conocí en una red social, me ha llevado a abrir los ojos ante una realidad: que vivo desahogándome al escribir en redes sociales o en mi blog, al igual que al hablar por teléfono a centros de atención psicológica, y finalmente he acabado haciendo lo mismo con ella, si bien nuestra relación no se ha limitado a eso.

Me doy cuenta de que este patrón de comportamiento no me va a llevar a nada, y mi problema más grande parece ser mi resentimiento, que está presente la mayor parte de mis horas de vigilia, especialmente contra personas como mi padre (ya fallecido), mi amigo “David”, el infame que me pegó por la espalda como el perfecto cobarde que es, mi madre (que vive conmigo y quien con mucha frecuencia es objeto de mi furia); mi hermana Mónica a quien no he visto en 13 años pero con quien he tenido comunicación esporádica; mi hermana Yolanda y su esposo, que viven en la misma ciudad, y contra una multitud de personas que han pasado por mi vida en algún momento. Parecería un problema con una solución sencilla, pero si así fuera, no lo tendría.

El odio que siento contra mi padre es muy intenso y de pronto, con ayuda de mi querida K, me doy cuenta de que seguir hablando o escribiendo sobre él con epítetos o palabras ofensivas no me va a llevar a superar esos sentimientos ni el dolor que ha dominado mi existencia. David, el individuo al que durante 14 años consideré mi amigo es especialmente significativo por el increíble parecido que su comportamiento presentaba con el de mi padre. Dos personas capaces de abusar del poder que se les confirió, capaces de llevar el abuso al extremo, deshonestas, mal intencionadas, sin principios y sin escrúpulos y como todos los abusivos, cobardes. He llegado a pensar que David, que en este momento tiene 50 años de edad, comparte un destino con mi padre, pues al pegarme por la espalda aquel mes de enero de 1998, al mandarme a un infierno más terrible del que me había sacado, hizo equipo con mi padre y no habrá jamás manera de romper ese vínculo entre ellos. Algo que me llamó siempre la atención de mi padre, fue su absoluta falta de conciencia sobre el daño que hacía, su mirada cruel y cínica, y su tendencia a valerse del llanto, como hacen las malas mujeres, en un patético intento de manipulación que solamente gente muy tonta podría creerle. A David no lo he visto desde el 2 de febrero de 1998, pero he visto fotografías en las que no puedo apreciar con claridad el posible deterioro físico o mental que pudo haber sufrido a lo largo de estos 18 años y medio, y me parece percibir en su mirada cansancio y frustración. Si tuviera razón en esto, este mal individuo podría estar rindiéndose ante la evidencia de su incapacidad para alcanzar sus metas, reconociendo el fracaso lenta e inexorablemente, ahora con un hijo de 18 años al que muy probablemente ha decepcionado, fallándole miserablemente. Algo de lo que estoy casi seguro, es que Iván, el hijo mayor de David, y Carmen, su esposa, lo consideran un cobarde por no defender a su familia del ataque de un enemigo que cultivó hace muchos años.

Cobrar conciencia de que seguir hablando de mi padre con odio, usando palabras ofensivas no me va a llevar a nada, me hace pensar en la posibilidad de escribir sobre él viéndolo como un individuo impotente ante su pobreza como ser humano, ante su incapacidad para dejar de violentar a las personas más cercanas a él que nunca fueron culpables de su infancia difícil, ni mucho menos de que su padre haya sido cruel y sádico, terminando sus días en la vejez, abandonado en un horrible asilo, como muy probablemente merecía. Mi padre perdió a la autora de sus días cuando tenía alrededor de 14 años y desarrolló un complejo de Edipo que lo llevó a proyectarla en cada mujer importante en su vida. Así, se casó con mi madre a los 26 años y le adjudicó todas las virtudes de su progenitora. Cuando comenzó a tener problemas con ella, le retiró todas esas cualidades, reales o ficticias y cuando nació la segunda de sus hijas (sexo femenino) vio encarnar en ella a la súper maravilla que era su madre.

Mi padre tuvo un progenitor terrible, que violentó a sus seis hijos varones y a su esposa, según la explicación de mi padre porque fue el único hijo varón con tres hermanas y a su vez su progenitora lo trató como al favorito, permitiéndole que cometiera todo tipo de abusos y faltas, impidiendo que su padre lo reprendiera, propiciando así que se convirtiera en un hombre malo. Mi padre me puso como nombre de pila el suyo, que era el de su padre y esto facilitó que proyectara en mi contra todo ese resentimiento (mi padre incluso culpaba al suyo por la prematura muerte de su madre, el acontecimiento más doloroso y traumático de toda su vida) y me considerara culpable de todo lo malo que le sucedió en la infancia, en su adolescencia, en su temprana edad adulta y más tarde me hiciera (junto con mi madre) responsable de su alcoholismo, de su cinismo y de su falta de pudor y de vergüenza.

Y al escribir estas palabras no puedo evitar sentir furia y resentimiento contra él, pero al mismo tiempo, puedo percibir lo que sería por lo menos una solución parcial al problema. Sería justo sentir pena por él, por haber fallado en todo, por haber hecho todo mal, por haberse destruido y por haber dejado un recuerdo triste, el de un individuo que pasó por la vida haciendo un gran esfuerzo para construir y pese a haber conseguido bastante, su naturaleza destructiva echó sus logros por tierra y su legado constituye una verdadera vergüenza. Durante su vida tuvo un conflicto interno (como lo tenemos la mayor parte de los seres humanos), en el que se debatió entre hacer lo correcto, por ejemplo al evitar tomar recursos del erario cuando trabajó en el gobierno, pero acabó perdiendo la batalla y no sólo robó con su amigo Luis Martínez Villicaña, político corrupto del infame Partido Revolucionario Institucional, sino que le robó a mi madre, despojándola del 50% que le correspondía tras su divorcio por estar casados por régimen de bienes mancomunados, cometiendo delito patrimonial y violencia económica, habiendo traído tres hijos al mundo fuera del matrimonio (a los que dejó en el desamparo cuando murió), y con daños muy serios en la salud mental de cada uno de sus hijos. 

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