Atticus Finch es el padre que todos quisiéramos tener. Este personaje es el padre de Jean Louise (Scout) Finch, una mujer que nos narra una historia extraordinaria en la novela Matar un ruiseñor, de Harper Lee. Transcurre en un pueblo en Alabama en la época de los 30s, durante la Gran Depresión. Considero a Atticus un hombre excepcionalmente fuerte porque pese a ser grande de talla y físicamente fuerte, jamás recurre a ningún tipo de violencia, sea esta física o verbal o de ningún tipo.
He leído un poco sobre psicología y he adoptado la idea de que la violencia es debilidad, más lo es la destructividad, mientras que la no violencia es fortaleza. Me gustaron las ideas de Erich Fromm en su libro “el corazón del hombre”, donde defino como “bueno” aquello que contribuye a reafirmar la vida, mientras que “malo” es todo aquello que tiende a destruirla. De ahí que todo tipo de violencia (excepto por la agresión defensiva), pueda considerarse mala y una persona que tiende a violentar a otros o a sí mismo, pueda ser considerada débil.
Cuando he estado en terapia, o al hablar con otras personas sobre mi infancia difícil, me han preguntado si mi padre me golpeaba, y la respuesta ha sido negativa. Ese mal individuo me violentaba por medio de humillaciones, vejaciones, segregación y odio en su mirada y en su tono de voz. Otras formas de violencia eran menos claras, como cuando yo llegaba a casa con notas que indicaban un mal aprovechamiento en la escuela y él me hablaba del infierno que había sido su vida cuando tenía mi edad. Yo era un niño y no podía entender de qué manera podía yo provocarle con mi mal desempeño, un sufrimiento que se había dado entre 25 y 30 años antes. No podía comprenderlo porque ni siquiera se me ocurría preguntármelo. Recuerdo a mi padre sentado en la cama del dormitorio conyugal reviviendo el dolor, haciéndome sentir culpable, culminando en una postura en la que apoyaba un codo en una rodilla y con ese brazo sostenía su rostro, tapando sus ojos con su mano y exclamando: ¡cómo he sufrido! Mi madre se hallaba de pie observando la escena con una expresión en su rostro difícil de definir, parecía contemplar al más desafortunado de todos los seres humanos de toda la historia (mi padre) a merced de su verdugo (yo). Yo no odio a mi madre, pero sí tengo mucho resentimiento contra ella por haberle permitido a ese monstruo con quien me trajo al mundo, que me hiciera tanto daño.
Hablando con psicólogas, sean estas terapeutas, interventoras en crisis o amigas, me han dicho que las dificultades que un ser humano enfrenta durante su temprana existencia lo marcan y determinan su futuro comportamiento en gran medida, pero si bien no niego cierta validez en este argumento, lo rechazo. Considero muy estúpido a alguien que afirma: mi padre devastó mi vida porque alguien devastó la suya. El que otras personas nos hayan hecho daño no nos da derecho a hacerle daño a otras, mucho menos si no son culpables de lo que hemos sufrido. Reconsiderando esta última idea, aclaro que no soy muy entusiasta en lo que al perdón se refiere, tengo una naturaleza vengativa y cuando alguien me hace daño, devuelvo el golpe en la misma magnitud, como mínimo.
Mi padre murió un viernes 14 de diciembre de 2007, cuando yo contaba con 43 años y siete meses y vivía enfermo, desempleado, sin atención médica, completamente solo, en la pobreza y sin saber que padecía un trastorno de personalidad muy grave; ocho meses antes le había dicho a una psiquiatra en una institución pública “siento que ya no puedo”, por segunda vez había perdido la voluntad de vivir y el principal responsable de ello era ese hijo de puta, mi padre.
Dos años y cinco meses después dejé de vivir solo porque mi hermana Yolanda vino a vivir a la casa de mis padres (que yo había habitado durante casi 29 años) con su esposo y sus hijos, y con mi madre. Menos de tres meses después, mi familia regresó a la ciudad de donde habían venido y mi madre se quedó conmigo algunas semanas. El 1 de septiembre de 2010, miércoles, como a las 20:00 horas me dijo mi mamá que en una de las habitaciones, mi hermana había dejado las cenizas de mi padre. Menos de dos horas después, las eché por el excusado, una pequeña venganza con un significado muy obvio.
