Ha transcurrido una semana del mes de septiembre, del año en curso y mi vida ha cambiado para bien. Ahora tengo una ocupación y una fuente de ingresos y mi rutina le da sentido al transcurrir de mis días. Si bien, mis ingresos son bastante modestos, son mucho dinero en comparación con el que dispuse durante tantos años, y me permiten salir paulatinamente de la precariedad económica, de la pobreza.
No tengo hora para levantarme, pero ahora que mi horario de trabajo comienza a las once de la mañana, lo hago temprano. Después de ver videos musicales en la sala mientras me tomo mi café, y preparar la avena que ingiero como desayuno, subo a mi habitación a ponerme mis prendas deportivas y uso mi bicicleta de carreras sobre rodillos. No hago esto todos los días, y el tiempo de ejercicio no es mucho, un poco más de 40 minutos. Después me baño con agua fría y me como mi avena, si no lo hice antes de ejercitarme.
Considero esa dedicación al deporte algo positivo en mi vida y prueba de eso es mi estado de salud física. Estoy en peso y la proporción músculo-grasa es casi óptima, el estado de mis pulmones y corazón, mi presión arterial, mi circulación, etc., es mejor que la de muchas personas más jóvenes que yo; pero más allá de todas esas consideraciones, la actividad continua tranquiliza una preocupación que se aloja en mi inconsciente y me hace temer que me suceda algo malo. En buena medida, mi vida está dominada por el miedo. Si me someto a una actividad física continua, siento que puedo mantenerme bajo un manto protector y si abandonara esa práctica, perdería lo que tengo y volvería a caer en una desesperación de la que solamente podría sacarme un acontecimiento afortunado fortuito, y si esto no sucediera, las condiciones tan difíciles de mi existencia futura acabarían llevándome a una tumba prematura.
También asocio en mi mente el avance del kilometraje que recorro en bicicleta con un destino trágico, inevitable y aterrador de un individuo que me arruinó hace 17 años y a quien he odiado durante todo este tiempo. Racionalmente sé que esta idea está fuera de la realidad, pero al mismo tiempo tengo presente que suceden muchas cosas en nuestras vidas que no tienen una explicación lógica. Hace tiempo hice algo en contra de ese Judas que tuvo una seria afectación en su vida familiar y en su psiquis; no parece descabellado pensar que ese acontecimiento podría provocar un cataclismo en su vida; bien merecido se lo tendría el maldito.
Busco información sobre mi patología, el trastorno límite de la personalidad (TLP) y encuentro lo mismo una y otra vez. El asunto es que no sé qué es lo que en realidad busco, posiblemente una respuesta a qué es lo que me mantiene enfermo y por qué no puedo superar mi condición, pues pese a la enorme mejora en mi situación laboral, el problema de origen sigue presente. Y al pensar que ese problema es el resentimiento, aparece la respuesta y cobro conciencia de que no parezco ser capaz de perdonar. Hay gente que me ha hecho daño y ha enfrentado consecuencias por ello, cosa que si bien no resuelve mi problema, sí constituye una satisfacción.
Mi “amigo” David, que durante muchos años acumuló odio contra mí por sentirse despojado de algo que le correspondía por derecho (aptitud física, entiéndase desempeño deportivo), pudo cobrársela cuando me tuvo bajo sus órdenes y llevó el abuso al extremo. Indudablemente, el tipo es un hijo de puta y un perfecto cobarde. Él y su cónyuge (y en consecuencia sus hijos) han sido objeto de una humillación pública y el pedazo de maricón no ha salido en su defensa. Este golpe a su ego y al honor, aunado a los argumentos que describen el origen de su pobreza y su pequeñez personal, sus sentimientos de inadecuación e insignificancia, podrían destruir la precaria estabilidad que le ha permitido funcionar a lo largo de 50 años de vida, y ponerlo al borde de un precipicio. Si cae o no al vacío parece irrelevante. Si esta supuesta fantasía se hiciera realidad, sería de lo más interesante (y satisfactorio) ver la vida de este pedazo de basura destruida por la adversidad, producto de las acciones de un enemigo. Castigo merecido.
En cuatro meses se cumplirán ocho años de que murió mi padre y el odio que sentía contra él el día que se fue de este mundo, no ha disminuido un ápice. Pienso que para poder perdonarlo hace falta que mi vida cambie para bien y recupere aunque sea un poco de lo mucho que perdí por toda la devastación que ese monstruo provocó en mi existencia. Una mujer bellísima a quien conocí en fecha reciente me dijo que para dejar de ser una víctima hace falta empoderarse. Creo que puedo lograr esto encontrando nuevos intereses, o renovar los que ya tenía, persiguiendo objetivos, planeando mi futuro, decidiendo qué es lo que voy a hacer con lo que me queda de vida.
