– Si hablamos de costumbres, la de usted es seducir a sus psicólogas – me dijo ella. Comprendí entonces que de alguna manera había investigado mis antecedentes, o mejor dicho, le había pagado a alguien para que lo hiciera.
–¿Eso le molesta a usted? –, pregunté sin sentirme realmente molesto. Denisse me respondió que no, pero que quería saber más bien por qué me había involucrado con varias de las psicólogas que me habían atendido en los últimos diez años. Yo no respondí a su pregunta, me quedé en silencio y no dije absolutamente nada.
Denisse parecía esperar que yo rompiera el silencio y así lo hice, no tanto por darle gusto, sino por hacer que se sobresaltara un poco.
– Supongo que ya se enteró que Juan está en la cárcel – le dije.
Denisse no pudo ocultar su asombro y evitó las preguntas innecesarias y absurdas como “¿quién?”, “¿de qué me habla?” y mirándome fijamente me preguntó cómo sabía que ella y ese médico se conocían.
– Si alguien puede investigarme, no hay nada que me impida hacer otro tanto –, respondí. Sé que su hermano el médico que ha incursionado en el sindicato de trabajadores de la universidad, y Juan fueron compañeros de estudios y en el hospital escuela donde ambos cursaron sus respectivas especialidades. Le pregunté entonces si aceptaba la corrupción como algo válido y esta interrogante sí le molestó. Me miró muy seria, diciéndome que la estaba ofendiendo.
– Bueno, usted fue muy directa conmigo – le dije, – y no veo ninguna razón para que yo no lo sea con usted.
Este asunto de la honestidad resulta de lo más importante. Observando a esta mujer, he llegado a darme cuenta de que va por la vida con la pretensión de ser una persona muy correcta. Aquella tarde que pasamos muchas horas juntos, en una proximidad difícil de explicar entre dos desconocidos – quiero decir, abrazados, tendidos en un sofá – Denisse me habló de la estricta disciplina que observa en el ejercicio de su profesión, en sus actividades diarias, incluso de su régimen alimenticio.
“¿Es usted congruente con sus altos estándares?”, hubiera querido preguntarle. El que hayamos llegado a un contacto físico tan cercano siendo prácticamente desconocidos sembraba duda razonable.
– Creo que tu pregunta surge de que te sientes celosa, Denisse – le dije. Para mi sorpresa ella no mostró la menor señal de inquietud y sonriendo me preguntó: ¿ha llegado el momento de tutearnos?
Unos veinte minutos más tarde, nos hallábamos otra vez tendidos y envueltos en un abrazo (esta vez en un lecho, es decir, en una cama). En la habitación había una sola luz encendida, la de una lámpara y en la penumbra Denisse percibió mi sonrisa.
– ¿Qué te divierte tanto? – me preguntó esta bella mujer, ahora mi amante.
– Pienso en la familia de tu paciente, seguramente no te contrataron para esto – respondí.
– No tienen por qué enterarse – respondió Denisse.
Y así pasaron muchas horas.