Me violentaste, padre monstruoso sin que yo pudiera hacer nada para defenderme, ahora has rodado con aguas negras, como corresponde. Cada quien con su cada cual.
He leído un poco sobre psicología y he adoptado la idea de que la violencia es debilidad, más lo es la destructividad, mientras que la no violencia es fortaleza. Me gustaron las ideas de Erich Fromm en su libro “el corazón del hombre”, donde defino como “bueno” aquello que contribuye a reafirmar la vida, mientras que “malo” es todo aquello que tiende a destruirla. De ahí que todo tipo de violencia (excepto por la agresión defensiva), pueda considerarse mala y una persona que tiende a violentar a otros o a sí mismo, pueda ser considerada débil.
Cuando he estado en terapia, o al hablar con otras personas sobre mi infancia difícil, me han preguntado si mi padre me golpeaba, y la respuesta ha sido negativa. Ese mal individuo me violentaba por medio de humillaciones, vejaciones, segregación y odio en su mirada y en su tono de voz. Otras formas de violencia eran menos claras, como cuando yo llegaba a casa con notas que indicaban un mal aprovechamiento en la escuela y él me hablaba del infierno que había sido su vida cuando tenía mi edad. Yo era un niño y no podía entender de qué manera podía yo provocarle con mi mal desempeño, un sufrimiento que se había dado entre 25 y 30 años antes. No podía comprenderlo porque ni siquiera se me ocurría preguntármelo. Recuerdo a mi padre sentado en la cama del dormitorio conyugal reviviendo el dolor, haciéndome sentir culpable, culminando en una postura en la que apoyaba un codo en una rodilla y con ese brazo sostenía su rostro, tapando sus ojos con su mano y exclamando: ¡cómo he sufrido! Mi madre se hallaba de pie observando la escena con una expresión en su rostro difícil de definir, parecía contemplar al más desafortunado de todos los seres humanos de toda la historia (mi padre) a merced de su verdugo (yo). Yo no odio a mi madre, pero sí tengo mucho resentimiento contra ella por haberle permitido a ese monstruo con quien me trajo al mundo, que me hiciera tanto daño.
Hablando con psicólogas, sean estas terapeutas, interventoras en crisis o amigas, me han dicho que las dificultades que un ser humano enfrenta durante su temprana existencia lo marcan y determinan su futuro comportamiento en gran medida, pero si bien no niego cierta validez en este argumento, lo rechazo. Considero muy estúpido a alguien que afirma: mi padre devastó mi vida porque alguien devastó la suya. El que otras personas nos hayan hecho daño no nos da derecho a hacerle daño a otras, mucho menos si no son culpables de lo que hemos sufrido. Reconsiderando esta última idea, aclaro que no soy muy entusiasta en lo que al perdón se refiere, tengo una naturaleza vengativa y cuando alguien me hace daño, devuelvo el golpe en la misma magnitud, como mínimo.
Mi padre murió un viernes 14 de diciembre de 2007, cuando yo contaba con 43 años y siete meses y vivía enfermo, desempleado, sin atención médica, completamente solo, en la pobreza y sin saber que padecía un trastorno de personalidad muy grave; ocho meses antes le había dicho a una psiquiatra en una institución pública “siento que ya no puedo”, por segunda vez había perdido la voluntad de vivir y el principal responsable de ello era ese hijo de puta, mi padre.
Dos años y cinco meses después dejé de vivir solo porque mi hermana Yolanda vino a vivir a la casa de mis padres (que yo había habitado durante casi 29 años) con su esposo y sus hijos, y con mi madre. Menos de tres meses después, mi familia regresó a la ciudad de donde habían venido y mi madre se quedó conmigo algunas semanas. El 1 de septiembre de 2010, miércoles, como a las 20:00 horas me dijo mi mamá que en una de las habitaciones, mi hermana había dejado las cenizas de mi padre. Menos de dos horas después, las eché por el excusado, una pequeña venganza con un significado muy obvio.
Me violentaste, padre monstruoso sin que yo pudiera hacer nada para defenderme, ahora has rodado con aguas negras, como corresponde. Cada quien con su cada cual.
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