Te quiero, Kiowa.
No tengo hora para levantarme, pero ahora que mi horario de trabajo comienza a las once de la mañana, lo hago temprano. Después de ver videos musicales en la sala mientras me tomo mi café, y preparar la avena que ingiero como desayuno, subo a mi habitación a ponerme mis prendas deportivas y uso mi bicicleta de carreras sobre rodillos. No hago esto todos los días, y el tiempo de ejercicio no es mucho, un poco más de 40 minutos. Después me baño con agua fría y me como mi avena, si no lo hice antes de ejercitarme.
Considero esa dedicación al deporte algo positivo en mi vida y prueba de eso es mi estado de salud física. Estoy en peso y la proporción músculo-grasa es casi óptima, el estado de mis pulmones y corazón, mi presión arterial, mi circulación, etc., es mejor que la de muchas personas más jóvenes que yo; pero más allá de todas esas consideraciones, la actividad continua tranquiliza una preocupación que se aloja en mi inconsciente y me hace temer que me suceda algo malo. En buena medida, mi vida está dominada por el miedo. Si me someto a una actividad física continua, siento que puedo mantenerme bajo un manto protector y si abandonara esa práctica, perdería lo que tengo y volvería a caer en una desesperación de la que solamente podría sacarme un acontecimiento afortunado fortuito, y si esto no sucediera, las condiciones tan difíciles de mi existencia futura acabarían llevándome a una tumba prematura.
También asocio en mi mente el avance del kilometraje que recorro en bicicleta con un destino trágico, inevitable y aterrador de un individuo que me arruinó hace 17 años y a quien he odiado durante todo este tiempo. Racionalmente sé que esta idea está fuera de la realidad, pero al mismo tiempo tengo presente que suceden muchas cosas en nuestras vidas que no tienen una explicación lógica. Hace tiempo hice algo en contra de ese Judas que tuvo una seria afectación en su vida familiar y en su psiquis; no parece descabellado pensar que ese acontecimiento podría provocar un cataclismo en su vida; bien merecido se lo tendría el maldito.
Busco información sobre mi patología, el trastorno límite de la personalidad (TLP) y encuentro lo mismo una y otra vez. El asunto es que no sé qué es lo que en realidad busco, posiblemente una respuesta a qué es lo que me mantiene enfermo y por qué no puedo superar mi condición, pues pese a la enorme mejora en mi situación laboral, el problema de origen sigue presente. Y al pensar que ese problema es el resentimiento, aparece la respuesta y cobro conciencia de que no parezco ser capaz de perdonar. Hay gente que me ha hecho daño y ha enfrentado consecuencias por ello, cosa que si bien no resuelve mi problema, sí constituye una satisfacción.
Mi “amigo” David, que durante muchos años acumuló odio contra mí por sentirse despojado de algo que le correspondía por derecho (aptitud física, entiéndase desempeño deportivo), pudo cobrársela cuando me tuvo bajo sus órdenes y llevó el abuso al extremo. Indudablemente, el tipo es un hijo de puta y un perfecto cobarde. Él y su cónyuge (y en consecuencia sus hijos) han sido objeto de una humillación pública y el pedazo de maricón no ha salido en su defensa. Este golpe a su ego y al honor, aunado a los argumentos que describen el origen de su pobreza y su pequeñez personal, sus sentimientos de inadecuación e insignificancia, podrían destruir la precaria estabilidad que le ha permitido funcionar a lo largo de 50 años de vida, y ponerlo al borde de un precipicio. Si cae o no al vacío parece irrelevante. Si esta supuesta fantasía se hiciera realidad, sería de lo más interesante (y satisfactorio) ver la vida de este pedazo de basura destruida por la adversidad, producto de las acciones de un enemigo. Castigo merecido.
En cuatro meses se cumplirán ocho años de que murió mi padre y el odio que sentía contra él el día que se fue de este mundo, no ha disminuido un ápice. Pienso que para poder perdonarlo hace falta que mi vida cambie para bien y recupere aunque sea un poco de lo mucho que perdí por toda la devastación que ese monstruo provocó en mi existencia. Una mujer bellísima a quien conocí en fecha reciente me dijo que para dejar de ser una víctima hace falta empoderarse. Creo que puedo lograr esto encontrando nuevos intereses, o renovar los que ya tenía, persiguiendo objetivos, planeando mi futuro, decidiendo qué es lo que voy a hacer con lo que me queda de vida.
Te quiero, Kiowa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario